Salimos temprano. Pensábamos que, después de trasnochar, las callejuelas estarían vacías porque los habitantes estarían durmiendo. Pero las tiendas estaban seguramente abiertas día y noche. La atmósfera era muy animada. Los barcos llegaban a todas horas y sus tripulaciones se mostraban impacientes.
Primero topamos con una chica de Montenegro. Estaba vagando por la calle vestida en el traje tradicional de su país y sobre la frente le sonaban unos abalorios de metal. Las muchachas, al igual que sus visitantes, procedían de todo el mundo. Inmediatamente después vimos a unas cuantas españolas. Algunas sólo llevaban un pañuelo rojo sobre la cabeza, pero otras tenían una peineta alta en la cabeza, cubierta con un velo. Había aquí alemanas con sus trajes rojos y verdes e incluso encontramos a una checa vestida con la ropa Plzen, pero sus mangas estaban en un estado deplorable. Las chicas vestidas en trajes nacionales estaban sentadas en unas sillas apoyadas contra la pared de las casas en que vivían. Dentro no había nada más que una cama ajada, un lavabo metálico y una percha donde los soldados colgaban sus cinturones.
Junto con estas mujeres que intentaban vender el amor vestidas festivamente, erraban por las calles muchas chicas vestidas con ropa normal, que sólo podían ofrecer a los visitantes una dudosa belleza o su fingida juventud. Y luego quedaban aquellas otras que no poseían nada más que su desventurado y gastado sexo femenino.
En una de estas callejuelas fuimos testigos de una pequeña escena dramática: Un soldado francés se ponía de acuerdo con una chica apoyada en la puerta y seguramente le pedía que antes le enseñara sus pechos. Ella hizo lo que él quería, pero en aquel momento el soldado se volvió y rompió a reír. La chica le siguió corriendo y apuntó un abundante escupitajo directamente detrás de su cuello; luego, rápidamente, se escondió en la casa.
Unos pasos más adelante topamos con una menuda rubia que conducía con orgullo a dos negros. Eran robustos y mucho más altos que ella. Ambos eran llamativamente feos. No es que yo sea racista, pero con sus rasgos malvados y bárbaros se parecían a Idi Amin, el legendario dictador de Uganda. A los negros les gustan las rubias.
Atravesamos el curioso barrio en una hora corta y salimos al lado de la catedral, que está situada debajo del barrio, como si quisiera ocultárselo al mar. Nos alegrábamos de que ya se hubiese acabado aquel espectáculo denigrante que alguien nos había recomendado con entusiasmo. Nos refregamos los ojos con el aire frío del mar y, caminando por el muelle, llegamos otra vez al Viejo Puerto.
Era antes del mediodía, hacía calor y teníamos mucha sed. Entonces nos dejamos seducir por un gran rótulo, «Bar», y por una pequeña inscripción sobre una placa de hojalata: «Pilsner Bier.» Entramos en una de esas pequeñas tabernas que son innumerables en Marsella. En la entrada del bar había una cortina movediza, de cuentas coloreadas. Al abrirla nos encontramos en una pequeña salita donde no había más que unas pocas mesas y una barra muy pobre. Sobre ella había tres botellas, nada más. Al principio estuvimos a punto de marchar, pero luego decidimos que, ya que estábamos allí, tomaríamos una cerveza. Fue horrible. Si fuera un poco más caliente, tendría gusto de té sin azúcar. Nos sentamos con los vasos al lado de la entrada. El camarero era un alemán que había vivido en Bohemia, en la ciudad de Chomutov, y nos saludó como a unos compatriotas. En el rincón, delante de nosotros, estaban sentados tres clientes bastante llamativos, probablemente miembros de la tripulación de algún barco mercante. Hablaban bien el francés, pero tenían un aspecto más bien exótico y no se les entendía claramente. Los tres tenían los codos apoyados sobre la mesa y estaban fumando. En el mismo rincón estaba sentada una mujer negra, vestía una blusa de color de rosa. Casi no se la veía, entre tantos brazos y tanto humo. Busqué sus ojos con precaución, pero sólo encontré una mirada algo asustada. Era joven y no parecía fea.
Los hombres hablaban animadamente y llegamos a entender que hacían comentarios sobre la chica. Al cabo de un momento su conversación se transformó en una discusión. Cuando uno de ellos se levantó de la silla, era evidente que la pelea iba a comenzar. Y salió un puño. La mesa se volcó, sonó un ruido de vasos rotos y uno de los hombres se desplomó al suelo. En los segundos siguientes irrumpieron en el bar tres policías, se arrojaron sobre los hombres y, rápidamente, se los llevaron. No se defendieron demasiado. La chica se levantó, tratando de seguirlos, pero uno de los policías la hizo volverse, cosa que pareció disgustar al camarero.
La chica se sentó pasivamente en su lugar, pero no durante mucho tiempo. Se levantó y vino a nuestra mesa para pedirnos, con voz de sueño, una copa de ron. El camarero le sirvió de mala gana algún corrosivo oscuro, y a la hora de pagar se acercó Teige y le susurró en alemán que valía más que nos fuéramos. Los hombres seguramente volverían pronto en busca de la chica y el resultado podría ser desagradable.
Al darse cuenta la chica de que estábamos a punto de irnos, se inclinó, sentada, sobre la mesa, apoyó la barbilla en la palma de la mano y con la otra mano, sin decir una palabra, se medio desabrochó la blusa, bastante sucia, por cierto; en seguida nos pidió un franco a cada uno.
Un franco entonces no era mucho dinero y además no se lo dimos gratuitamente del todo.
En seguida, después de oír el tamborileo de las puertas a nuestras espaldas, nos miramos silenciosamente el uno al otro. Sobre el agua se balanceaba un sinnúmero de barcas de variado colorido. Despedían todo tipo de olores, buenos, malos, dulzones, amargos, todo al mismo tiempo. Se percibía el perfume de las naranjas y de otras frutas y el mal husmo del pescado. Pero se olía algo más todavía. Era la mar, a la cual le dijimos adiós en aquel momento. Fuimos al hotel en donde vivíamos, y en el restaurante pedimos un pescado frito. Estaba exquisito, y además era el último. Luego hicimos las maletas, ¡y adelante! ¡A París!
Desde entonces han pasado más de cincuenta años; es decir, casi toda una vida humana. Y yo ya duermo mal.
Por la noche me suelo despertar y reencontrar con mis recuerdos, como si fueran objetos perdidos en el cajón de un viejo armario. Y de repente, en la oscuridad, me está mirando la cara de una chica negra. Tiene unos ojos soñolientos y tristes, unos dientes violentamente blancos, una blusa desabrochada y en ella dos pechos pequeños, negros como un puñado de moras recién cogidas.
Dios mío, pienso, ¿será ella? Y me dirijo, sorprendido, hacia la cara:
– Est-ce toi?
Y desde la profundidad de los largos cincuenta años se oye silenciosamente, con suavidad, como si resbalara una aguja sobre terciopelo:
– Oui, c'est moi!
29. Una custodia de diamantes
En las primeras clases del instituto de Zizkov nos enseñaba biología el profesor Saska. Era un señor mayor, bastante delgado y bastante alto. Caminaba entre los bancos y acompañaba sus explicaciones con amplios gestos; parecía un abejorro que corría sobre nuestras cabezas. Y este apodo se le quedó. Pero no era malo. Su predilección eran las mariposas. Solía acabar las lecciones sobre su vida y sobre la belleza de sus alas frágiles con el consejo de que no fuésemos perezosos y visitáramos el Museo Nacional de la plaza Václavské, donde hay todo un departamento de mariposas con unas colecciones muy ricas en ejemplares exóticos. Y añadía que, al igual que el mar tiene sus conchas multicolores, la tierra firme posee sus pájaros y mariposas.
En una de las clases apuntó su largo dedo sobre mí y me sorprendió con la pregunta de si ya había ido a ver el museo. Rápidamente contesté que tenía intención de hacerlo aquel mismo día y que iría por la tarde. Y fui de verdad. Invité también a mi amigo Suk. Coleccionaba mariposas. Era de la ciudad de Sobotka y durante las vacaciones había empezado una colección de mariposas. Yo no he coleccionado nunca nada. Tal vez solamente sonrisas de chicas. ¡Pero no está mal mi colección!