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Para tranquilizarme un poco de esta excitación inútil, os contaré una pequeña historia. Dos años antes de su muerte, el poeta Nezval se hacía una cura de aguas en el balneario de Karlovy Vary. Nos encontramos allí y visitamos juntos la tienda de discos Ultrafon, donde trabajaba una conocida nuestra que nos dejaba escuchar los discos nuevos. Un día -y tengo que recordar que fue en el año 1956, cuando en Karlovy Vary estaba también el mariscal ruso Budionny- se acercó al mostrador una bonita señora rusa. Llevaba cerezas encima del sombrero, sobre la frente un pequeño velo plateado y le susurró algo a la vendedora. Nos gustaba y prestamos oídos. Y de debajo del velo nos llegó una sola palabra: jazz. Cuando le miramos a los ojos fijamente enrojeció. En aquella época, el jazz era un pecado en Moscú.

En el instituto de Zizkov conocí al profesor Zich. No habló mucho de música. Daba clases de matemáticas. Los domingos tocaba el armónium en la capilla del instituto y, antes de las fiestas de Semana Santa, ensayaba con los alumnos la Pasión de Nesvera. Era un hombre excelente. No sólo entendía de música, sino que era un experto en estética y, según me di cuenta más tarde, tenía una comprensión excelente para la poesía. A mí, las matemáticas no me interesaban mucho. Pero bastaron unas pocas palabras desdeñosas suyas, pronunciadas más bien de paso, para que yo empezase a odiar el telón modernista del Teatro de Vinohrady, sin dejar de estar, con la misma frecuencia que antes, ante la taquilla del Teatro Nacional y conociendo una ópera tras otra. Al final me fijé en La novia vendida de Smetana.

De esta encantadora fuente checa he bebido profunda y largamente. A través de esta ópera he aprendido a estimar esta tierra, esta gente y su arte.

Hacía mucho tiempo que habíamos fundado con Teige la asociación Devétsil y que habíamos conocido en los conciertos a Stravinski, Milhaud o Satie; pero yo seguía yendo muchas veces al Teatro Nacional a ver La novia vendida. ¡Para que Teige no lo supiera! Era muy estricto en estas cosas y sabía ser irónico; aunque conocía bien a nuestro Suk, sólo respetaba a los seis de París.

En casa de los Teige, en la habitación vecina de la de Wolker, solían tocar Wolker y Nezval. Nezval tocaba tempestuosamente a Janácek y a Martinu, a quien conocíamos. Y de esta manera empecé a observar el nuevo mundo musical y a intentar comprenderlo todo. Me gustaban Suk y Martinü. Pavel Bofkovec era nuestro compañero generacional, aunque un poco mayor. Me fascinaba Honegger, me excitaba Bartók. Hindemith me estimulaba. Pero a quien amaba, a quien adoraba, era a Mozart.

Karel Capek me contó una vez, y luego creo que lo publicó en alguna parte, que escribía sobre el fondo murmurante de la música de su tocadiscos. Yo lo intenté también, pero la música me atraía siempre hacia ella y se me secaba la pluma.

Sin embargo, la música me aportó hasta una cierta decepción. Bebiendo vino en la taberna Goldhammerova, Talich me insistía que intentara escribir una nueva versión poética del no muy buen libreto de la ópera de Janácek Dos viudas. Me hizo escuchar varias veces las conocidas arias, tanto en casa como en las salas de ensayo del Teatro Nacional. Intentaba hacerlo en mi casa, pero sin éxito. No pude superar el maldito texto antiguo, tan conocido, y lo tuve que dejar.

En cambio, según el deseo de Talich, escribí el ciclo Mozart en Praga, que se tenía que recitar entre las secciones de la serenata de Mozart para instrumentos de viento. Los músicos no aguantan con la respiración para toda la composición y la recitación de los poemas les hubiera proporcionado el descanso necesario. Sin embargo, Talich se puso enfermo y sus proyectos no se realizaron. Así que los poemas tuvieron que vivir su propia vida.

Y ahora os revelaré otra cosa. Hace tiempo que me gustan las expresivas y románticas melodías de Marta de Flotow. Me las canta en un antiguo disco el propio Enrico Caruso. Me da un poco de vergüenza. Pero eran las canciones de nuestras abuelas y madres. Al oír estas arias me tengo que acordar de algo muy hermoso.

