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Jelínek se decidió en seguida. ¡Y cuando hay dinero, todo es posible!

Rápidamente reunimos a los autores con apellidos más sonoros, a los profesores y escritores Salda, Fischer, Matéjícek, Nejedly y Tille. Él tomo introductorio, El Teatro Nacional y sus constructores, le fue encargado a Jan Bartos, que mientras tanto, como empleado del Museo Nacional de Praga, había fundado y dirigido el departamento teatral de dicho museo.

Los autores se pusieron a trabajar y al cabo de pocos años realmente había salido una obra maravillosa en ocho tomos en una edición muy representativa.

Yo también ejercí un cargo en esta empresa: hice la propaganda. Tengo una impresión bastante exacta de que lo hice muy mal. Para una actividad así me faltan las cualidades necesarias. Y gracias a esta función volé por primera vez en un avión. Entonces fue como una pequeña aventura. Volé a Bratislava, y de allí a Piestany, para buscar a Salda. Le llevaba un anticipo. Se había quedado sin dinero en un balneario y quería estar más tiempo. También empecé a relacionarme otra vez con Bartos. Le volví a visitar en su oscura casa, donde no había cambiado nada. Volvimos a tomar juntos un café bien cargado y fumamos cigarrillos gruesos como un dedo. Bartos acabó su estudio en un año. O tal vez menos. Su amplio trabajo estaba enfocado desde un punto de vista polémico, cosa indudable dado su autor. Era un estudio revelador, el primero y único de su época. Fue un trabajo que tuvo éxito y que representaba la obra de su vida. El hecho de tener que defenderlo después de haberse publicado le venía bien. La polémica era su atmósfera vital; la que necesitaba. La esperaba con franco placer. Gozaba sacando de aquel monumento nacional el oro falso que desde el principio hasta nuestros días fue agregado a él por los miembros de la clase pequeño-burguesa en forma del idilio patriótico. ¿Cómo, idilio? Eran las luchas que suelen acompañar a todas las grandes empresas históricas. Y gracias a Bartos, varios nombres ya medio olvidados de nuestra gente obtuvieron el brillo merecido.

Después que salió el libro, vi a Bartos pocas veces. Casi siempre en funerales. Y ya que probablemente suponía que me había olvidado de mi papel de realizador de su testamento, pidió a Nezval que le hiciera este favor y, con delicadeza, me lo anunció. Nezval le visitaba ya con cierta frecuencia. Bartos le enseñaba la ciencia de los horóscopos y Nezval era un alumno que no ocultaba su entusiasmo. Al cabo de poco tiempo, preparaban los horóscopos juntos. Nezval dominaba la lectura de la mano magistralmente. Cuando me leyó la mano por quinta vez, y siempre con más detalle, me fijé que llevaba en un dedo un gran anillo barroco que algunas veces había llevado Bartos y acerca del cual afirmaba que contenía la dosis necesaria de veneno mortal. Bartos se lo había regalado a Nezval en el momento en que le pidió el silencioso favor que yo había abandonado.

Bartos murió en el año 1946, relativamente joven. Dejó el mundo voluntariamente, tal como se lo había propuesto hacía años. No sé qué pasó con su rica colección. No se lo pregunté ni a Nezval, que estaría al corriente. Entonces se decía que se la había legado al presidente Benes.

Poco tiempo después de su muerte, vino Nezval a verme a toda prisa. Llegó a la redacción y, muy excitado, desplegó ante mí, en el escritorio, unas cuantas hojas. Era el horóscopo de Jan Bartos que Nezval había preparado hacía cosa de un año. Pero no se lo había entregado. No tuvo el valor.

La constelación de las estrellas predecía a Bartos una pronta muerte. Muy exactamente en cuanto al tiempo. Nezval se puso a explicarme, entusiasmado, el complicado y cuidadosamente dibujado diagrama, lleno de números y de letras griegas.

Le escuché atentamente, pero por desgracia tengo que confesar que no entendí nada de todas aquellas líneas. Se ve que la vida me negó siempre el privilegio de conocer el enigmático lenguaje de las estrellas.

37. Un cuento de Mala Strana en miniatura

A la antigua cervecería Na Vikárce, acogedoramente oscura porque en sus ventanas cae la sombra de la catedral, iba a veces el camarero del arzobispo. Digo algunas veces. Pero esto puede ser debido a que yo le veía allí sólo algunas veces. Vivía cerca. Yo también. Los dos la teníamos a la vuelta de la esquina.

Cuando durante las grandes fiestas acompañaba a su señor a la catedral de San Vito, se sentaba en el pescante del antiguo coche con el escudo del sombrero del cardenal en la puerta, al lado mismo del elegante cochero, que llevaba un sombrero de copa gris claro. El iba vestido de negro, con un sombrero normal en la cabeza. El coche con el cochero se quedaba en el segundo patio, ante la entrada a la sala española del Castillo, mientras el camarero acompañaba a pie a su señor hasta la catedral. Y en la sacristía le entregaba a los cuidados de los sacerdotes que le estaban esperando.

Cuando el arzobispo, revestido con la casulla, con la mitra puesta y el báculo en la mano, golpeando el suelo de una manera majestuosa, entraba en la catedral para sentarse en su trono con baldaquino, el camarero se ponía el sombrero y se iba a toda prisa a la cervecería Na Vikárce. Durante hora y media estaba libre. Se sentaba en la barra frente a la catedral. Luego no tenía otra cosa que hacer que escuchar un instante de cuando en cuando.

– Todavía están con el Agnus Dei -comentaba de repente-. ¡Camarero, póngame otra!

En Na Vikárce tenían muy buena cerveza de Pilsen.

En otras ocasiones, no iba a Na Vikárce hasta última hora de la tarde, cuando se acababa su servicio en el palacio. La cervecería estaba mucho más animada y él se sentaba en la sala. Con su firme pertenencia a estos lugares, santos y no santos, y a las cosas relacionadas con la catedral y el palacio, con su conocimiento detallado de todos los acontecimientos que podían ocurrir y estaban permitidos en estos lugares, era una de las autoridades locales, aunque en su conjunto hacía pensar en los tiempos idílicos del siglo pasado. El siglo veinte le marcó muy poco. Parecía uno de los personajes de los cuentos de Jan Neruda, con toda la gracia y el encanto de la antigüedad. Nada que fuese actual o moderno -al menos a primera vista- estropeaba su imagen.

Sabía todo lo que pasaba a su alrededor y le gustaba contar las historias que habían sucedido detrás de la puerta del palacio. Le excitaban especialmente las visitas de los personajes importantes que iban a ver a su amo. Una vez oí cómo contaba misteriosamente a los vecinos del Castillo que, a la semana siguiente, las carmelitas estarían cambiando la ropa de la reverenda Electa. Según él, el señor arzobispo ya había dado el permiso.

Yo ya conocía a esta dama anciana sentada en un sillón en un armario de cristal. Una vez vi por la ventana, al lado del retablo, el terrible rostro de aquella momia barroca de trescientos años de edad, cuando de niño salté la barandilla en la iglesia. Entonces la historia de la reverenda Electa era muy conocida, especialmente en el Castillo. Hoy en día se sabe poca cosa de ella.

El cuerpo de la reverenda madre Electa fue exhumado unos años después de su muerte, clandestinamente y bajo circunstancias muy extrañas. Había varias razones para la exhumación. Una de las hermanas sufría de constantes dolores de cabeza. Una vez, desesperada, puso la frente sobre la pared de la tumba de la priora y los dolores cesaron súbitamente. Pero éste no era el único milagro que ocurrió en la tumba de esta mujer. Poco tiempo después las hermanas excitadas corrían a la superiora contando que desde el sepulcro de Electa ascendía un suave perfume de jazmín. Cuando la superiora, que ocupó el puesto después de la priora Electa, estuvo convencida de la verdad de aquellas noticias extraordinarias, se decidió a una acción intrépida. Con varias ayudantes, en secreto, por la noche sacó el féretro de la tumba para abrirlo.