El amo solía estar delante de su tienda, tocado con el gorrito bajo y negro que llevaban los charcuteros y los dueños de las tiendas buenas, y sonreía amablemente a la vida y a la gente. La vida naturalmente sólo era nuestra calle. Yo saludaba con respeto a Kolman. Seguramente por una cierta consideración por los inaccesibles tesoros charcuteros que guardaba en su tienda y exhibía en el escaparate.
Cuando salía de mi casa no me olvidaba nunca de mirar el escaparate del señor Kolman. Cuando tenía tiempo y no me apresuraba camino del colegio o de otro sitio, me quedaba mirando bastante tiempo. Y una vez ocurrió algo muy excitante y memorable. El señor Kolman me saludó sonriendo, fue detrás del mostrador y, con la punta de un afilado cuchillo, me dio una rodaja de salchichón húngaro. Era la primera que comía en mi vida. Y como veis, todavía no lo he olvidado.
Casi cada día el señor Kolman arreglaba de forma distinta los tentadores productos de su escaparate. Levantaba el pesado cristal en su marco, lo aseguraba y movía con maestría sus raras golosinas. Igual que los pintores holandeses cuando se preparaban para pintar sus célebres naturalezas muertas. A cada momento salía del cristal para observar su creación desde más lejos.
En medio del escaparate solía haber un trdlovec monumental. Probablemente no sepáis lo que es eso. Ahora hay poca gente que lo sepa. Era una especie de pastel de charcutero. Nunca lo he visto en una pastelería, en cambio no había casi ninguna charcutería que no se enorgulleciera entonces con esa extraordinaria creación.
A primera vista, parecía una especie de tronco vacío. Su corteza formaba unos largos pinchos redondeados, dorados con azúcar enriquecido no sé con qué. Según yo observaba cuando cortaban el pastel, había varias capas de amasijo, unidas con pasta de almendras -entonces no me podía imaginar nada mejor- y de mermelada que se notaba muy poco. No sé cómo lo preparaban. Se cortaba desde arriba y se vendía a peso. Era muy caro. No tengo ni idea del gusto que tenía. Cuando el realizador Werich rodaba la película El panadero del emperador, buscó inútilmente a alguien que le pudiera preparar un trdlovec. Ya nadie lo sabía hacer. Al lado del orgulloso trdlovec me llamaban la atención unas pequeñas fuentes. En una de ellas había granitos negros de caviar y en la otra rodajas rosadas de salmón ahumado. Estas tres cosas pertenecían seguramente a la aristocracia del surtido de una charcutería. Estaban siempre en lugares destacados. Entre las grandes piezas expuestas llamaba la atención una barra de tamaño enorme de emmental. Me sonreía con sus agujeros grasosos y yo observaba cautelosamente cómo iba disminuyendo, porque el señor Kolman cortaba cada día un gran trozo que colocaba en la tienda, sobre el mostrador. Encima de la barra de queso suizo estaban atractivamente arreglados los demás quesos. Una bola roja de edam cortado, una barrita pequeña de roquefort mohoso, una caja abierta de camembert y un pastel de brie con regusto dulce. No os extrañéis de mis conocimientos. Cada queso tenía pinchado un rótulo en el que, con letra ornamental, el señor Kolman escribía todo lo necesario. En el fondo, en una barra metálica, colgaban los jamones, las negras anguilas ahumadas y los salchichones de todas clases. El húngaro, con su piel mohosa, el salchichón de Verona un poco arrugado, uno liso y gris de Milán, y otro negro, tirolés. Debajo de ellos estaba tumbada perezosamente una enorme mortadela, cuyo corte era una especie de sol que brillaba en el pequeño cielo de la charcutería. Éstos son, naturalmente, todos los embutidos que podía nombrar. Cada día estudiaba aquellos manjares y los conocía detalladamente. Incluso los precios. Sólo el sabor de todas aquellas cosas buenas era para mí, por desgracia, desconocido.
