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Y el que pasa toda la vida en el ayuno, también quisiera, sin preocupaciones, sentarse tranquilo a la mesa llena de comida escuchando melodías tan bellas como el temblor de las alas de los ángeles.

Los versos malos también son versos, decía Jindfich Hofejsí. ¡Pero no hablemos por ahora de las cualidades musicales!

Según recuerdo, en aquellos años había en nuestro país escasez de comida. Sobre todo en mi casa. Mi padre estuvo parado durante bastante tiempo después de la guerra, así que las raciones en los platos no crecían. Esto me hizo cantar bajo el signo del materialismo más apegado en la tierra:

Nosotros también deseamos comer carne, y cenar ternera con su guarnición.

Hablando de estos versos quiero defenderme un poco y también recordar la amabilidad de Neumann. Este poeta tiene una pequeña parte de culpa, aunque muy pequeña e indirecta, de que hiciera estos versos. Era una buena persona y me parece que me tenía un cierto afecto. Al ver mi rostro demacrado de chico de la periferia, me llevaba algunas veces al restaurante Taverna, en el hotel Palace de la calle Jindfisská. Según me confesó, iba allí cuando tenía dinero. A Neumann le gustaba la carne de cordero, costumbre que adquirió durante la guerra, cuando servía en el frente sur. Pero lo que le encantaba era la carne de ternera muy tierna. Sobre todo los riñones de ternera. Y la rodilla de ternera. La comíamos juntos y había tanta que ni nos la podíamos acabar. Cuando la traían en una fuente, parecía algo colosal. Y acompañada con una ensaladilla, tenía un gusto estupendo. Estaba maravillado. Por entonces yo apreciaba muchísimo el sabor de estas comidas, hoy comunes.

Ahora llegamos a lo peor. Puse en el poema la mitad del escaparate del señor Kolman:

Nosotros también queremos beber vino de Borgoña y comer anguilas en escabeche. Tenemos plena confianza en que también un día nos sentaremos a la mesa, para comer queso emmental. Y por todas las penas y la miseria, también nosotros queremos lo mejor de la riqueza de los dones de la tierra: salmón ahumado, salchichón, caviar…

Etc., etc.

Bueno, y la catástrofe estaba montada. Primero se dejaron oír algunos lectores. Naturalmente sobre todo aquellos en cuyo nombre no había hablado. Entonces era muy joven y todos aquellos gritos me producían una alegría traviesa. ¡Qué interés; aunque fuese negativo! Epater le bourgeois, éste era uno de los lemas que más satisfacción me daba a la hora de ponerlo en práctica.

Pero los versos no sólo habían hecho enfadar a los burgueses. Bohumír Smeral, dirigente del partido comunista y redactor de Rudépravo, me llamó a la redacción y con amable firmeza me señaló que el poema era tonto y podía dañar la causa obrera. Yo ya empezaba a reconocerlo también. Pero era tarde. Puse «El día festivo» en mi segundo libro de poemas; prefiero no nombrarlo porque más tarde lo omití. El libro se estaba imprimiendo ya y no había nada que hacer.

Aquel romance de mayo no acabó de una manera divertida para mí. Los versos eran malos desde todos los puntos de vista. Yo ya me había dado cuenta. Pero la palabra pronunciada vuela mientras que la escrita queda. Y no se enrojece, según aprendíamos en clases de latín. Cuánto me hubiera gustado borrarlas del mapa. Por suerte, a causa de mi carácter algo despreocupado me salí de este asunto con el corazón libre.

A mi futura mujer le fue algo peor en su trabajo. En la oficina, tanto sus jefes como sus inferiores le tomaban el pelo recitándole aquellos versos.

No tengo mucho sentido para la historia de la literatura. Sin embargo, me parece que no estaría de más revivir algunas de estas voces y opiniones que han desaparecido hace tiempo, igual que los poco honrosos versos.

Cuando era estudiante me gustaba visitar la biblioteca del Museo para hojear allí la revista Moderní revue. Encontraba allí poemas de Bfezina, Neumann, Sova y Hlavácek. Leía polémicas que no entendía. Pero, después de la guerra, aquel periódico se situó muy a la derecha y muchos de los nombres sonoros abandonaron sus páginas. La primera persona que se dejó oír entonces fue un reaccionario intransigente, un estricto individualista, el crítico Arnost Procházka. Virgilio nos aconsejaba hablar siempre bien de los muertos, pero no me da la gana. Procházka era malvado, enemigo de todo lo progresista, propagador de una decadencia falsa y de la morbidez aristocrática. Con sus posturas reaccionarias no hacía más que crear mal humor.

Criticaba burlonamente una encuesta de la revista Most. La tercera pregunta de la encuesta la hacía explotar.

«La tercera pregunta -decía Arnost Procházka- es el colmo de la inmadurez ideológica de toda la encuesta. El nuevo arte tiene que ser de clase, proletario y comunista, según ha dictado uno de los jóvenes, jovencísimos "poetas". Por Dios, ¿es que los poetas se ejercitan masivamente, como los soldados? ¿Aprenden su oficio como los peluqueros? Preguntar una cosa parecida es grotesco y pedir esto a toda la generación sería absurdo. Sería el clericalismo más estúpido, el que conoce y reconoce únicamente su clase como correcta, la única iglesia del dios Proletario. A un poeta no se le puede prescribir o prohibir esta o aquella fuente de inspiración. Que se inspire en cualquier cosa, con la condición de que no escriba poemas a base de manifiestos ni programas de los partidos, sino que exprese de manera original sus propios pensamientos y emociones, no imitaciones, porquerías sacadas de todos los rincones, y que no obligue a los demás a que compartan sus opiniones y esperanzas. Haga lo que haga, cada poeta es, en el fondo, subjetivo. Algo así como poesía impersonal no existe; no existe el arte de masas. Ya el hecho mismo de que la gente joven pueda tomar en serio algo tan feo como es una dictadura del proletariado, el problema de clases o el comunismo, demuestra su bajo nivel intelectual.»

De esta forma seguía el crítico en su rabia desenfrenada, expresada en un checo aparatosamente estético, y después de citar con desdén dos poemas cortos de Hoffmeister, cerraba su ataque con la conclusión brutaclass="underline"

«Además, un trozo de "poesía proletaria", unos versos que en la revista Proletkult había perpetrado Jaroslav Seifert.» Y aquí comenzaba una larga cita de «El día festivo», versos, la mayoría de los cuales ya había citado voluntaria y humildemente yo mismo. Y acababa patéticamente.

«Vaya gula: ¡tanto caviar! Y qué buen estómago revela esto. Pero aún mejor, directamente cementado de estupidez, tiene que ser el "estómago mental" que aguanta y digiere una poesía así.»

Mucho más tarde, de la revista Literární rozhledy llegó la voz tiernamente reprobadora, suave y amable, de Antonin Sova. Yo adoraba al poeta Sova. Me sentía agradablemente en la atmósfera de su poesía. Todos le querían. Especialmente Josef Hora. Nos conmovía asimismo su duro destino. Sova estuvo varias veces casi mortalmente herido. Su bella mujer abandonó al poeta enfermo, ya para siempre atado a su silla. Josef Hora contó su visita a Sova. El poeta le acogió con alegría, pero trató inútilmente de acercarse a él para recibirle. Dio dos o tres pasos tambaleantes, abrió los brazos y otra vez tuvo que dejarse caer en su silla. Sova se quedó solo con su hijo, que le fue fiel. Alguien nos enseñó la foto de su mujer. Era una señora verdaderamente hermosa y elegante. Probablemente se necesitarían un amor y una paciencia enormes para seguir siendo fiel al poeta. La vida jugó cruelmente en este matrimonio.

En un artículo que tituló «Al margen de la poesía social vieja y nueva», el poeta empieza a contar cómo, en los tiempos en que escribía sus Tristezas desahogadas, no pasaba una buena época.