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Después del casamiento, al que Bartos había forzado a la antigua familia patricia, compuso un horóscopo a su joven esposa. Era nefasto. Le predecía una muerte pronto y voluntaria. Y su mujer obedeció a las estrellas y se quitó la vida. ¡Así se comentaba la historia!

Cada vez que entraba en casa de Bartos, el amo cerraba la puerta con llave y encima colgaba una cadena. Le pregunté contra qué tomaba estas medidas de precaución.

– Contra los enemigos.

No pregunté nada más. Sí que tenía muchos enemigos, sobre todo entre los artistas de teatro, pero no creo que fueran de aquellos que intentarían asaltarle en casa. O sea que las medidas eran más bien simbólicas. No le gustaban los actores a pesar de que le tenían que ser bastante próximos. Algunas veces mencionó que hoy en día los actores tendrían que caminar al lado de la acera, tal como les obligaba a hacer el ayuntamiento en el pasado.

Pero las dos o tres horas de mi visita semanal a casa de Bartos transcurrían conversando amistosa y cordialmente. Teníamos muchas cosas que contarnos. A los dos nos gustaba el café solo, bien cargado, que Bartos preparaba magistralmente en su cocina de mago, según decía. Pero en la cocina no dejaba que entrase nadie. Seguramente tenía allí todos los muebles necesarios, la cama y los armarios con ropa.

En aquella época, yo fumaba mucho, pero al lado de Bartos parecía un mero principiante, un fumador moderado. Bartos encendía un cigarrillo tras otro y, con vivo placer, inhalaba profundamente el humo. Fue un hombre fuera de lo común en todos los aspectos y, hasta cierto punto despreciaba su propia vida. Era delgado y más bien alto, con una cara interesante, cuya llamativa palidez era subrayada por su pelo rubio. Yo le apreciaba, pero cuando me estrechaba la mano, tenía por un momento la sensación de que tocaba a un ser que vive sin sol en las frías aguas de un río oscuro y lúgubre. El retrato de Kremlicka es fiel. Sin embargo, era un hombre alegre con un real sentido de lo cómico y lo grotesco; un amigo cariñoso y afable, aunque sus enemigos, reales o inventados, fuesen numerosos.

Le gustaban los caballos. Pero no en una pista de competiciones hípicas. Por el camino de su casa había un puesto de coches de punto. Siempre había allí dos o tres pares de caballos. Bartos se acercaba a cada uno de ellos y les ofrecía un trozo de pan o de azúcar que sacaba de su cartera. A los cocheros no les gustaba eso. Incluso le fruncían el ceño. Pero cuando aparecía en la calle, los caballos le reconocían, y le daban la bienvenida relinchando alegremente. Pero sus buenas acciones no dejaban de influir en los coches parados, que se movían. Y esto molestaba a sus amos, que, dentro de uno de ellos, jugaban a las cartas.

Jan Bartos escribió unas cuantas obras de teatro. No eran nada triviales. No obstante, solamente Cuervos tuvo éxito en los escenarios. Desde el punto de vista literario, las demás obras también eran interesantes y expresivas para su tiempo. Hoy en día están casi olvidadas.

Gracias a Bartos conocí a varias personas de interés en el ámbito teatral. Me presentó en su casa al robusto Arnost Dvorak, poeta, que agitó poderosamente el teatro checo. Llevaba uniforme de coronel y tenía aspecto macizo. Luego le conseguí una cita con F. X. Salda, cosa que solía ser bastante difícil. Los tres tenían cuentas sin arreglar con el Teatro Nacional y se unieron en una organización que tenía que hacer frente a la junta de la institución oficial de la Asociación dramática. El órgano de esta nueva organización teatral era Nova scéna revista que fundó Bartos y yo dirigí, al menos oficialmente. No salió mucho tiempo, pero fue sí el suficiente para que Bartos se creara nuevos enemigos.

