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Hace pocos años que alguien llamó a la puerta. Debe de ser una chica, pensé. Lo era.

Entró una estudiante de unos dieciséis años y que traía, en un bolso transparente unos cuantos libros míos para que se los firmara. La esbelta jovencita tenía unos cabellos rubios llamativamente despeinados sobre las sienes. Y eso le favorecía mucho. Probablemente lo sabía. En principio, fue con cumplidos, pero en seguida me pidió que le firmase los libros.

Le miré bien a la cara y me pareció conocida.

No faltaba más, le dije y tomé los libros de sus manos. Al ver mi buena voluntad me preguntó si en uno de los libros no podría escribirle una dedicatoria. ¡Claro que sí, con mucho gusto!

– ¿Cómo se llama?

– Kamila V.

Me quedé sorprendido, volví a mirar sus ojos puros de niña y pregunté con cuidado:

– ¿Kamila como su madre?

– No, como mi abuela. Mi madre se llama Vlasta.

– ¿Y su abuela vive en la calle Neruda?

– No, ya no vive allí. Está con nosotros en la plaza Arbesovo… -y me miró con asombro. Mentalmente conté los años y susurré algo silenciosamente. Había pasado casi toda una vida humana.

Estaba a punto de preguntar a la chica por su abuela; tenía unas cuantas frases bonitas en la punta de la lengua e incluso pensé que la podría ver. Pero sobre los cristales de mi biblioteca tenía apoyadas las dos muletas; al verlas, volví rápidamente a la realidad de hoy y olvidé las palabras bonitas que le habría querido decir.

Os tengo que recordar lo siguiente:

No mucho tiempo antes de su muerte, el rey Carlos IV visitó a su sobrino, el rey francés Carlos V. Después de la visita y las asambleas en el palacio real nuestro rey Carlos se fue por el Sena a visitar a la reina en su palacio Saint Pol, donde pasaba una temporada esperando un niño. Abrazó a la reina y, una tras otra, a todas sus damas, que eran sus parientes. Luego pidió que viniera también la duquesa de Borbón, la hermana de su primera mujer, Blanca, y una antigua compañera de su infancia y juventud en el palacio. Al ser conducida la duquesa a su camilla -por culpa de su gota avanzada, el rey ya no podía caminar-, y al mirarse mutuamente en la cara, los dos rompieron en un llanto desgarrador.

Lo anotó un cronista seco y sabio añadiendo que el espectáculo fue lamentable.

Volví a mirar el rostro de mi bonita y joven visitante, a quien de hecho ya conocía, y en broma le pregunté qué me daría si le escribía una dedicatoria en todos los libros. Después de un segundo de vacilación me contestó que no tenía nada, pero que si quería, me daría por lo menos un beso. Protesté diciendo que hay más libros y que quería al menos tres besos.

De buena gana, sólo un poco torpemente, me ofreció sus labios y yo, sobre su boca un poquito entreabierta, húmeda y dulce, besé a mi propia juventud.

30. El viaje a Kralupy

Aún hoy, cuando bajo las rocas negras cercanas a Podbaba silba el tren y por debajo de las garitas de alambre me mira el rostro afable de Václav Benes Tfebízsky-nos conocemos hace tiempo-, todavía hoy, cuando viajo por aquí en tren, busco con la vista, arriba, sobre la colina, el idílico pueblo de Klecany, donde hay, cerca de la carretera, bajo los castaños, una parroquia bajita. Tampoco puedo resistir mirar la iglesia en Novy Hradec. La tenebrosa ruina del palacio de Chvatéruby me sigue frunciendo el ceño. Siempre me digo que tengo que volver a leer los cuentos sobre estos lugares, pero a la hora de la verdad no lo hago o dejo el libro a medio leer. El hechizo de los cuentos de Tfebízsky ha desaparecido. Pero, para mí, el nombre del escritor sigue envuelto en el dulce y silencioso brillo de los tiempos pasados. De las novelas de Tfebízsky a los poemas de Apollinaire hay un camino largo y hermoso.

