Cuando se me alejaba, me decía que se iba hacia el pasado, en aquella hermosa tierra donde un pájaro salta sobre las ramas y canta. Tiene plumas rojas, azules y verdes.
¡Es la juventud!
Kralupy sobre el Moldava, hoy casi un barrio periférico industrial de la capital, era ya medio siglo atrás una ciudad llena de fábricas y empresas. Al atardecer, el humo y el mal olor entraban en las calles de Kralupy. Los habitantes cerraban rápidamente las ventanas. Lo que más olor producía eran las refinerías de aceites. ¡Las petrolíferas! Nadie las habría llamado de otra forma. Algunas veces el humo invadía toda la ciudad.
Había también otras fábricas que envenenaban el aire de esta ciudad. La fábrica de sopas Maggi y una factoría de productos químicos delante mismo de la estación de tren. De allí sacaban, de tanto en tanto, la escoria maloliente, no sólo de los caminos que había dentro del área de la fábrica, sino también a lo largo de las aceras, delante de las largas paredes. Caminar por esta carretera era extremadamente desagradable. Había también una destilería de alcohol, unas azucareras, una fábrica de cerveza, una curtiduría y no sé qué más. El molino de vapor pertenecía a los padres del pintor Kars, a quien veía algunas veces allí. El pintor Utrillo le había pintado allí, con el molino y la iglesia detrás de él.
La ciudad atravesaba el torrente Zákolansky, que tampoco exhalaba muy buen olor. Según la intensidad de ese olor se adivinaba la lluvia o el cambio de tiempo.
¡Repicad otra vez para mí, campanas de Kralupy! Y sonad mucho tiempo… Me sentaré sobre la pasarela, escucharé y juro que no diré ni pío. Quiero oír vuestra voz metálica otra vez.
Y tú, ciudad, aunque has cambiado después de las recientes catástrofes -pienso sobre todo en el horroroso bombardeo del final de la guerra y en la terrible inundación de poco tiempo después-, eres mi dulce rosita, querida, eternamente apedreada por la grasienta mugre.
31. Cuando llega la primavera
Sí, estoy hablando de la música. Tal vez sería mejor que dijera sólo para mí, mentalmente, lo que seguirá. Entro en el mundo de la música como un bárbaro despeinado y miro la partitura de una sinfonía de Beethoven como miraría un analfabeto una novela de Proust.
Pero no soy un esnob. Y por eso en los conciertos no cierro los ojos para poder escuchar profundamente, ni apoyo la cabeza en la palma de la mano. Durante la música me gusta observar las bellas e interesantes mujeres que hay en el escenario y en los asientos. Y escucho con verdadero interés, apasionadamente. No puedo imaginar en absoluto cómo sería mi vida sin música.
Adoro a Mozart.
Ya sé que éste no es un mérito especial. Pero tengo que empezar desde el principio. Eso pertenece aquí. Y además con todo el derecho. Sin contar con las canciones de cuna que, naturalmente, ya no recuerdo, ni con las canciones de los organillos que sonaban casi a diario en los patios de los edificios y en los cuales casi no me fijaba, mis primeras experiencias empezaron en las aceras. La verdad es que ya lo he contado en alguna parte y este hecho hasta se escribió en la contraportada de algún libro, pero me gustaría narrarlo también en esta oportunidad.
Los chicos de Zizkov solíamos sentarnos en los escalones de las cervecerías. En aquella época, en los bares se cantaba con pasión. A veces por la tarde, y hasta bien entrada la noche. Con interés y curiosidad, escuchaba las canciones sentimentales del amor y las canciones de moda baratas con la temática típica. Hace unos años volvieron a esta clase de canciones en la televisión. Estaban reproducidas con una dosis de ironía, y obviamente ésta rompió su sentimentalismo superficial y su magia barata. Ya no era lo mismo. Al atardecer me venía a recoger mi madre y me llevaba a la liturgia de mayo o alguna otra. De esta forma me encontraba, después del olor de las cervecerías, directamente rodeado del perfume de las flores y del incienso y me dejaba llevar por la dulce y cálida melodía de las canciones barrocas. Seguramente las conocéis. En las iglesias se cantan todavía hoy. Acerca de una de ellas, Te saludamos mil veces, Antonin Dvofák opinó que era la canción más hermosa del mundo. El canto es más bello que las flores. Y cuando flota en la iglesia, hasta una estatua de yeso revive y sonríe graciosamente a los que están arrodillados a sus pies. No os extrañéis de que la gente la quiera y le confíe sus problemas.
