– Mañana ya se puede quedar en casa -dijo el cura silbando.
Me asusté. Tenía miedo del profesor de religión, que nunca se mostraba demasiado amable con los estudiantes y que, al mismo tiempo, era el consejero íntimo del director de la escuela. También me sentí ofendido. ¿Cómo me hace esto, después de mis fieles y sinceros servicios de muchos meses? Eso sí que era ingratitud. Pero más tarde se apoderó de mí una sensación, casi alegre, de alivio. Ya no tendría que llevar la cafetera, no estaría obligado a levantarme tan temprano cada mañana. Y en el mismo momento, volvió a mis ojos la escena amorosa que había visto al lado de la pared del cementerio no hacía mucho. Me resultó agradable recordar a la joven abrazada por el muchacho. ¡Qué cosas! Pero ya no rechazaba el recuerdo; al contrario. Mandé a paseo el espejo confesonario. ¡Por qué iba a tener miedo del cura!
En cambio, me entregué por completo a nuestro nuevo profesor de lengua. Se llamaba Kasík, y era un hombre joven, simpático, elegante y, según nos enteramos, no creyente; y odiaba al profesor de religión. Varias veces oímos sus conversaciones indignadas con el cura detrás de la puerta de la sala de profesores. Por la mañana, en su primera clase de lengua, cuando todos estaban obligados a rezar el Ave María en alta voz, él se ponía junto a la ventana.
Y decía como de paso: ¡Empezad!, y miraba la fachada de la casa de enfrente. Es verdad que una vez me puso en ridículo, pero eso no hizo disminuir mi cariño por él. Estábamos escribiendo una redacción en la que aparecía el nombre de Jesucristo. Cometí en él un error de ortografía. Se quedó parado delante de mí y comentó en voz alta, con una mueca:
– ¡Qué vergüenza, no sabe ni cómo se llama su Dios!
Cayó durante las primeras semanas de la Primera Gue rra Mundial.
Por aquella época, yo ya estaba familiarizado con la tripulación del célebre Nautilus. Una vez fui testigo de una violenta conversación entre el capitán Nemo y el arponero Ned Land. El valiente arponero reprochaba al capitán que, injustamente, no les dejara salir de a bordo. El capitán le replicaba que en el barco estaban libres y que participaban en un viaje único para ver las maravillas submarinas. Ned Land le contestaba con estas famosas palabras:
– Donde hay obligación no hay alegría, señor capitán.
Sí; cerré el libro de texto de catecismo y, por dos coronas, me compré una minuciosa edición del Mayo de Macha, que había editado Lorenz de Tfebíc.
Desde aquella historia, me había parado muchas veces al lado de la verja de hierro del cementerio judío, en la frontera entre dos barrios, Zizkov y Vinohrady. Y meditando y recordando, miraba la oscura piedra arenisca de los sepulcros. Tal vez los que pasaban de largo pensaban que estaba observando las incomprensibles inscripciones de los sepulcros. Pero yo pensaba en lo mío, que me resultaba perfectamente comprensible.
¡Hay olores más dulces en el mundo que el olor del incienso achicharrado!
5. Thank you, so blue
Solía pasar por la noche, cuando en el río Moldava se resquebrajaban los hielos. Durante varios días, aparecían charcos en el río helado. Entonces ya estaba prohibida la entrada al hielo. Luego llegaban unas aguas turbias y, bajo su presión, el hielo empezaba a romperse. Al día siguiente, ya flotaban los témpanos que llegaban de aguas arriba del Moldava, del Sázava y del Berounka y chocaban con estruendo en los pilares de los puentes y se trituraban en el hierro del espolón de los rompehielos, delante del puente de Carlos. Desde que se acabaron las construcciones conductoras del río, el Moldava ya no se congela en Praga. La gente de hoy ya no conocerá seguramente el placer de poder despreciar los puentes y atravesar de una orilla a la otra sobre el hielo, o de correr a lo largo del río y sólo a veces hacerse a un lado para no chocar con los abrigados pescadores que miraban en silencio, y generalmente en vano, sus cañas, al lado de los agujeros tajados en el hielo.
Cierta primavera, una repentina e inesperada riada soltó los hielos del río Berounka antes que los de otros ríos, y cerca del pueblo de Modfany se creó una enorme barrera de hielo que amenazaba con una inundación. Tuvieron que acudir los soldados y partir a tiros los témpanos de hielo amontonados. Las detonaciones se sentían hasta en Praga y los puentes estaban repletos de gente.
Yo también miraba desde un puente, lleno de curiosidad, la desierta pista de hielo donde precisamente aquel invierno iba a patinar casi a diario. A veces incluso con una encantadora muchacha, que llevaba un gracioso peinado pero ya un poco pasado de moda. Dos moñitos de color avellana sobre las orejitas. Se entregó a mí y a mi dudoso arte de patinar y cogidos de la mano circulábamos por la espaciosa pista. Estaba limitada por la nieve barrida, y en las esquinas había unos frescos árboles de Navidad, adornados con cintas de papel coloreado.
Sobre el largo banco en que nos atábamos los patines o nos calzábamos los zapatos con patines había también un viejo tocadiscos, con una enorme trompeta azul celeste. Al lado estaba una barraca, en la que cobraban una entrada mínima y preparaban el té.
Todo esto lo habían quitado hacía unos días y sólo cuatro abetos abandonados surgían de la blanda nieve.
Al cabo de un momento, después de las detonaciones, llegaron las primeras olas y, con un tremendo estampido, se rompió la placa de hielo sobre la superficie. Fue un espectáculo fascinante. Los abetos cayeron a la corriente y los témpanos de hielo, que jugaban flotando, a veces los sujetaban y los ponían de pie con sus cantos, llevándoselos luego a toda prisa. Pero también se llevaban todo lo demás. Incluso la alegría de los momentos fugaces en que sentía muy adentro la proximidad de una chica bonita y el placer de circular por el hielo con ella, cruzando los pies por delante con elegancia; al menos, eso me parecía a mí. El patinaje artístico estaba entonces comenzando a conocerse. La turbia corriente que nadie había llamado se llevaba consigo también la encantadora melodía y el texto de un hermoso tango inglés: Thank you, so blue. Todo esto se me escapaba a lo irremisible. Y como todo había sido tan hermoso, yo lo acompañaba con una mirada nostálgica. Con el hielo flotante se me escapaba también la jovencita, y en el preciso momento en que ya estaba a punto de enamorarme de ella. Después de una larga vacilación, me reveló su nombre. Confesó que vivía en el barrio de Hradcany, pero no me dijo dónde. Manifestó de paso que estudiaba en un instituto, pero no me dijo en cuál. Me permitió acompañarla hasta el barrio de Klárov. Allí subió a un tranvía, me sonrió dulcemente y no la vi hasta al cabo de unos días, cuando la descubrí, feliz, entre la muchedumbre de gente que patinaba en el hielo. Tenía miedo de su estricta madre, que la cuidaba como oro en paño y que seguramente le habría prohibido patinar, y le asustó mi idea irreflexiva de esperarla delante de su casa. Yo estaba seguro de que lo conseguiría. Creía que no necesitaba más que un poco de paciencia; y la tenía. Seguramente habría logrado deshacer aquellos moñitos pasados de moda sobre sus orejitas y corregir un poco las consecuencias de la educación de la madre. Pero el hielo no resistió tanto tiempo y la primavera ya estaba al alcance de la mano. Es verdad que lo de patinar no era mi fuerte, pero en cambio sabía hablar bien. Y por eso no dudaba que lograría convencer a la chica. Como ya he revelado, la primavera se me anticipó.