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Pero ¡Dios santo! Me estoy vistiendo descaradamente con plumas ajenas. Todos estos detalles los cuenta un conocedor de toda clase de historias de Praga, de las épocas recientes y de las antiguas: el historiador Antonin Novotny, casi olvidado y menos valorado de lo que merece.

Pero hay que acabar el cuento sobre la priora difunta. Cuando las hermanas abrieron el féretro, lo primero que encontraron en ella fue una espesa capa de hongos grises. Después, apareció el cuerpo incorrupto de la primera superiora, en su tiempo una bonita italiana que había venido a Praga para fundar y dirigir la orden de las carmelitas.

En la época barroca no se reflexionaba mucho sobre las cosas. ¡Era un milagro! Las hermanas usaron sin la menor cautela una infusión de rosas y romero para limpiarle la cara a la difunta. Aquel líquido cosmético, que seguramente utilizaban ellas mismas, produjo un mal efecto sobre la muerta: la piel se volvió marrón en los sitios lavados.

El cuerpo fue examinado varias veces por los médicos. Durante el último examen se reunió todo un consejo de especialistas importantes. Era gente de apellidos sonoros, entre ellos algunos extranjeros famosos. Reexaminaron el cuerpo: tenían que volver a constatar su integridad. Al mismo tiempo confirmaron otra vez que la frente de la priora emitía un olor misterioso, parecido al de jazmín. Todo esto fue anotado protocolariamente. Esto ocurría en el año 1677 y los protocolos se han conservado.

Así fue como las piadosas carmelitas vistieron a la difunta nuevos hábitos del convento, los pertenecientes a su rango, la sentaron en un sillón y la depositaron en una gran vitrina de cristal.

No obstante, el destino milagroso de su cuerpo no es igual al de su ropa. Los insectos y el polvo estropean la ropa con el tiempo y de vez en cuando hay que cambiar a la difunta y ponerle un hábito nuevo. Como el convento estaba bajo el gobierno del arzobispo de Praga, no se podía llevar a cabo tal acción sin su permiso. Y eso acababa de ocurrir. El señor arzobispo dio su visto bueno.

Las carmelitas, aquella orden tan estricta que nos mandó después de la catástrofe de Bílá Hora, estaban rigurosamente encerradas en su convento. Aparte del sacerdote, que hacía la misa, tenían prohibido ver a un hombre. No podían ver ni a su padre, ni a su hermano. Y del sacerdote estaban separadas por las rejas. Estaban muertas para el mundo. La tela para el nuevo hábito era comprada por el sacristán en la tienda de Kyncl, en la plaza Staroméstské, y la priora se comunicaba con él por escrito. Con esto se acababa la participación de los hombres en esta ceremonia. Todo lo demás lo arreglaban las hermanas dentro del convento.

También era el sacristán quien vendía los pequeños recortes de la tela con que habían limpiado el sudor perfumado de la frente de la reverenda Electa. Sólo la falta de recursos financieros me impidió comprar esta reliquia cuando era pequeño.

Dudo mucho que los visitantes de la iglesia de ahora, si es que saben algo de este monumento, tengan ganas de trepar por la barandilla del altar y mirar en los ojos medio cerrados y profundamente hundidos de la italiana. El espectáculo del rostro envuelto en una tela blanca y adornado con una corona es inolvidable, terrorífico.

Pero el tiempo no se detiene. Los años se apresuran y corren con él. Yo no iba cómodamente a. Petfín y al jardín Seminárská, por la calle Karmelitská y Újezd. Me gustaban las gradas del castillo, y, además, ¡qué vista tan hermosa de la ciudad se desenvolvía desde la plataforma del Castillo! Así que cada vez tenía que pasar al lado del convento de las carmelitas, que siempre me hacía pensar en aquella tétrica ceremonia en que las carmelitas mudaban a su priora, difunta desde hacía trescientos años. Aquel cuerpo viejo e inerte de mujer, con los ojos entreabiertos y sangrientos, se entregaba a las manos entusiasmadas de las hermanas que, rezando con emoción, desnudan a la mujer muerta, le peinaban el cabello, le ponían una corona en la frente perfumada con jazmín y volvían a sentar a su antigua superiora en el trono.

