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Ya casi no quedan personas a quienes les guste tener en su biblioteca libros arreglados de esta forma. Y si las hay, difícilmente pueden sacrificar todo el dinero que costaría; de hecho, en nuestro país es inaccesible, incluso pagando, tanto tafilete y cordobán. Y ya ni hablo del trabajo del encuadernador. Conozco a uno o dos coleccionistas. El tercero ha muerto hace poco. Ya está. El tiempo ha apartado estos intereses y deseos del centro de la vida contemporánea. Y la prisa del paso de los días ya casi ni nos permite entrar en los talleres con libros hermosos. Tal vez os diréis que tampoco nos servimos ya el vino en cálices de estaño. Los encuadernadores se van despacio con su noble oficio. Ya no hacen falta.

Las máquinas de la imprenta vomitan diariamente decenas de miles de encuadernaciones baratas que echan en el mercado del libro, que lucha por nuestra atención con libros en rústica, que los lectores después de leer tiran a las papeleras igual que viejos diarios.

Al abrir un libro encuadernado a máquina, se le revienta el lomo. Lo habéis desnucado. En cambio, un libro trabajado por las manos humanas se abre suavemente, amorosamente, sus páginas se doblan con delicadeza y se unen silenciosamente en un lomo flexible, sólidamente trabajado.

Observábamos con placer los libros que salían del taller del matrimonio Jirout. Los dos son de los últimos creadores de libros bellos. O más bien lo eran. Hace tiempo que Alois Jirout ha dejado el taller donde se crearon tantas encuadernaciones únicas. Tres años más había trabajado en él su mujer, Ludmila Jiroutova, y con gran esfuerzo, o casi diría con un esfuerzo sagrado, acabó todos los trabajos para que en las salas de la librería Ceskoslovensky spisovatel pudiese instalarse una hermosa e inolvidable exposición de los trabajos de su taller. Mucha gente hablaba de la señora Jiroutova como de la que mejor sabía trabajar el oro en todo el país. Ella también había aprendido su profesión en París y, con su futuro marido, visitó el taller de Kupka. No sin beneficio, según quedó en evidencia. Después de la exposición intentó trabajar durante algún tiempo, pero luego, súbitamente, fue a reunirse con su difunto marido, a quien tanto amaba.

¡Una obra de arte acabada del todo!

Pero yo todavía tuve la suerte de poder observar cómo sus manos trabajaban la piel, todavía pude ver cómo combinaban el complicado mosaico del escudo de la república cuando encuadernaban la Constitución. Vi cómo ponían los folios en el corte del libro y los pulían para que brillaran más. También podría testimoniar cuánta exactitud microscópica es necesaria en el trabajo sobre el forro del libro para que el libro ligeramente caiga en la palma de la mano extendida. Y hasta hoy no dejo de maravillarme de la producción de los originales papeles de guardas, sobre musgo mojado. El musgo, los colores de agua y las manos hábiles creaban unas imágenes fantásticas que no sabría inventar ni un pintor abstracto.

Bueno, pues todo esto se está acabando y desaparece del mundo. ¡Directamente ante nuestros ojos! Los libros de hoy en día ya no están destinados a los tiempos futuros como los incunables. No estarán en las estanterías de las bibliotecas, aunque cubiertos de polvo, dentro de unos siglos. Nuestros libros de hoy, con sus encuadernaciones, morirán mucho antes. Se desintegrarán. Mientras tanto, aún podemos estar contentos con el patrimonio que nos dejaron los Jirout y otros. Ese arte desaparecerá de nuestra vida. Hasta en París, donde había llegado a la perfección, se está acabando. De todos modos, el mundo, que se está arrojando frenéticamente al futuro -quién sabe a cuál-, ya empieza a no tener ni aquel momento de tiempo en el que uno se podía sentar, tranquilo y despreocupado, con un hermoso libro bien encuadernado y disfrutar de todas sus bellezas.

Un día me detuve en la avenida Národní delante de un escaparate de libros en lengua extranjera. Mientras examinaba los libros, se acercaron dos señoras hindúes, con unos saris envueltos con elegancia. Seguramente eran de aquellas que habíamos visto hacía poco debajo del magnolio en flor, en las gradas del Castillo. La más joven de las dos llevaba incrustada debajo de la piel, sobre la frente y ya crecida, una gran perla, quebradamente resplandeciente.

