Выбрать главу

– ¡Por favor, haz que esta chica tan bonita me dé un beso hoy mismo!

Pero Macha no escuchó mi ruego.

Sólo pude acompañar a la chica hasta la estación del funicular. En la calle Karmelitská, según ella, nos podría ver alguna vecina de su casa. Rápidamente se despidió. Y me reveló que se llamaba Kamila N. Pero prometió que nos volveríamos a encontrar a los dos días al lado de la iglesia de Loreto. ¡Mentalmente, daba gritos de júbilo!

La seguí a escondidas.

Primero, porque no me quería despedir tan rápidamente de ella, y luego, por saber dónde vivía.

Desapareció de mi vista en la casa de al lado del hostal El gato, allí donde empieza la calle Neruda.

– ¿Adonde vas, que te pones tan guapo? -me preguntó mi madre-. ¡A que sales con alguna chica!

– Pero, mamá -contesté sorprendido-, ¿cómo se te ha podido ocurrir una cosa así?

¡Pero me puse muy contento con aquella sospecha!

En la segunda cita emprendimos el mismo camino de Petfín. Las cabinas del funicular nos pasaban tranquilamente. Pero esta vez hablé con la muchacha con más atrevimiento. No quiero halagarme a mí mismo, pero creo que entonces ya dominaba bien este arte, Quería un beso. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que con Kamila este asunto no sería fácil. Me sentía como un cobarde. Lori, la novia de K. H. Macha, sí que sabía obedecer.

– Sería un pecado -repetía la chica una y otra vez, en réplica a mis ruegos-. ¡Eso no se puede hacer! No nos conocemos siquiera y ya quieres que nos besemos.

Amenacé al viejo confesionario, apoyado en la pared del claustro. Pero tuve la sensación de que el apolillado mueble me hacía una mueca.

No sabía qué hacer con Kamila, y cuando ya eran varias la veces que habíamos paseado por Loreto, el claustro me pareció más lúgubre que nunca. Siete retablos ajados y llenos de polvo testimoniaban lo muy solo y abandonado que está Dios en estos lugares.

La Santa Starosta, en la capilla del rincón, realmente era una miserable figura colgada en la cruz. De sagrado no tenía nada. Hoy en día, después de muchos años, los chicos con cuatro pelos sobre la barbilla todavía observan con cierta envidia su espesa barba. En cambio, el viejo confesionario parece una cosa bastante pasada en nuestros días; como no se le alimenta con pecados, está muy desmejorado. Cuántos criminales y malhechores corren por el mundo y no se les ocurre la idea de ponerse a pensar en su vida pecaminosa.

Un beso silencioso y tímido de una criatura inocente de dieciocho años no se puede denominar con la palabra pecado. ¡Un pecado es algo completamente distinto! Alguien se lo tendría que explicar a Kamila. Yo mismo, con toda mi elocuencia, me sentí desconcertado.

El césped, extendido bajo los pies de todos aquellos que quieren mirar la capilla en medio del claustro, está gastado y lleno de polvo. Y nadie camina sobre él. Sólo de vez en cuando pasa algún capuchino para ver la capilla. Ésta es oscura, sin ventanas. La única luz que hay son unas cuantas velas dentro de las lamparitas rojas, cosa que aumenta la lobreguez del lugar. Por un monje llegué a saber que, en los tenebrosos rincones, encontraron varias veces a los enamorados que, sin ninguna vergüenza, se estaban besando y abrazando allí.

¡Y una niña me negaba un beso, entre las flores, bajo el resplandeciente cielo azul!

Por duodécima vez estoy paseando por el claustro y no ha pasado aún ni una hora breve. Detrás del grueso muro en la puerta está oculto el tesoro loretano. Otra vez paré al viejo monje para preguntarle sobre el tesoro célebre. Levantó sus espesas cejas y se puso a contar. En él hay muchos vasos que servían para las ceremonias religiosas y hábitos preciosos bordados de oro. Entre toda esa riqueza destaca una gran custodia de diamantes. El monje hizo sonar el rosario que le rodeaba la cintura y continuó su explicación. Hay seis mil quinientos diamantes en sus rayos. Alzó significativamente el dedo. La custodia es magnífica, una verdadera maravilla del mundo.

