Выбрать главу

La casa donde se curaban los muchachos estaba cerca de la costa. Desde las ventanas se veían las rocas, la playa y el mar abierto. El compañero narró con frases sencillas, pero ininterrumpidamente, su mayor experiencia en la vida: una tormenta en el mar.

Una tarde se estaban bañando todavía y de repente el cielo se cubrió con una nube negra. Apenas les dio tiempo para llegar a casa. El viento levantaba las olas muy alto y golpeaban las rocas costeras y el puerto con un fuerte estruendo. La gente corría desconcertada por la playa, tratando de salvar lo que podía. Algunos barcos estaban aún en el mar, entre ellos varias lanchas de pescadores.

En el rostro del muchacho se veían aún rastros del horror experimentado. Los relámpagos eran mucho más largos que los nuestros del mes de agosto y el estruendo del mar y de los truenos era terrorífico. Las casas del puerto temblaban con el eco. Al final todo acabó bien. La tormenta no duró más de una hora. En el mar aparecieron las barcas grandes y pequeñas y en el puerto lanzaron un suspiro de alivio. La gente del país aseguraba a los niños que al día siguiente encontrarían en la playa nuevas bonitas conchas.

Yo escuchaba al chico atentamente y con excitación. Está claro que, en uno de los barcos que volvían hacia la costa, me veía a mí mismo. Pero cuando vi ante mí la caja con las conchas, experimenté unos momentos de una sorpresa y un estupor indescriptibles. Era algo así como una repentina aparición. Nunca más, en toda mi vida, han vuelto a ver mis ojos una tal riqueza. Como si estuviera soñando, tocaba las formas afiladas de los caracoles de mar y acariciaba con placer el nácar del fondo de las conchas grandes. Temblaba de emoción todo mi cuerpo y aquel instante para mí fue más importante y vertiginoso que cuando conocí el mar de verdad.

Al cabo de muchos años pude observar en las vitrinas del Kremlin moscovita el antiguo tesoro de los zares, las cascadas de perlas, los montones de piedras preciosas y la inundación de oro; pero todo aquello no era nada comparado con lo que admiré sin aliento aquella vez, hace años, en una caja de margarina, en el colegio de la calle Palacky.

Cuando el chico, un poco jadeante, acabó su narración, cerró la tapa de su cajita y la colocó a un lado, se produjo un momento de emocionado silencio. En medio de la calma, alguien llamó a la puerta de la clase.

¡Fue el capitán Nemo!

Es que empezaba la temporada de los libros de aventuras. ¡Y yo que me preguntaba por qué la infancia suele ser tan movida y rica!

En aquellos años leía cualquier cosa que me viniera a las manos. Sobre todo las novelas de Julio Verne, que me entusiasmaban. En cambio, los libros de Karl May no me interesaban demasiado. Es que las novelas del señor Verne eran verdaderas y humanas. Y las de Karl May, no. Como si ya entonces hubiera sabido que eran falsas, que mentían. Pero a los libros de Verne volvía siempre en los momentos en que la tristeza y la desesperación se apoderaban de mí.

– No estés siempre metido entre los libros. Sal a la calle un poco -me solía decir mi madre-. Entonces yo escondía el libro debajo del abrigo, decía adiós a mi madre y me iba corriendo al desván.

Un libro tras otro hacían durar todos mis anhelos y estimulaban mis sueños de chico. Nuestro desván no era cómodo ni acogedor. En los rincones, como fantasmas, había trastos viejos, llenos de polvo y de mugre. Pero cuando abría la pequeña ventanilla del tejado, respiraba un aire libre y embriagador.

Parecía que esta clase de lectura no llegaría nunca al final, pero un día se acabó. Fue en el momento en que, en vez de una novela de aventuras, deseé un librito pequeño en cuya portada roja estaba grabado con letras rojas: Canciones del atardecer. En el libro había una marca, un trozo de lino con un corazón en llamas bordado en él. Nada más que un pequeño corazón humano de hilo rojo. Y en vez de las pesadas y gruesas cuerdas de un barco, deseé tener en la mano dos ligeras y sedosas palmas de una mano femenina. Y entonces pasó algo sorprendente. Un día, al abrir la ventana y mirar encima de mi cabeza, me di cuenta de que el cielo era infinitamente bello. Nunca me había fijado en él.

Pero la historia marinera aún no se había acabado. Volvía, pero un poco transformada.