32. Las magnolias en flor

Fui amigo del encuadernador Alois Jirout durante muchos años. Le apreciaba. Algunas veces, más bien pocas, nos sentábamos en el jardín de su vieja casa en la calle Nové zámecké schody. La casa se llamaba La Cruz. El jardín era estrecho, como todos los de estas gradas, y tenía forma de terraza. Su punto de arriba era vecino de la muralla del jardín Navalech, perteneciente al Castillo. Por la noche solíamos oír a la guardia, que caminaba por allí.

El acceso al jardín era bastante complicado y difícil. Se tenía que subir por el desván de la casa, caminar allí sobre obstáculos de madera, bajar otra vez por una pasarela que unía la casa con el jardín. ¡Pero qué vista tan preciosa! Encima de los tejados del barrio antiguo de Mala Strana que se abría bajo los pies, aparecía en una proximidad sorprendente la iglesia de San Nicolás. Su pesada masa llena de colores y luces se elevaba hacia el cielo con una gracia airosa, ligera.

Había otra cosa allí que le dejaba a uno cautivado. Una casa más abajo, sobre las gradas, estaba la embajada de la India. Ahora ya se han mudado a otro sitio. Si no os hubierais fijado en el escudo de la soberanía de este subcontinente, lo reconoceríais por los graciosos niños de los empleados que jugaban en las ventanas de la planta baja. En el pequeño jardincito, o mejor dicho patio, de la embajada había una vieja, anchurosa magnolia.

Cuando el árbol florecía en la primavera -como estaba protegido por los muros y el edificio, no se congelaba y sus flores eran ricas y espesas-, desde las murallas de al lado dirigían sobre el árbol unos fuertes focos. La vista del árbol en flor era algo único. Debajo de él, sobre mesitas pequeñas, se movían unas menudas señoras con saris color crema y de algún lado se oía una música tranquila.

Pero, por Dios; esto no es de lejos lo que quiero contar. Es que los recuerdos, tal como saben hacerlo los recuerdos queridos, llevan al narrador a otra parte.

Con el paso de los años he aprendido a conocer y querer el trabajo de las hábiles manos humanas. A menudo hasta he envidiado a nuestros antepasados que tenían la posibilidad y oportunidad de observar a los maestros artesanos y ver sus manos hábiles que, ayudadas por sus instrumentos, daban formas bellas e insólitas a la cálida y agradable madera o al frío metal. Ver cómo se creaban los grabados en madera, tan populares en una época y las admirables jarras de estaño mate o de estaño brillante y las cosas más frágiles del feo hierro. La cálida belleza en que quedaba algo de las ardientes manos humanas pertenece al pasado.

Pero al menos he tenido tiempo de apreciar una de estas hermosas ramas de la artesanía. Sólo una, y todavía en pleno auge: el oficio de Jirout. Seguramente no era el único en nuestro país, pero sí uno de los últimos que encuadernaban libros para que el contenido y la encuadernación formaran una perfecta unión, dirigiéndose no sólo a nosotros, en el presente, sino también a los lectores futuros si es que aman el libro. No pasará mucho tiempo antes de que este oficio desaparezca.

Todavía he tenido la suerte de poder estar al lado de las mesas de trabajo de Jirout. Todavía he podido mirar con interés cómo sus manos cogían los pequeños instrumentos que, colgados sobre una tabla, hacían pensar en los caracteres chinos; cómo trabajaba con ellos una piel más fina que el cutis de una adolescente, cómo la hacía cada vez más fina para que sus bordes se unieran a la tapa, cómo ponía sobre ella los colores y el oro. Pero esto que estoy contando es sólo una pequeña parte del largo proceso de trabajo, interrumpido por el peso y el silencio de la prensa.

Hasta este interesante, raro oficio, antes natural y conocido, diferenciado por la calidad del material y la minuciosidad del trabajo, está hoy hecho por las máquinas. Su forma más elevada, cuando el oficio se ha acercado ya al arte y en algunos casos se ha convertido en un arte plástico, está irremediablemente desapareciendo.