¿Cómo pasar por allí y no recordarlo?

Sin embargo, detrás del convento surgía otra vez en el vivo día de hoy. Aquí está la casa de Los tres lirios, y, al pie de los muros sombríos, ya podéis dirigiros directamente al mirador.

¡Qué bien se estaba allí! Mucha gente joven en todas partes. En el restaurante del funicular brillaban los manteles blancos y el vagón pesado se iba arrastrando despacio hasta la colina.

Los ojos de las chicas fulguraban, y en los ojos se reflejaba todo. Todos aquellos ojos eran bonitos. Y cuando los ojos son bonitos, también es bonita la propietaria; y en ese caso pocas veces está sola.

Como siempre ocurre, una de ellas era la más bonita, la más graciosa, la más tierna, la más tentadora. Tenía en el cuello una fina cadena de oro y sobre la cadena un angelito de Rafael que apoyaba la barbilla en la mano. Y en todas partes se olía la embriagadora fragancia de jazmín.

Pero el angelito estorbaba.

38. Una rodaja de salchichón húngaro

Ver un camión de mudanzas delante de una casa de Zizkov era lo más común. A los habitantes de allí les gustaba cambiar de residencia. Se peleaban con los vecinos y en seguida se iban. O no se ponían de acuerdo con el propietario y a la semana siguiente aparecía delante del portal un camión enorme y torpe. Nosotros también nos habíamos mudado varias veces. No por esta clase de desacuerdos, sino para mejorar, un poco, y otras veces por el contrario, en busca de un piso más barato. Según las circunstancias de la vida. Durante varios años vivimos en una bonita casa nueva de la avenida Carlos, muy cerca de Sklenáfka, que así se denominaba el edificio de la esquina, con su torrecita visible desde todas partes. De hecho, nuestra casa estaba unida con aquel edificio, en cuya esquina había un restaurante. Era difícil encontrar lugares sin bares o restaurantes en Zizkov. En cada cuarta o quinta casa había alguno. En nuestras cercanías más próximas se encontraban cuatro cervecerías, dos hoteles y dos tabernas. A una de ellas solía ir en el pasado el poeta Jaroslav Vrchlicky. Sé por qué. Pero no lo diré.

Que la casa donde vivimos durante varios años era una de las mejores es evidente por el hecho de haber allí una charcutería. La tienda no era grande, pero nos perfumaba toda la casa. El olor nos golpeaba en la nariz incluso cuando caminábamos por la acera de enfrente y alguien abría la puerta. Yo inhalaba con placer aquel soplo de aire que surgía de la tienda. Era un cóctel exótico de toda clase de buenos olores mezclado de tal manera que formaba una atmósfera única y característica, común a las charcuterías de todos los tiempos. Así olían también las demás charcuterías. Yo lo sabía, aunque no las visitaba, eso no. Pero las miraba en todas partes. Es un perfume ahora ya irrepetible y perdido para siempre. No quiero ser un ensalzador de los tiempos pasados, pero lo busco en vano en las tiendas de hoy. Al mismo tiempo debo añadir, sin embargo, que entonces no había colas como hoy delante de los mostradores. Ni tampoco hay en las tiendas de ahora aquella especie de ambiente sagrado que caracterizaba a las tiendas de mi juventud. En las charcuterías uno se quitaba el sombrero al entrar, como se hacía en las farmacias, donde ahora la gente no se descubre hace tiempo. En las pastelerías también había un perfume especial. Cuanto mejor era el establecimiento, más fino era el olor. El de ahora es muy distinto. En cambio hay mucha gente, mucho barro, prisas y desorden. La poesía se ha esfumado.

Seguramente todo esto lo hacía el dinero, podríamos decir para simplificar el asunto.

En nuestra charcutería no comprábamos nada. Y cuando decíamos «ése compra en Kolman», que era el amo de la tienda, significaba que se trataba de un ciudadano más bien rico y dotado de un paladar de sibarita. Muy raramente, por lo general antes de las fiestas de Navidad, me mandaba mi madre allí en busca de alcaparras y anchoas. Kolman las tenía mejores que en otros sitios.