A Karel Teige le amaba de verdad. Hoy lo veo más claramente que entonces. No pasaba ni un día sin vernos. Era una persona sinceramente amable, amistosamente generosa y, en los asuntos del arte, brillantemente orientador e insobornable. ¡Cuántas cosas dominaba y sabía aquel hombre! Cuando conseguimos atraer a Vancura, las conversaciones en presencia de éste tenían cada vez más profundidad y altura, y me abrieron el mundo espiritual de par en par.
Entonces, las librerías estaban todavía llenas de libros extranjeros y Teige compraba todo lo que podía. Y en seguida, en el café Slávie, improvisaba la traducción, tomando un café.
Pero empezaré por otra parte. Ya no sé en qué año fue. Una vez estuvimos caminando juntos por el muelle del Sena. Y de repente apareció delante de nosotros una parisina extremadamente atractiva, vestida con una elegancia fuera de lo común. Le brillaban los diamantes en sus orejas y en su mano. Parecía salir de la portada de una revista de modas. Salió de su coche y nos pasó de largo sin hacernos el menor caso. Teige se pasó la pipa de una comisura de los labios a la otra, tocó el borde de su sombrero y dijo con una cierta naturalidad, volviéndose detrás de la bella:
– Lástima que no tengamos tiempo, a ésta me la ligaría.
Algo parecido pasó en nuestro encuentro con París.
El Louvre, Teige lo pasó de largo con desdén. Allí no había nada interesante para nosotros. No llegué allí hasta más tarde. En cambio, pasamos por todas las tiendas de los marchantes de pinturas modernas.
Estuvimos durante horas sentados en las terrazas de los cafés y no omitimos ni el circo ni el panóptico. Porque todo esto estaba de acuerdo con nuestro programa artístico, cuando el arte dejaba de ser arte, cuando Malevich, con su famoso cuadrado, terminó la evolución del arte gráfico. Allí empezaba el poetismo.
¿Qué significaba Teige para nosotros? Mucho. Cuando nos invitaban a dar conferencias en Bohemia y Moravia, era Teige el que nos aconsejaba, nos formulaba definiciones exactas, e incluso nos dictaba pasajes enteros allí donde le importaba la exactitud. La disciplina era entonces bastante estricta.
Era un estilista extraordinariamente bueno. Escribía con prontitud y rapidez. Decía que lo había aprendido cuando les escribía redacciones de la asignatura de la lengua checa a la mitad de su clase.
Era la primera y la última autoridad en asuntos de poesía, de artes plásticas y de arquitectura. Creo que no les restaré nada de su fama a los arquitectos Havlícek y Honzlík si digo que, en un alto edificio de Zizkov, suelo ver a Karel Teige agitando desde el tejado su sombrero de lona.
Fue Karel Capek el que invitó a la poesía de Apollinaire a Praga. Pero fue Karel Teige el que le dio la bienvenida y el que se preocupó de que lo pasara bien en nuestro país.
El profesor Dominois, que había residido bastante tiempo en Praga, solía decir que un profesor de francés en París no estaba tan bien informado sobre el arte moderno francés como un estudiante de instituto en Praga. Todo esto gracias a Teige.
Cuando silenciaron su nombre en nuestro país, no dudé ni un momento que un día tendría que volver. Y ha vuelto contento de haber vivido hasta ese momento.
En la poesía moderna ningún barrio de Praga está tan unido con el nombre de un poeta como Zizkov con el suyo.
Profeso de buen grado esta «fuente inspiracional» de mi poesía: Zizkov. Hoy hasta me emociona. En el antiguo Zizkov han cambiado pocas cosas. Al menos en cuanto al aspecto físico. Pero tendría que decir que no fui yo sólo quien descubrió está antigua periferia para la poesía moderna. Fue S. K. Neumann. Su Cuesta de amores pobres, un bello poema de su juventud, fue creado en la legendaria torre de Olsany donde, entre los huertos con lirios, solía sentarse toda una generación de anarquistas barbudos cuando intentaban asaltar victoriosamente la literatura checa. La cuesta de amores pobres no estaba lejos. Pero ya no existe. Sobre ella se han construido unos edificios.
