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Durante mucho tiempo estuvimos mirando las vitrinas repletas de aquella belleza sedosa de todos los rincones del mundo. Estábamos a punto de pasar a otra sala cuando entró una muchacha. Era muy joven y parecía bonita. Sus pasos -ay- fueron una orden penetrante de la corneta a un regimiento de dragones al galope. Nos detuvimos en seco y empezamos a examinar las colecciones otra vez. Dirigimos nuestros pasos de modo que nos encontrásemos con la chica para poder mirarla bien a la cara. A primera vista, parecía demasiado tímida; pero muy bonita, eso sí. De eso estoy muy seguro. Al ver una chica o una mujer hermosa, en seguida me empiezan a temblar las rodillas. ¡Y de repente me siento triste! Porque mucha de esta belleza desaparece de mis ojos para siempre. Y mejor no hablar de las manos.

Aunque estaba fijamente inclinada sobre las vitrinas, la obligué con mis miradas a que levantara la cabeza y me viera. Lo hizo y en seguida enrojeció, como si se hubiera dado cuenta de que, en aquel mismo momento, me acababa de enamorar de ella. Nuestras miradas se cruzaron varias veces, pero sus ojos me llevaban de nuevo a las selvas del Amazonas. Durante unos momentos, me puse a reflexionar y me di cuenta de que estaba perdido y toda la belleza de las mariposas perdió para mí su brillo. Tenía que confesarle mi secreto a mi amigo Suk. Era un compañero bastante sabio, ahora lo veo. Me aconsejó que me acercase a la muchacha y concertara una cita con ella, por ejemplo en el monte Zizkov. Allí solían ir los enamorados. Hacía tiempo que su ambiente estaba perfumado por las violetas nocturnas que tanto me gustan. Pero eso no me parecía demasiado apropiado. La chica estaba entre las vitrinas como en una jaula. ¡Cuando salga del museo! Entonces volvimos a mirar las colecciones, pero superficialmente y sin prestar atención. Yo pensaba intensamente en la chica, y el profesor Saska, en aquel momento, no habría estado muy contento de mí.

Al cabo de un rato la muchacha se volvió hacia la salida. Echó atrás los cabellos que le caían en el rostro y bajó de prisa. Tenía el pelo de color miel. Esa miel de las primeras flores de la primavera, la más clara de todas.

– Acércate a ella en la escalera del Museo; será un momento oportuno -me aconsejaba Suk.

Pero la chica bajó la escalera tan de prisa que no tuve tiempo ni de recuperar el aliento. La fuente que había bajo el museo murmuraba en vano.

La vi mientras cruzaba la plaza Václavské, por delante de un tranvía. Me miró y sonrió con algo de ironía. Suk y yo corrimos tras ella y casi nos atropello el tranvía. Cogí a Suk del brazo y le pedí que no me dejase solo. Mientras tanto, la chica bajaba corriendo por la plaza. Y nosotros detrás de ella. Suk era un buen amigo y en su presencia me sentí más cómodo y no estaba tan desesperadamente confundido. El amigo entendía bien cualquier situación y se decidía rápidamente. Pero de mí se estaba apoderando el acostumbrado miedo de amor, que mata en la garganta las palabras, tan útiles y necesarias.

Por el camino hacia Mustek, la muchacha se detuvo primero delante de un escaparate de telas. En vano me incitó mi compañero. Así que nos quedamos delante de una tienda de lotería. Después la chica se quedó mirando las plumas de avestruz, que, junto con unas flores artificiales, ofrecía el señor Lindt. Nosotros, quisiéramos o no, observamos los pasteles de nata en un escaparate. Allí donde empieza la calle Ovocná estaba la famosa tienda de sombreros de moda del señor Weider. También se detuvo delante de ella, naturalmente; y en esta carrera nos ofreció anillos con diamantes y collares de perlas del señor Kersch en la esquina. Cuando se apartó de la maravillosa sombrerería, se apresuró, sin detenerse, hasta el Teatro Nacional. Por la avenida Národní fluía una muchedumbre. No, allí no era conveniente. Cuando llegamos al muelle le prometí a Suk que en el Puente de Carlos seguro que le dirigiría la palabra. Sin ninguna clase de duda. Si fuera menos bonita, hubiera tenido más valor.

