La muchacha se marchó flotando con las aguas primaverales. ¡Lástima! Así que sólo me quedaron los recuerdos de cómo me arrodillaba a sus pies y le abrochaba torpemente las botas altas, lamentando que las botas de patinar no fueran más altas todavía.
Tuve la suerte de, puesto de rodillas, entrever bajo su falda plisada, allí donde acababa la media, un pequeño círculo de su desnudez que involuntariamente dejaba descubierta la orla de la media, un poco arrugada. Aquél era el único premio por mis servicios y por las bellas palabras que susurraba entre aquellos dos moñitos.
Cuando al atardecer ya había llevado la chica al banco, se me aparecía en la oscuridad el círculo luminoso que en el cielo del cuerpo de la muchacha me hacía pensar en la luna creciente.
¡Creciente de la luna!
No hacía mucho que había leído una novela de Verne sobre un viaje a la Luna. ¿Pero qué podía saber entonces sobre un audaz viaje por los espacios cósmicos hacia el cráter lunar?
Aquello no era más que un tímido anhelo estudiantil. La mujer era para mí un misterio aún más grande que la luna en el cielo. Acompañaba con la mirada el hielo flotante en las olas sucias, y en aquel preciso instante empezaba la primavera en las calles de Praga. Thank you, so blue!
6 . El nacimiento del poeta
Tengo una nieta pequeña y la quiero mucho, como es natural. Le gusta pintar. En principio, le bastaba con un bolígrafo común. Pero cuando su madre descubrió esta afición suya, no tardó en comprarle tizas y lápices de color. ¡Muchos! Estos utensilios, afilados de cualquier manera, los lleva en una caja de zapatos y yo, a veces, bastante inútilmente, trato de afilárselos. No es posible: hay demasiados.
– Abuelito, dibújame una princesa.
De mala gana busco un lápiz amarillo y pinto antes que nada una corona de oro. Una especie de dientes dentro de una elipse que hace pensar en la boca de un tiburón. Pero mi nieta me quita el lápiz en seguida:
– ¡Así no! Primero tienes que pintar la cabeza y luego la corona.
Mueve los dedos menudos sobre el papel y al cabo de un momento nos mira una princesa un poco atónita, con un vestido de color rosa lleno de puntillas multicolores.
– Píntame ahora un elefante.
Pinto torpemente una masa de carne monstruosa sobre cuatro columnas, adornada por delante con una especie de manguera de bomberos y, por detrás, con una colita de cerdo graciosamente ondulada. Pero esta vez la niña tampoco queda contenta y, al cabo de un momento, tenemos sobre el papel un elefante inimitable, lleno de una graciosa ingenuidad. Le alabo el dibujo y, en el fondo, me siento avergonzado. Tantos años de ir diligentemente a las clases de dibujo y al parecer no había aprendido nada.
Alguien de la familia ha expresado su preocupación: ¡por Dios, que no se le ocurra ser pintora! Eso sí que sería una desgracia. Pero no creo que esto ocurra. Su afición de hoy probablemente se cambiará pronto por otra diferente. Yo, de niño, también llené muchas hojas de papel con mis dibujos. Y cuando una vez mis padres me regalaron una pequeña paleta metálica con un pincel, experimenté una alegría tan grande que todavía guardo un vivo recuerdo de ella. Y la noche en que dormí con la paleta debajo de la almohada fue la noche más hermosa de mi infancia. No recuerdo un regalo mejor. ¡A veces, uno no necesita mucho para ser feliz! Y, al mismo tiempo, no son muchos los momentos felices de la vida.
Durante largas horas me quedaba sentado ante una hoja de papel, dibujando y pintando. Luego me olvidé de esta pasión. Por mucho tiempo.
Íbamos entonces a la primera clase del instituto en el edificio nuevo en la calle de Libuse en Zizkov. Cuando yo entré por primera vez en la sala de dibujo, se me cortó la respiración. Olía a nuevo. Era una luz fabulosa. Estaba provista de modernas mesas de dibujo, con tableros móviles y plegables. Me hizo pensar en un estudio de un pintor que ya conocía entonces. Estaba hechizado y en seguida me volvió el deseo de pintar. Así que decidí ser pintor otra vez.
