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Artus Cerník hizo más por nuestra cultura moderna de lo que se sabe hoy en día. Es una pena que su nombre esté cayendo en el olvido.

En Brno me encontré por primera vez con el poeta Halas. Me paró un joven y me dijo cara a cara:

– ¿Verdad que eres Seifert?

Y yo dije sin pensarlo dos veces:

– Y tú eres Halas.

Así surgió una amistad que no acabó hasta la muy prematura muerte de Halas. Fue maravillosa. La recuerdo con un leal suspiro y con pena.

Halas aprendió a ser librero en la librería de Pisa de Brno. No sé dónde estaba empleado por la época en que nos conocimos. Ya no me acuerdo. Pero me parece, o mejor dicho lo sé seguro, que nunca tenía mucho dinero en los bolsillos. Pero no se ponía triste por eso.

El editor Zink me contó una vez, con gracia y cariño, una historia conmovedora de los años de aprendizaje de Halas.

En la tienda del librero Pisa, él era su superior inmediato. Sin duda bueno. Pero un día se dio cuenta de que en la sección de libros de viejo se perdían algunos ejemplares. Llamó al aprendiz Halas y éste le condujo a una estantería que estaba debajo, a mano, y donde se encontraron todos los libros que faltaban y otros sobre los que no se sabía nada: estaban todos bien arreglados, puestos uno al lado del otro: Baudelaire, Alfred de Vigny, Whitman, Barbey d'Aurevilly y otros de estas y otras nubes literarias parecidas, junto con los autores checos Toman, Srámek, Neumann y Mahen. Rápidamente le ordenó que devolviera los libros a los lugares que correspondían según el alfabeto del librero de viejo. Halas, naturalmente, obedeció. No con muchas ganas, pero estaba obligado. Cuando al cabo de un rato Zink volvió a Halas, le encontró con la cabeza entre las manos sobre el mostrador. Halas estaba llorando. Aquélla solía ser su lectura del mediodía, cuando se cerraba la librería y los demás empleados se iban a comer.

Apenas nos conocimos, Halas me presentó a Mahen. Halas adoraba a Mahen. Y tengo que confesar que Mahen me encantó desde el primer momento y para siempre. Había algo de agradablemente mefistofélico que resplandecía en su rostro. No le quitábamos los ojos de encima mientras hablaba, y todo lo que decía era interesante y gracioso. Leímos con entusiasmo sus Llamitas y Masera; su novela Compañero de la libertad todavía me resuena en la cabeza. Se me quedó en la memoria, sobre todo, una escena en la que una de las protagonistas ayudaba a su amante a desabrocharse la blusa.

En el jardín Nakoüsti, cerca del teatro, había un café. Entonces era una terraza que sólo estaba abierta en verano. La gente se sentaba sobre una especie de escenario elevado, bajo toldos de colores, y se sentía como a bordo de un vapor. Solía ir allí con Halas y Cerník, casi a diario. Algunas veces se unía a nosotros Mahen. A lo largo del café había un animado paseo de Brno.

Mahen contestaba con animación a los saludos. Le conocía casi todo Brno. Sobre todo la gente de teatro. Algunas veces llamaba a las enrojecidas bailarinas de ballet y nos presentaba con pompa como a los futuros poetas y les ordenaban que no nos mirasen con desdén porque seríamos poetas famosos. «Y luego les podéis necesitar. Quién sabe para qué», añadía y sonreía con picardía. Nos sentíamos felices cuando nos sonreían aunque estas sonrisas pertenecían más bien a Mahen que a tres chicos tímidos.

A Mahen le querían todos. ¡Ay, si tuviera que olvidarme de todo, de esto seguro que no!

De los conocidos que venían a la mesa, mi personaje predilecto era Lev Blatny. Venía con su silenciosa y amable esposa y con una compañera aún más fieclass="underline" la enfermedad mortal que al final se llevó a los dos. Era amistoso, pero más bien callado, aunque por su cabeza ya pasaban las futuras obras de teatro de las que la vida le permitió acabar sólo una parte. A sus pies, se removía el pequeño Iván, su hijo, también un futuro dramaturgo.