33. Tres ducados

Los santos tallados en madera

consiguieron en el mundo más que los vivos.

G. Christoph Lichtenberg

No soy un buen narrador. Cuento demasiado de prisa. Las palabras y las frases se me precipitan, como si quisiera acabar rápido y sacármelas de encima. Como si tuviera que perder algo. No perdería nada. Es sólo falta de experiencia, o mejor dicho falta de saber. No tengo sentido para el detalle sobre el cual hay que detenerse, ejecutar unas cuantas piruetas verbales y continuar despacio y tranquilamente para que el lector impaciente pueda tomar aliento. No tengo sentido para la morosidad intencionada ni me atrevo a incluir digresiones que dramatizarían la narración. No sé hacerlo. Por eso siempre he escrito poemas. Me parecían más fáciles. Escribiendo cuentos no ganaría ni para gaseosa. Pero aun así hay momentos en que tengo ganas de buscar y busco interlocutores.

En la vida me ha ocurrido más de un acontecimiento extraño, aunque yo no he buscado nunca ninguna aventura singular. Es igual que estas historias fueran precedidas por algunas copas. Siempre me ha gustado el vino. Y no dudo en afirmar que es una bebida que hace milagros.

Una vez leí algo sobre una santa. He olvidado su nombre. Hasta he olvidado el nombre del convento en que vivía. Lo único que sé es que era muy devota, además de ser extraordinariamente amable y buena. Muchedumbres de mendigos esperaban delante del portal del convento y aquella mujer piadosa, y por cierto muy bonita, repartía dinero y alimentos entre ellos. Durante la vendimia recogía racimos de uva de la parra que cultivaba para ellos en las tapias del convento. Un verano la uva no creció. La pía hermana caminó a lo largo de los muros y puso su bella mano sobre las ramas vacías. Y en cada sitio que tocaron sus largos y dulces dedos apareció un maravilloso racimo lleno de mosto. Y toda la gente se llevó del portal del convento la cosecha milagrosa. No puedo dejar de pensar en aquella mano prodigiosa cuando levanto una copa de vino y busco la llama chispeante. Por esta razón, también me gusta besar la mano de las mujeres. La palma de la mano. Es más dulce.

Llevo en el corazón uno de los extraños acontecimientos de mi vida. Tengo que decir que no se trata de una mera anécdota. No, no es una anécdota. Hace muchos años, en el teatro Komorní, representaron una obra de Józa Gótzova. La autora utilizó mi historia como una anécdota. No estoy enfadado con ella, ya se lo he perdonado. Pero no estaba bien informada. ¡Sí, ya empiezo!

Era un bello atardecer del mes de mayo, lleno de aromas. Estuve, con los poetas Bohumil Mathesius y el querido Josef Hora, sentado en una pequeña taberna. Eran las vísperas de la fiesta de san Juan Nepomuceno, que en otro tiempo se celebraba con mucha pompa y ruido en Praga. La taberna se encontraba en la calle Pstrossova, cerca del gran crucifijo en una plazuela simpática, una parte de la cual formaba la pared de la iglesia de San Vojtéch. Me acuerdo muy bien del lugar. En una de aquellas casas había vivido mi mujer de soltera y yo la esperé allí muchas veces. A menudo veía a la señora Marie Hübnerova arrodillada en la iglesia, antes de la representación de la noche. Dicen que vivía allí cerca.

No íbamos habitualmente a aquella taberna. Sólo de vez en cuando. Un par o tres de veces estuvo allí F. X. Salda y el poeta Josef Mach, que sabía todos sus poemas de memoria. Pero, por Dios, no penséis que el distinguido Salda iba con nosotros de juerga por las tascas. Nos costaba mucho trabajo atraerlo. Y, cuando por fin llegaba, parecía más bien la visita de un obispo y todo el humor cambiaba de dirección; se volvía festivo y noble. Y se bebía poco. Al menos hasta que Salda se levantaba y se iba a su casa en un taxi.