Arnost Dvorak, el autor de las obras monumentales Los busitas y Nueva Orestiada, nos condujo una noche a la taberna U Suterü, donde nos esperaba el legendario filósofo y rebelde Ladislav Klíma, un amigo de Dvorak. La conversación, interesante y animada, con aquel hombre acabó más tarde en una borrachera en que él se embriagó tanto que no podía ni hablar. Bartos se salvó huyendo. Dvorak pidió excusas. Con su uniforme, no podía acompañar a una persona tambaleante; así que fui yo quien tuve que asumir la desagradable misión de llevar a Klíma a su agujero de mendigo. Al principio de la noche, le había concertado a Klíma una cita con Halas. Halas tenía ganas de conocerle desde hacía tiempo. Su primer libro era la lectura de juventud de Halas. Lo tenía entre sus diez libros predilectos. Pero Klíma no acudió a la cita. Ya no le volví a ver. Murió muy pronto. Me conmovió que unas horas antes de su muerte se acordase de mí y me mandara sus dos libros, El universo como la conciencia y la nada y Mateo el Honrado, con una dedicatoria amistosa.

Pero el momento solemne de mi amistad con Bartos estaba destinado a ocurrir más tarde.

Era un precioso día de primavera y la ciudad se bañaba en la luz del sol y en todos los perfumes cuando llamé a la puerta de Bartos y entré en la oscura y sofocante atmósfera de su casa. Sobre su escritorio, ante el cual nos sentábamos, había una botella de Pommery y dos copas. Me dio la bienvenida con más pompa de lo normal y, tras habernos sentado, intentó abrir la botella del vino espumoso. Pero no podía. Eso estropeó un poco el momento solemne. Le tuve que ayudar y el vino produjo una agradable fragancia en las copas. Cuando ya habíamos bebido un poco, me enseñó un sobre lacrado y sellado con un sello de plata. Era su testamento, que quería depositar en un notario. Pero como no confiaba en que el abogado cumpliera todos sus deseos, me pidió que fuera un correalizador de su última voluntad. Protesté diciendo que esta medida era aún precoz, pero me contestó en un tono tranquilo y natural que había decidido dejar este mundo en el momento que considerase más oportuno. Habló plácidamente de su muerte y me pidió que no intentase disuadirle de su decisión. Era difícil negarle lo que pedía y, estrechándole la mano, le prometí que me encargaría de que su testamento fuera cumplido hasta la última letra. En aquella ocasión me regaló un medallón de oro con San Jorge, enmarcado en filigrana de plata. Hoy lo lleva mi hija. El original de la época azul de Spála se lo regalé a Vancura. Yo no tenía entonces ni dónde colgarlo.

Con estos regalos sentí la desagradable sensación de tener que esperar su muerte. Pero mientras tanto, nada parecía indicar que tuviera que morir en un futuro próximo. Nunca más hablamos del asunto y yo intentaba no pensar en todo aquello. Cuando observaba sus intereses cotidianos en nuestro mundo cultural y leía sus brillantes y polémicos artículos contra la gente del mundo teatral, me acostumbré a mi encargo o, mejor dicho, me olvidé de todo y seguí mi amistad con Bartos igual que antes.

Naturalmente, Bartos me prometió también que me redactaría un horóscopo. Le tuve que dar mi fecha y hora de nacimiento exactas. Exactas hasta el último minuto. Mi madre, cuando le sacaba esos números, torcía la caberza sin comprender esa curiosidad mía. Pero tenía la fecha anotada en su libro de oraciones y me los dio de buen grado. Bartos estaba sorprendido por su precisión y mencionó que, de ese modo, sería más exacto su horóscopo.

Durante mi visita a casa de Bartos tuve que mirar un poco más que de costumbre el óleo de Josef Capek. No es que creyera en todo aquello, pero de todas maneras, en el fondo del alma de cada persona están escondidas dos cosas: la curiosidad y el miedo. Al final sonreí, miré por la noche al cielo lleno de estrellas y les susurré, para que no lo oyera nadie, que se fueran a freír espárragos, que no les hacía caso, y cerré la ventana con violencia. ¡Buenas noches!

Hacía un día bello y perfumado de junio. Era domingo y fui a Turnov, como tantas veces, y caminé con Bartos a lo largo del río Jizera. En la ciudad celebraban la fiesta de Corpus Christi con una procesión y cuatro altares en las esquinas de las calles. El pavimento estaba totalmente cubierto con pétalos de rojas dalias y de las primeras rosas, y a la vuelta de la esquina sonaba el célebre coro eclesiástico acompañado por las brillantes voces de las campanillas de rigor. A pesar de que en el aire todavía volaban las nubecillas casi invisibles del humo del incienso, el perfume de jazmín de los jardines hacía huir su santidad. ¡Qué día más bello en esta ciudad, una de las tres que forman el triángulo de los más hermosos paisajes checos, con la silueta de las ruinas del castillo Trosky en medio!