Con Mahen nos veíamos en todas partes. En la biblioteca donde hablaba a los lectores vacilantes, en las conferencias que daba él mismo o que, al menos comentaba con temperamento. En los estrenos de las obras de teatro no se sentaba en su palco sino con su bella mujer en las filas del público donde nadie le podía negar el derecho a comentar la obra con voz bastante alta. Era desenfrenado, violento y apasionado, pero al mismo tiempo amable e incansablemente abnegado. Su temperamento se tranquilizaba sólo al lado de la caña de pescar, donde tenía que callar. Pero entonces naturalmente no podíamos oír lo que tronaba, gritaba y cantaba en su cabeza.

Con el manuscrito de mis primeros poemas me fui por un tiempo a Praga, pero volví otra vez. Ya por poco tiempo. Tenía una cita con Halas en nuestro café preferido y allí nos vio Mahen. Era la pimavera y Mahen acababa de regresar del campo. Mientras yo tenía mil preguntas en la punta de la lengua, Mahen nos explicaba con detalles y sonriendo cómo había ayudado a un insecto a salir de la tierra con una cerilla. Luego me dio un golpe en la espalda y se precipitó a la reunión del teatro con un amistoso: ¡venga!

¡Cuántos años han pasado! Pero nunca me olvidaré de lo siguiente: Llegué a Brno desde los pobres edificios de pisos de Zizkov donde había visto mucha pobreza y miseria, pero un piso tan pobre como el que tenía Halas en el barrio periférico de Brno no había visto nunca.

Vivía con su abuela anciana, que sería seguramente una de sus Mujeres ancianas. No sé por qué le reprochaban ambiente pequeño burgués al poema. ¡Seguramente por culpa de la palmera de papel en el octavo verso!

En la pequeña y única habitación, adonde se entraba directamente de la calle, no había muebles. En la pared se veían dos clavos grandes para colgar ropa. En uno de ellos, estaba la ropa de la abuela; en el otro, la del nieto. La abuela dormía sobre dos cajas, encima de las cuales había puesto un colchón bastante usado. Halas dormía en el suelo. No obstante, tenían allí una cosa insólita. En un rincón había una jaula y en ella saltaba una ardilla. El animalito se alegraba cuando alguien entraba: las rayitas de los ojos le brillaban y esperaba un dulce. Ella fue la única que vivió bien allí. Y otra cosa que olvidaba: en el otro rincón estaba colgada una estantería con unos cuantos libros: nuevos nombres aristocráticos franceses, pero al lado de ellos el Manifiesto comunista y El universo como la conciencia y la nada de Klíma. Este era el mundo en que empezó a vivir el joven Halas, y éstas las páginas que hojeaba el poeta cuando inventaba sus primeras estrofas.

En Brno y en sus alrededores asistí con Halas a decenas de reuniones con programa cultural. No sé si los obreros nos entendían, pero escuchaban atentamente, preguntaban muchas cosas y nunca nos dijeron que no.

En la redacción de Rovnost había conocido al viejo Hybes. No mucho después, Hybes murió. Su funeral, cuando nos incluimos en las filas obreras, camino del cementerio de Brno, detrás del ataúd, fue la impresión más fuerte que sentí por parte obrera en aquella ciudad. No quiero que nadie considere esto como un cliché sentimental, pero entonces vi por primera vez cómo unos hombres mayores tenían lágrimas en los ojos. Los obreros querían de verdad a Hybes. Después de este intermezzo en Brno, Teige me hizo volver a Praga; pero Halas y yo seguimos escribiéndonos. Entonces ya se había fundado el Devétsil de Brno, y Halas, con Cerník y Václavek, empezaron a publicar la revista Pasmo, mientras Gotz encabezaba el grupo literario que imprimía Host do domu.