Entonces no me interesaban todavía las botellas de vino. Pero también llegué a conocerlas poco a poco. Y lo que aprendes de joven, siempre te sirve de mayor. Los caballeros de champán, rollizos de cuerpo, con su casco de papel dorado, estaban rodeados de bellezas del Rhin, mientras que los pobres vinos checos de Mélník, Ludmila y Tramín formaban un pequeño grupo como de servidumbre, y algunos de ellos incluso sostenían con la cabeza fuentes de cristal o de plata con ensaladillas de todas clases, bordadas de jamón rosado y adornadas con cuentas verdes de guisantes. Las preparaba el mismo señor Kolman en su cocina de la trastienda. Las fuentes del escaparate y de la tienda se vaciaban al atardecer.
Y casi lo olvidaba: a veces ondeaban en el escaparate orgullosos copetes gris-verdosos de piñas doradas. Y no hablo de las salchichas de Frankfurt amontonadas en un plato, de los embutidos y otras clases de géneros que llenaban el espacio que quedaba en el escaparate.
Mis padres compraban en la tienda de la señora Zvoníckova. Estaba delante de nuestra casa y sobre la acera tenía un barril abierto lleno de arenques cuyos ojos muertos y redondos me conmovían. El barril no estaba cubierto. ¡Es igual si el coche levantaba polvo! El señor Kolman también tenía un barril parecido y también estaba delante de la tienda, pero lo tapaba cuidadosamente con una tapa en que había una ventanilla de cristal. En su barril no había arenques sino anguilas italianas asadas con mantequilla, conservadas en escabeche, de Commocchio. A unos pasos de nuestra casa había la carnicería caballar del malhumorado señor Kovár, llena desde la mañana hasta la noche. En su escaparate había una gran pierna de caballo y sobre los palos colgaba un interminable salchichón rojo que producía fuerte olor a ahumado.
En todos los calendarios, en las paredes o sobre las mesas, corrían los años de la misma manera. Y luego vinieron los años malos, hambrientos, de la primera guerra. El señor Kolman cerró la tienda vacía, bajó la persiana metálica sobre el escaparate desierto y creo incluso que cambió sus tenazas de coger anguilas en escabeche y sus cuchillos afilados de cortar embutidos por un fusil y tuvo que ir a la guerra. Desapareció la belleza de su escaparate. Para siempre. ¡Pero no, no del todo! Alguien llevaba en la memoria su imagen. Era yo. Y hoy recuerdo todavía la belleza y el sabor de una rodaja de salchichón.
No mucho después de la guerra, a principios de los años veinte, me pidió el poeta S. K. Neumann que escribiera en la revista Proletkult unos versos para el 1 de mayo. Corrían mucha prisa. Los escribí en seguida. Neumann, mientras los estaba leyendo, dio unas fuertes chupadas a la pipa y sonrió maliciosamente. Yo sabía por qué. Pero los publicó. Los tituló «El día festivo». Y muy pronto aquello se convirtió en una gran vergüenza.
En los primeros versos del poema yo arreglaba las cuentas con nuestros burgueses. Y después, con los miembros de los dos partidos socialistas.
En aquella fecha pasaban por la plaza Václavské tres manifestaciones: la comunista, la socialdemócrata y la nacionalsocialista. Se trataba de demostrar quién era políticamente más fuerte. Al menos en Praga. Al día siguiente empezó en los diarios una polémica enconada sobre el número de manifestantes. Unas cifras eran las que facilitaba la policía, otras las que daba cada uno de los partidos. Naturalmente, nunca eran las mismas.
Y yo canté, alegremente:
Queremos un mundo nuevo, tal y como lo deseamos, porque la vida es bella y las flores huelen bien; la tierra respira una nueva alegría húmeda y nosotros los proletarios la añoramos.
Eso era pasable. No es que fuera algo nuevo, no era ni demasiado original ni hermoso, pero desde el punto de vista ideológico estaba bien y nadie se enfadaba. Lo peor era cuando llegaba cojeando, con una buena dosis de malicia, hasta el patético finaclass="underline"