Me encantaba viajar a la ciudad de Kralupy. Siempre esperaba este momento con mucha ilusión. ¡El camino hacia la estancia de las vacaciones era lo más anhelado! El viaje para pasar las fiestas navideñas en aquella ciudad era algo lleno de magia sagrada. Y durante la Semana Santa el camino estaba lleno de regocijo. Conocía de memoria las paradas y me las recitaba con la impaciencia de llegar. Una vez en la estación de Kralupy, me precipitaba para abrazar al padre de mi madre; sólo después de muchos años comprendí que representaba para mí lo que para Bozena Némcova era su abuela. Y no tengo que embellecer nada. Ojalá pudiera dar a la gente tanta belleza como me dejó él a mí mientras estuvimos paseando durante horas y horas por el campo de Kralupy. Primero me enseñó a apreciar a Tfebízsky, luego a Hálek, allí cerca, y al final me inculcó el amor a la poesía. ¡Qué pasado de moda suena todo esto hoy en día! Pero con aquellos recuerdos vivificadores he ido cobrando fuerzas y ánimo durante toda mi vida. Y otra cosa que no quisiera olvidar: me enseñó el amor a los árboles. Trabajaba de bibliotecario en la entonces pobre biblioteca municipal, pero al mismo tiempo era el director de la Asociación embellecedora de Kralupy. ¡Asociación embellecedora! Qué antiguo que suena esto hoy y mucha gente ya ni sabe lo que era. Con obreras alquiladas, plantaba árboles y arbustos en la ciudad y sus alrededores.

En un grupo de árboles, detrás del colegio de niñas, descubrí dos álamos plateados. Eran enormes. Cuando los plantaban, aguantaba sus esbeltos troncos y pisoteaba la tierra en su agujero. Los plantaron uno junto a otro. Hace poco estaba debajo de ellos y esperaba oír su murmullo. No soplaba nada de viento, pero los árboles temblaban silenciosamente, como los enamorados cuando susurran con su boca sobre la boca del otro.

¡Adiós, árboles!

El viaje en tren por Semana Santa estaba lleno de sorpresas primaverales. Lo más hermoso eran las flores doradas sobre las negras rocas. Ondeaban encima del río y el tren soltaba un estruendo de alegría.

La gran sensación -siempre nueva y sorprendente- era el enorme elefante en el pueblo de Sedlec.

De las ricas atracciones instaladas en la exposición del Banco comercial en Holesovice no se me quedaron grabados ni los caballitos, ni los columpios, ni el castillo misterioso donde temblaban los suelos y los esqueletos estiraban sus patas hacia los visitantes, ni tan sólo el tobogán por donde se deslizaban unas muchachas alegres para ser recogidas abajo por sus jóvenes amigos. Ya he olvidado todo esto. En cambio, el enorme elefante, en cuya panza había una cómoda cervecería, eso sí que era una experiencia para largos años. Todavía me veo subiendo con mi padre por la escalera hasta su cabeza, donde también había unas cuantas mesas. Todo esto era de mal gusto. Pero no era así para mí. Estaba emocionado.

El elefante causó una gran sensación en la exposición. Por eso, cuando ésta se acabó, lo volvieron a poner en Sedlec, al lado mismo de las vías del tren. Estaba de pie al lado de la ventanilla del tren y desde que salíamos de Praga solía buscar con la vista su cuerpo enorme. Cerca había una estación y el tren a veces la pasaba de largo. Cuando paraba, me sentía más afortunado.

El restaurante pronto perdió su atractivo. Sedlec era un lugar para excursionistas pragueses y éstos preferían sentarse en una terraza, debajo del elefante, y mirar el río. Pronto empezó a desmoronarse. Primero se le cayeron los colmillos, luego se desmigó la trompa apoyada en la arena amarilla del jardín, después las orejas y todo lo demás. Hace poco tiempo encontré cuatro columnas de ladrillos que formaban sus patas y sostenían su cuerpo.

Mientras estuvo entero, nunca me había olvidado de asomarme por la ventana y mirar aquel monumento en decadencia, que siguió allí, en aquel estado miserable, durante muchos años: desde el año 1908 hasta el umbral de mi vejez. Desde el tren en marcha me parecía que era el elefante el que estaba en marcha, y yo fomentaba esta sensación. Una vez me venía a ver, otras veces se alejaba. En la primavera, caminaba entre las flores blancas, en verano entre las rosas y en el invierno atravesaba la nieve.