Si quisiera hablar sólo de mí mismo, tal vez tendría que confesar estas dos fuentes de inspiración tan disparatadas. Tal como solían decir los críticos hace tiempo, las canciones baratas y las canciones litúrgicas barrocas.
No era mucho mayor cuando empecé a ir a Kralupy.
Y allí también me sentaba sobre el borde de la acera. Esta vez era debajo de las ventanas donde la asociación Fibich ensayaba los oratorios de Dvofák; primero el consagrado a Santa Ludmila y más tarde el Stabat Mater. No quiero dar lecciones a nadie, pero creo que en el ámbito de la música litúrgica Antonin Dvofák llegó a alzar la música checa hasta el cielo, especialmente gracias a este segundo oratorio. En nuestro país, esta composición ha sido siempre relacionada con las fiestas de Semana Santa y de la primavera. Durante muchos años, e incluso hoy, este oratorio me conmueve extremadamente. No puedo imaginar la primavera -la primerísima, la más bella, cuando aún nada florece, pero cuando todo está a punto- sin esta canción amorosa de Dvofák.
Recientemente estuve hablando con un amigo, un ateo convencido y estricto. Al mencionar este oratorio de Dvofák, súbitamente le brillaron los ojos y se animó con un vivo interés. Algunas veces había cantado esta composición. No digo que en aquel momento fuera una persona completamente diferente, pero sin duda cambió. Luego sonrió con tristeza y dijo sólo:
– ¡Lástima!
Me temo que defraudaré al lector. Tal como me pinto, pareceré seriamente extasiado ante la belleza de la música desde la infancia. ¡Nada de eso!
Apenas salí de los pantalones infantiles y di la impresión de ser un poco mayor, iba al menos dos veces a la semana al Teatro Municipal de Vinohrady, en cuyo gallinero me entregaba con toda el alma a la travesura, la belleza dudosa y el placer de las operetas vienesas. A la cantante Mafenka Zieglerová la iba a ver hasta el teatro Arena de Smíchov, aunque no hacía mucho tiempo que, en los carteles, le pintábamos bigotes y le pinchábamos los pechos con una aguja. A veces tengo que sonreír. Todos aquellos condes de Luxemburgo, pequeños duques, viudas alegres de los círculos de los millonarios vieneses, se oyen aún hoy de vez en cuando por la radio y la televisión. Han perdido mucho de su encanto. Y los jóvenes de hoy en día los escuchan sin interés. Lo comprendo. Se ha acabado.
De todos modos, tengo la impresión de que las canciones modernas checas, a través de las cuales vive la juventud de hoy y que se oyen tanto en las cabañas del pueblo como en los edificios modernos, no son mejores. Hasta diría que no llegan al nivel de la opereta. No me gusta hablar de la calidad de esta clase de canciones. No tengo derecho a ello, aunque sepa que su música es sentimentaloide y superficial. Pero sí puedo hablar de sus textos. Si sus autores no son poetas verdaderos, como por ejemplo Jifí Suchy, la letra suele ser literalmente horrorosa. Comprendo el interés desorbitado de los jóvenes por esta inflación de canciones. Probablemente la necesitan. Pero el objeto de su exaltación es estúpido y este entusiasmo parece incomprensible en una nación tan culta como la nuestra. Ni en París, ni en Moscú, ni en Roma, el nivel de este arte vulgar ha caído tan bajo como aquí. Entendedme: no moralizo. Sé que esta clase de producción es necesaria y natural. Siempre ha existido y ninguna crítica ni lamento subirán su nivel. Pero quiero decirlo simplemente para que haya alguien que lo diga. ¡Probablemente es una manera fácil de ganar dinero! Pero basta ya. ¡No obstante, incluso esto pertenece a la música!