– En el Puente de Carlos tienes que hablar con ella, pase lo que pase. Seguramente va al barrio de Mala Strana, allí se te perderá en una casa y todo estará perdido. La chica se ríe de nosotros. Parecemos tontos y damos pena corriendo detrás de ella de esta manera -pensó Suk en voz alta.

Tenía razón. Le prometí que acabaría esta carrera de amor y que en el puente me acercaría. Cualquiera que fuera el resultado.

Era un precioso atardecer del mes de mayo. No podría ser de otro modo. En la isla de Kampa colgaban sobre el río flores de lilas. ¿No sabéis que la flor de la lila crece con el pedúnculo hacia arriba, igual que los racimos de uvas? El río estaba lleno de pequeñas cintas de colores que ponía allí el sol poniente, y se desperezaba con placer como una mujer que acaba de hacer el amor. El peine de la presa peinaba el agua.

Me decidí firmemente. Delante de la torre Malostranská empecé a caminar más rápido, y casi pisé los talones de la chica y respiré en sus cabellos. Sin embargo, en el momento decisivo, me detuve para recuperar el aliento, y otra vez huyó por la calle Mostecká hasta la plaza Malostranské. Esta vez Suk se enfadó de verdad y proclamó que, si no me acercaba a ella en la plaza, él se volvería a casa.

Con el corazón en la garganta me aproximé otra vez a la chica. Pero antes de poder decir nada, fue ella, algo asustada, la que me dirigió la palabra.

– ¡Ay, por Dios, aquí no! Aquí viene mi madre a comprar. Podría vernos.

Estas últimas palabras me dieron valor y dije rápidamente:

– ¿Cuándo pues?

Contestó con presteza:

– Mañana por la tarde, delante de la iglesia de Loreto.

Suspiré de alivio y, con un feliz hasta mañana, me quedé allí parado. Al cabo de un momento, fui al encuentro de mi compañero que me estaba esperando. Suk estaba convencido que la chica me había rechazado. Le eché un brazo sobre los hombros y sonreí con suprema felicidad.

– ¡Y ahora vamos a tomar una cerveza!

La iglesia de la Virgen de Loreto, dominada por el Palacio Cernínsky, oscura y lúgubre, hace pensar en un fuerte antiguo que no sonríe ni cuando le da el sol en primavera. Las ventanas de su fachada podrían ser negros agujeros para cañones.

Ya estaba allí a las dos. En nuestro primer encuentro, tan fugaz, nos olvidamos de precisar la hora. Llené los largos momentos de espera observando los antiguos retablos que parecían olvidados y deteriorados por la vejez. No me sentí cómodo entre ellos; deseé el verde de los árboles.

Cada vez que atravesaba el claustro, salía al atrio para mirar. Hasta eso de las cuatro no la vi. Apareció debajo de las arcadas de la calle Loretánská y bajó rápidamente hacia la escalera. Tuve la sensación de que la oscuridad que llevaba conmigo del claustro desaparecía a toda prisa y de que un sacristán invisible encendía una vela tras otra a cada paso que me acercaba a ella. Y cuando nos estrechamos la mano, encima de la cabeza se me encendió una gran araña de cristal que colgaba del cielo.

No era una chica, sino una flor y yo sentí eso que a veces se llama la felicidad humana.

¡Y basta! No me pondré a contar la historia trivial de un amor estudiantil que empezó, tal como suele pasar, con una tímida conversación sobre nada en concreto. Naturalmente, nos dirigimos a los jardines de Petfín, a través de la puerta de Strahov, por entre las murallas. Desde el mirador panorámico bajamos al jardín Kinského y dimos la vuelta pasando por el monumento a Macha.

Yo, lleno de emoción, miraba el rostro de la muchacha y a partir de entonces ya no podía imaginar mi vida sin ella. Nos detuvimos un instante al lado de la estatua de Macha. Contemplé el bello rostro del poeta y mentalmente suspiré: