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Se acercaba la medianoche y Hora, Mathesius y yo estábamos absorbidos en una conversación sobre el acento en el verso checo. Éste era el tema predilecto de Mathesius. Nos convencía animadamente de que el desvío de la línea acentuada de Erben es una refinada intención del poeta. De que el autor subrayó así la rítmica belleza del verso y huyó del estereotipo de la regularidad. La conversación era extremadamente interesante, cautivadora. Lo peor era que, en medio de los problemas poéticos, sin ser todavía solucionados, nos dimos cuenta de que no teníamos dinero para más vino. Era desagradable acabar cuando empezaba lo mejor.

Hacía un rato que estaba tocando un trocito de papel fino en que tenía envueltos tres ducados austríacos, guardados en el bolsillo del chaleco. Era una pequeña herencia del padre de mi madre a quien había amado mucho. Los había guardado durante años y, antes de morir, se los había prometido a sus nietos. Yo era el mayor de éstos y recibí tres monedas de oro. Mi madre me encarecía, llorando, que no los perdiera, que los guardase para mis hijos. Estaba sinceramente conmovida.

Varias veces quise sacar el paquetito, pero siempre lo volvía a dejar caer en el fondo del bolsillo. Hasta que no pude resistir más y los expuse ante los ojos de mis amigos.

Entonces, naturalmente, las monedas de oro austríacas valían más de lo que estaba grabado sobre la otra cara de la moneda, con la cabeza del emperador y una corona de laurel. Al explicar el origen de mi pequeño tesoro dorado, Hora me ordenó con enfado que lo envolviese y guardase otra vez, amenazándome estrictamente con que le contaría a mi mujer lo frívolo que era; y le aconsejaría que ella misma guardase los ducados. Obedecí y volví a esconder el oro en la oscuridad del bolsillo. Y Mathesius, persona bondadosa y generosa, golpeó con el anillo de boda sobre su copa; así hizo venir al camarero y, sin otra palabra puso, sobre la bandeja aquella prenda. No era la primera vez. Pero esta vez la cosa tenía un fondo algo curioso. Mathesius estaba en el proceso de divorciarse de su primera mujer. Después de aquella pequeña pantomima aparecieron sobre la mesa unas jarritas llenas, y no fueron las últimas. Confieso que se me quitó un peso de encima y que seguí bebiendo despreocupadamente y con un silencioso alivio.

El tiempo avanzó. Iban a cerrar y el importe del anillo ya estaba consumido. Nos levantamos de mala gana, con tristeza. Hora tenía un largo camino hasta su casa, hasta el barrio de Kosíre; Mathesius vivía por allí cerca y yo emprendí la marcha hacia el nuevo puente Trojsky.

Durante el día no resultaba un viaje agradable. Pero era una noche de mayo y yo, con la llama del vino en la sangre, tenía los pies ligeros. Caminé contento y despreocupado hasta la torre Prasná brána. En momentos como aquéllos inventaba versos por el camino a casa. Aquella noche me parecía que eran especialmente buenos. Me sentía alegre y bien, aunque me tenía que parar de vez en cuando para reposar. Siempre consideraba lógico que me acordaría de los versos hasta la mañana siguiente y que los anotaría luego. Por desgracia, por la mañana no recordaba ni uno y tenía un desagradable dolor de cabeza.

Praga estaba casi desierta. Era ya bastante tarde cuando sentí unas ganas insuperables de fumarme un cigarrillo. En el bolsillo no me quedaba ni uno. También me vino hambre. Pero lo peor era que tenía una sed horrible. En vano soplaba un aire dulce del monte de Petfin, como si se estuvieran agitando las alas invisibles de un ángel que volaba detrás de mí, sobre los cables del tranvía. Pero el demonio, como sabemos todos, se disfraza de muchas maneras. El más frecuente es su disfraz de mujer bella; otras veces, el de un Mefisto elocuente y de dos caras. A mí me esperaba vestido con un delantal blanco, en forma de salchichero nocturno. ¿Por qué no había atravesado la calle? Dos veces pasé de largo su parada con una olla dentro y dos veces volví al perfume de salchichas calientes en el agua grasienta. Incluso vi una caja con cien cigarrillos y me quedé jadeando. La tercera vez ya fui decidido al vendedor y le pregunté si no me cambiaría un ducado. Que me gustaría comprarme una salchicha y cigarrillos. Saqué el papel fino y le di una moneda de oro. Me lo cogió de la mano, se puso las gafas y me preguntó si no tenía más. Sin pensar nada malo se los entregué todos. Los observó y afirmó con toda naturalidad que me los compraría. Me dio un sucio y grasoso billete de veinte coronas, una salchicha con un panecillo y un puñado de cigarrillos que guardé en el bolsillo, luego sacó de alguna parte una botella de agua mineral y me sirvió en un vaso un aguardiente fuerte y oliente. Con gana me comí la salchicha, luego con sed me bebí todo el vaso de aguardiente y encendí un cigarrillo. Después emprendí el resto del camino a casa. Dos pájaros de noche pintados esperaban al lado y silenciosamente reían. Despacio tambaleaba hasta el puente Hlávkuv, y de allí al matadero. Ya que era una noche cálida, se olían de lejos los restos podridos de las entrañas de los animales que los jardineros a veces utilizaban como fertilizantes. El ganado vacuno mugía en los vagones que daba lástima. Olía la sangre y la muerte de sus compañeros. El llanto me horrorizaba. A veces lo oíamos hasta en casa.