Se ha vuelto a publicar el libro Serbales de Zahradnícek. Es una de las colecciones de poemas básicos en la poesía checa de los años treinta. No sé si hoy alguien se da cuenta de qué influencia tan fructífera había tenido Josef Hora sobre este libro; sobre todo el Hora de Tu voz (y no sólo sobre la poesía de Zahradnícek, sino sobre todos nosotros sin excluir a Holán). ¿La obra de Hora pertenece sólo a vuestra generación? ¿Volverá a resplandecer su obra e influirá otra vez en la evolución de la poesía checa?
De la generación de los años veinte se escribe como de la generación de Wolker. Esto no es justo. Era más bien Teige el que decidía el carácter de esta generación en toda su dimensión, desde la poesía y las artes plásticas hasta la arquitectura. Y en cuanto al grupo de poetas, fue Josef Hora quien en principio -quisiera o no- fue su dirigente. Me lo podéis creer. Él influyó mucho en ella. En principio, se trataba de poesía proletaria. De hecho, incluso Teige mismo, entonces, según es bien sabido, descubría y propagaba la poesía proletaria. Hasta el momento en que los poetas -Hora incluido- comenzaron a dejar los temas proletarios y en que Teige empezó a formular el nuevo programa del poetismo. Fue una época de búsqueda precipitada y de esfuerzo para encontrar formas nuevas. Y después, cuando Hora ya iba por caminos un poco distintos, tampoco cesó su influencia.
Si hoy nombráis sus colecciones Tu voz y Cuerdas en el viento, y si me acuerdo de aquellos poemas, me parece que delante mío se ilumina una luz resplandeciente y temblorosa de una lámpara de cristal. De hecho, precisamente en Cuerdas en el viento distinguió el crítico Salda, que estimaba mucho a Hora, una cierta influencia del poetismo. A Hora le considerábamos nuestro compañero generacional y él no protestaba.
La época de este «poeta del alma» volverá. Tiene tiempo, puede esperar si se piensa en la influencia potencial sobre los futuros poetas. De hecho la poesía de Hora está siempre presente. Su belleza no se ha extinguido con los años de ninguna manera.
Abre la puerta al lector, en su tarea de orientarse allí dentro. De un modo parecido, lo cito muy libremente, se expresó el poeta Léon Paul Fargüe. ¿Qué le parecen las ideas que de vez en cuando aparecen (y durante los treinta y siete años que nos conocemos han aparecido más de una vez), de que el lector no importa para nada, de que el poeta le puede dejar delante de la puerta cerrada?
Recuerdo F. X. Salda. Por desgracia, en este momento no puedo recordar dónde escribe exactamente sobre la misión y el lugar del poeta dentro de la nación y, al mismo tiempo, lo mide por la fuerza de la influencia de su poesía sobre las masas de los lectores. Lo evalúa según el tamaño del interés que su voz sabe despertar. No estimemos demasiado alto la profundidad de la capa cultural dentro de la nación. Al mismo tiempo, seguramente tampoco sería posible desacreditar el esfuerzo creador de aquellos que hoy intentan -tal vez con testarudez, pero a conciencia- una forma nueva y ganan nuevos terrenos para su obra. Las primeras respuestas a los libros de Vancura entre los lectores no eran demasiado ruidosas. Acepto la idea de Teige sobre la única poesía, que no puede ser otra que revolucionaria. El mismo Jan Neruda era un poeta revolucionario por excelencia, desde Flores del cementerio hasta Cantos del viernes. Ninguna evolución, aun la seguida por un número limitado de lectores -me refiero sólo a la literatura-, será insignificante para el desarrollo de la poesía. La medida de la calidad decide el presente. Pero estoy diciendo cosas evidentes.