Mi primer profesor de dibujo fue un pariente del pintor Kremlicka; y luego tuve a R. Marek. Era ágil, de estatura más bien baja, por la cual, y también por su cara, me recordaba al escritor francés André Maurois. Era una persona excelente, no sin encanto personal; un dibujante de primera, tan familiarizado con nuestra pintura como con la universal. Solía contarnos cosas muy interesantes. Escribía reseñas sobre las artes plásticas en las Hojas nacionales y dibujaba a la señora Kamila Neumannová en las portadas de sus libros.
Así que me metí otra vez, inútilmente, en el arte plástico e intenté dibujar. El profesor Marek tenía un lema para animarnos. Solía decir que cualquier tonto puede aprender a dibujar. Entonces yo me consolaba a mí mismo pensando que lo lograría también, porque, sobre todo, no me consideraba tonto. ¡Eso sí que no! Sólo cuando hubiese aprendido a dibujar tendría ganada la batalla. Con los colores sería más fácil. Sí, pintaría.
De todas maneras, no llegué a ser pintor. Porque ocurrió lo siguiente: en la cuarta o en la quinta clase, más o menos, nos sugirió el profesor Marek que trajéramos de casa los modelos con los que montaríamos en la clase el bodegón propio. Mis compañeros de clase traían manzanas, naranjas, limones, floreros con rosas, diversas cajitas y candeleros.
Yo también traje conmigo objetos para hacer una naturaleza muerta muy proletaria, que armonizara con el barrio obrero de ZiZkov: una botella de cerveza, un vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel grasiento.
Monté el bodegón sobre la mesa de dibujo y esperé, con los demás, a que el profesor diera su visto bueno.
Cuando se me acercó, me miró y soltó con violencia:
– Por Dios, Seifert, quite esa salchicha. ¡No permitiré por nada del mundo que la pinte!
No tardé más que un par de segundos en comprender su preocupación. Y me quedé estupefacto.
Y en aquel momento memorable decidí que sería mejor escribir versos.
7. Mirando por la ventana del café Slávie
Ya ni me acuerdo de qué razón nos hacía a veces abandonar el afable y acogedor Café Nacional y cambiar su atmósfera llena de humo por el humo igual y el mal olor del antiguo Slávie de los actores, situado en la esquina, frente al Teatro Nacional. Nos sentábamos al lado de la ventana que daba al muelle y sorbíamos el ajenjo. Era una pequeña coquetería con París; nada más.
Un día vino a vernos allí la señora Wolkrová, y en homenaje a su Jifí nos invitó a aquel veneno verde. No quisimos estropearle su triste alegría. Pero la verdad es que Wolker no venía con nosotros a Slávie ni bebía ajenjo.
Junto al río, bajo los árboles, a lo largo de la barandilla de hierro, había un paseo. Era muy frecuentado al anochecer, pero sobre todo el domingo antes del mediodía. En cierta época paseaban por allí los actores del Teatro Nacional. Nosotros ya sólo vimos allí al anciano señor Króssing con su recto y terriblemente alto sombrero de copa. Nadie, en todo Praga, llevaba un sombrero tan extraño.
Aunque durante el invierno el paseo se despejaba notablemente, los hermanos Capek paseaban por allí incluso cuando nevaba. Los dos llevaban el mismo sombrero duro, la misma bufanda de colores llamativos, guantes amarillos y un bastón de caña. Llamaban la atención, pero seguramente era su propósito. Paseaban sin decir una palabra. Algunas veces les acompañaba un hombrecito inquieto, con gafitas de alambre y viva gesticulación. Se detenía a cada momento y parecía atacar a los dos hermanos. Éste era el estilo de su apasionada conversación. Se trataba del pintor Václav Spála. Los hermanos también tenían que detener sus pasos mudos. A veces se unía a ellos el pintor Jan Zrzavy, y otras veces el serio y regordete arquitecto Hofman, con las manos en la espalda. Aparte del alto y elegante Rudolf Kremlicka, teníamos allí a todo el grupo de los Obstinados. A veces veíamos incluso a Marvánek, pero para nosotros él estaba en la periferia del mundo de los pintores.