Después de muchos años fui a verla. Cuando vi la vertiginosa tormenta de oro y diamantes, noté que incluso una pequeña rosita, ese antiguo símbolo del sentimiento amoroso, es más bella que esta célebre custodia de diamantes.

¡Qué diría del amor, pues!

Mediada la Segunda Guerra Mundial, llamó a la puerta de mi casa un hombre desconocido, de mediana edad, y me pidió que le escribiera sobre un papel especial que llevaba en la cartera mis versos sobre la iglesia de la Virgen de Loreto.

En gradas antiguas hacia la Virgen de Loreto, susurras frases delirantes en el cabello de alguien que tal vez no te comprende.

Etc.

Se lo prometí de buen grado. Volvió al cabo de una semana y me puso sobre el escritorio la conocida botella de cerámica de la marca Bols. En ella había pérsico, licor hecho con huesos de albaricoque.

Nunca había probado una cosa semejante. Primero se extiende por la lengua un fuerte perfume que domina en seguida el delicioso sabor de los huesos amargos.

Durante la guerra, cuando esta clase de placeres eran más que raros, probaba el licor en dedales y con los ojos cerrados. Hoy busco en vano aquella delicia. Ya no la importan.

Pero el recuerdo es tan fuerte que, cuando me encuentro cerca de la Virgen de Loreto y veo su campanario, me vuelve a aparecer en la lengua el gusto de los huesos amargos.

Con un deseo torturante, me apresuré a una nueva cita. Ya no sé cuántas veces nos habíamos visto; muchas. Cada vez que volvía a ver a la chica, me despedía con rabia del antiguo confesionario.

La chica vino sonriente, como si no hubiera pasado nada. Me olvidé rápidamente de todo y caminamos por los sitios acostumbrados, llenos del canto de los pájaros, hacia el mirador del monte Petfín. En su sombra me confesó esta chica de la cercana calle Neruda que nunca había subido al mirador. Fuimos allí. El ascensor no funcionaba y tuvimos que subir a pie. Arriba, estuvimos solos. La chica estaba emocionada y parecía conmovida… La tomé cariñosamente por las muñecas y le miré fijamente en los ojos. La sujetaba firmemente para poderla atraer hacia mí. Naturalmente, se dio cuenta de mi intención y antes de poder besarla puso su rostro debajo de mi barbilla y no se movió hasta que le solté las manos. Después se me escurrió a toda prisa.

Dios mío, qué vergüenza. ¡Toda Praga alrededor había visto mi fracaso ridículo! Y antes de recobrar el aliento se oyó el tintineo de sus zapatos sobre la escalera metálica. Perplejo y avergonzado, no tuve más remedio que seguirla. Por el camino, desde el mirador, no hablamos nada. No me dio un beso. Que no y que no.

¡No, no me lo dio!

Ésta fue mi última cita con la muchacha. A la próxima, que me prometió de mala gana, ya no fue. El amor joven, del cual se canta que es el paraíso, se acabó. Así termina también una antigua canción de amor escocesa: primero con un llanto desgarrador, luego con un susurro doloroso y al final con un silencio. Pensé que ella se había comportado injustamente conmigo, pero por otro lado estaba avergonzado y ofendido. Aún no conocía bien a las mujeres.

En vano caminaba por la acera, delante de su casa, durante las horas de nuestras citas habituales. Sólo la vi una vez: en el primer piso se movió la cortina. ¡Nada más! Y nunca más volví a ver a aquella graciosa niña.

La cervecería El gato era entonces una tranquila sala de los antiguos tiempos de Neruda. Hoy está llena a rebosar. ¡Dicen que allí tienen la mejor cerveza del mundo!

Durante todos estos años he aprendido a reconocer a los que vienen a visitarnos: según los sonidos de su entrada. Según la manera de cerrar la puerta de la casa, según el modo de caminar, de llamar a la puerta y, a menudo, según la fuerza con que suena el timbre.