Esto fue por la época en que nuestro país, después de la Primera Guerra, vivió la época de la joven poesía checa. En las revistas empezaban a aparecer los primeros poemas y de vez en cuando salía algún libro de poesía. Pusilánime y tímido. Y en ellos, los ángeles. Y junto a los ángeles, los marineros. ¡Quién sabe lo que hacían tan amistosamente juntos! ¡Pero era así! En mis poemas también. Hasta que el escritor S. K. Neumann ahuyentó a los ángeles con un gesto de su pipa. Los hizo desaparecer tan fácilmente como a las mariposas de las flores violetas de los cardos. Los marineros duraron algo más. De todos modos, con el tiempo desaparecieron también, por su propio deseo.

Llegué a París con Teige después de dar una pequeña vuelta por Venecia y Milán. Teníamos prisa. Sobre todo Teige. Ardíamos en el deseo de ver el arte moderno en el sitio donde nació, creció, esplendorosamente, como unos resplandecientes fuegos artificiales de cada día. Teige se ponía nervioso y no quería detenerse en ningún lado hasta que nuestros pies no tocasen el pavimento de los bulevares parisinos. De este modo, no nos quedamos en Venecia ni dos días; en Milán sólo probamos el helado que fabricaba allí un pastelero cerca de la Catedral y que entonces tenía fama de ser el mejor de toda Italia. Y nos dirigimos hacia la Costa Azul. Entonces, Francia, para nosotros, representaba una maravilla.

A la Costa Azul sólo la acariciamos con los ojos, Saludamos al mar, con un pequeño acorazado en el horizonte, cuyas dos chimeneas expulsaban negras nubes de humo, y poco después estábamos en un tranvía en Marsella y nos dirigíamos desde La Cannebiére hasta el Viejo Puerto, donde iban a ser aniquilados unos sueños marineros que llevaba conmigo desde que era pequeño. Ya para siempre y sin dolor. ¡Porque, en el mundo, siempre pasa todo de una forma muy diferente de la que nosotros imaginamos!

Era un día soleado de un verano del sur y en un parque oculto entre las casas y que no podíamos ver desde el tranvía, olían los árboles en flor; una especie que no conocíamos y cuya fragancia profunda y espesa inhalábamos por primera vez.

Marsella nos dio una bienvenida bastante amistosa. En un cruce bullicioso había un sonriente guardia urbano vestido con una pequeña capa. En una mano tenía una gorra blanca con la que señalaba el camino, y debajo del otro brazo llevaba una gran col. Aquello me pareció simpático.

No obstante, en el Viejo Puerto no hay mucho que ver, y ya que yo no podía esperar más para poder abrazar la mar, me fui en un barco de motor lleno de gente al Chateau d'If, cuyas ruinas ocupan toda una islita que está enfrente de Marsella. El Chateau d'If está lleno de historia romántica y desde sus muros medio caídos es posible ver el mar hasta donde llega la vista. Me sentí un poco decepcionado. El mar estaba tranquilo, era oscuro y me pareció triste. Y recordé las ninfas, allá, muy lejos, en mi casa. ¡Harían un buen efecto aquí, sobre las rocas costeras, tan sin vida, tan desiertas!

Felices los pueblos que tienen mar. Las olas que azotan sus costas traen, no sólo riquezas, sino también una gran literatura. Al menos aquí, en Europa.

Al atardecer regresábamos al puerto. El sol estaba encima de la línea del horizonte y al cabo de unos segundos se escondió dentro del mar, igual que una moneda de oro dentro de un bolsillo vacío. Sólo la estatua dorada de la Virgen que habían puesto no solamente en la colina, sino también muy arriba, sobre el campanario de una iglesia, brillaba a lo lejos. Mirando el sol unos segundos más, cuando los barcos que había en el mar ya estaban rodeados por unas tinieblas transparentes.

Al día siguiente por la mañana fuimos a ver el barrio portuario, que se llamaba la Fuente del Amor. Éste también era el nombre de una de las calles por donde se entraba en aquella red de callejuelas del vicio. Allí se amontonaban las casas de citas, las tabernas y las sucias pocilgas de las prostitutas. El barrio estaba estrechamente unido con el Viejo Puerto y, durante la Segunda Guerra los alemanes lo hicieron derribar. Porque allí se escondían fácilmente todos aquellos a quienes buscaban.