De cuando en cuando buscaba mecánicamente en el bolsillo del chaleco. Naturalmente, estaba vacío. Los reproches se volvían más intensos.

El camino entre el matadero y la estación no era bonito. Entonces había allí una cerca de madera cubierta de alquitrán que no se acababa nunca. Por la noche no se encontraba a un alma viviente allí. Así que aprendí a dormir mientras caminaba. Llegué a tal grado de perfección que durante estas cabezadas incluso soñaba un poco y me despertaba en el preciso momento en que pisaba el pavimento de la calle por donde iban los tranvías. Allí estaba a pocos pasos de mi casa.

Por la mañana, cuando uno se despierta, suele acordarse de los acontecimientos de la noche anterior. Salté y me precipité a mirar mi traje. De los bolsillos no saqué nada más que unos trozos rotos de cigarrillos. En la cartera encontré un grasiento billete de veinte coronas y en el chaleco un papelito fino, arrugado y vacío. Intenté por lo menos recordar los versos que inventé por el camino. No me pude acordar ni de uno solo. Cuando me miré en el espejo me dio horror mi propia cara. Tenía tabaco desmigado hasta en el pelo. Lo único que quedaba de los ducados era una preocupación en el corazón y, en la boca, un gusto desagradable de la salchicha y el aguardiente.

Mi mujer se había levantado mucho antes que yo y naturalmente no me dio una bienvenida afectuosa. Todavía no sabía que el silencio es peor que las palabras. No llevábamos mucho tiempo de casados y se imaginaba el matrimonio de otra forma. Aun no había llegado a la tranquila sabiduría de una de sus amigas mayores, que le había aconsejado a su marido que, en vez de dar tantas excusas y pretextos, se hiciera imprimir una tarjeta con este texto:

No te preocupes, no lo haré nunca más.

Y que la pusiera siempre por la noche sobre la mesa.

Después de unas amargas palabras llenas de reproches, mi mujer me anunció brevemente que la noche anterior había venido mi madre preguntando por unos ducados. Y que volvería esa noche. Eso me cogió de sorpresa. Me vestí a toda prisa y me apresuré a salir de casa, avergonzado.

Era la fiesta de san Juan Nepomuceno y Praga estaba llena de peregrinos de provincias. Vivíamos a unos pasos del parque de Stromovka. Corrí, me dirigí al jardín y me senté en el primer banco. Entonces, todavía atravesaban el parque los tranvías. Me quedé pensando un momento. La fiesta, a mediados de mayo, me hizo recordar el rostro de una bella persona.

En las primeras clases del instituto de Zizkov nos enseñaba lengua checa el profesor Kasík. Toda la clase le tenía cariño. Imponía. Y mientras hablaba, le mirábamos fijamente la boca. Era un hombre guapo de edad mediana que se vestía con una elegancia llamativa. Tenía una personalidad agradable, encantadora. Pero no lo recordé por casualidad. En sus explicaciones se iba a menudo por las ramas y nosotros seguíamos conmovidos su despiste. A san Juan Nepomuceno no le tenía mucho afecto. Y nos informaba bastante detalladamente de las polémicas con los círculos religiosos y la lucha contra este santo barroco que hacía años llenaba las columnas de la prensa progresista. Según él, se trataba del cambio de dos personas. El verdadero Juan Nepomuceno se hizo famoso, no como cura, sino como banquero que prestaba dinero a los sacerdotes a un interés usurario. Lo que se suele contar acerca de él pertenece a una hábil leyenda y maquinación del Vaticano. Todo esto tenía un solo motivo, concebido por los jesuitas en un país humillado: exterminar la luminosa memoria de Jan Hus entre el pueblo checo y reemplazar su veracidad por un santo falso con las cinco estrellas alrededor de su cabeza. Era una cosa ridícula y malvada al mismo tiempo. Y el profesor dio un ligero golpe sobre el escritorio con las articulaciones de la mano. Sí, así es. Y así fue.