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»La tertulia de la noche, tomando una copa, era muy alegre. Yo veía a la mayoría de escritores checos por primera vez, pero me hice amiga de ellos en seguida. Marie Majerova también llegó a ser amiga mía. Le gustó mi seudónimo. Lo pronunciaba con dulzura, y cada vez que lo repetía me decía lo bien que sonaba. Jaroslav Seifert deslumhró a todo el mundo con su cordialidad y su gracia. Las copas sonaban, el vino brillaba y los ojos de todos nosotros resplandecían con la alegría de aquel cordial encuentro con nuestros escritores hermanos…» Etc.

Desde los tiempos de aquella juventud desenfrenada han pasado casi cuarenta años. Cuando uno se hace viejo, decide que tiene que ordenar sus cosas personales. Por ejemplo, la correspondencia. Pero aún no tengo valor. La tengo muy desordenada y me digo, para tener una excusa, que me queda mucho tiempo.

Entonces me dediqué a arreglar fotografías. Tengo unas cuantas. Las guardé durante mucho tiempo en cajas de bombones, que conseguía de cualquier forma. Pero en los últimos años me las traen mis dos nietas. Vacías, para ellas, no tienen valor. Y así ocurrió que en una de estas cajas, con una inscripción dorada, «Postre Marysa», encontré incluso una de las fotos de Trencianské Teplice. En ella estamos todos los que habíamos asistido al congreso literario.

Marie Majerova, con la señora Jirina Koptova, que vino con su marido, me llevaron frente al objetivo cogido del brazo. Y de esta forma llegué a encontrarme, contra mi voluntad, en el centro de la fotografía, donde tenían que estar sólo ellas con la señora Tilschova. En la solapa de la americana llevo una margarita y tengo aspecto de ser feliz. ¿Y cómo no iba a serlo si estaba en compañía de dos mujeres tan bonitas? En este momento, todos sonreían. Seguramente nos encontrábamos muy bien.

Las dos bellas mujeres ya han desaparecido. Marie Majerova murió hace poco. Durante mucho tiempo luchó con el tiempo y con la vejez. Hasta sus últimos días se rizó el pelo sobre la frente.

Josef Kopta también falleció. ¡Y no tenía ganas! Detrás de él, con un monóculo, está Hanus Jelínek, un guapetón que hacía la corte a ambas mujeres. El también está ya en el cementerio de Vysehrad y, si pudiese, miraría las alas del genio que está sentado sobre la tumba en el cercano cementerio de Slavín. Su vecina de entonces, la señora Tilschova, también ha muerto ya hace tiempo. El poeta Petr Kficka, autor de la hermosa Medynie Glogowskd, se fue en los años tempestuosos de los cuarenta, silenciosamente, como de puntillas. Ya ni recuerdo cómo. Josef Hora no disfrutó mucho tiempo del sabroso aire de la libertad y murió en junio de 1945. Y finalmente B. M. Klika dejó asimismo a sus infieles bailarinas del Teatro Nacional, que amó con tanta insistencia y tan en vano. A todas al mismo tiempo.

Cuando me miro a mí mismo en esta fotografía, me resuena en los oídos aquella frase estereotipada del teléfono: No cuelgue por favor, llegará su turno.

Ya no camino de prisa por la calle. Tengo la impresión de que, a la vuelta de la esquina, me esperan todos, escondidos.

Que me disculpen los colegas eslovacos, pero ya no me acuerdo de todo lo que estuvimos diciendo y de lo que pasó en el congreso. Pero, si me acuerdo de algo, es de la sonrisa en el rostro de Betka Ponicanova, una guapa chica que no dejaba de invitarme cordialmente a su mesa. Los eslovacos son mucho más afectuosos. Hasta hoy me da lástima. ¡A ver qué hace ahora!

En cambio, se sentó con nosotros el joven sacerdote y poeta eslovaco Rudolf Dilong. Era un fraile de la orden de los franciscanos. Y poeta surrealista. No sé cómo es posible esta combinación. Llegó al congreso en su motocicleta. Era tan natural que sorprendía. Pero se avino bien con el conjunto. El poeta Boleslav Lukác nos tomaba el pelo: decía que nos dejábamos hechizar por su hábito de monje y añadía que nos ganaría incluso un limpiachimeneas si alguien lo hubiera traído. Pero no tenía razón.

Dilong era un hombre animado y temperamental que hablaba con sinceridad, tenía muchas ideas y sabía contar anécdotas. Sus ojos no dejaron en paz a ningún rostro de chica de las allí presentes. Nos hicimos amigos íntimos y cordiales.

En la madrugada se levantó de la mesa, encendió en la puerta un cigarrillo, se arremangó la sotana y saltó sobre la moto. Se fue a una cercana iglesia a decir misa. Invitado por él, fui también a la iglesia. Con toda la humildad franciscana estaba arrodillado delante del altar, y la boca que hacía sólo un momento estaba cantando canciones de amor eslovacas, invocaba a Dios y oficiaba la misa con toda gravedad.

Al día siguiente, después del congreso, todos volvimos a nuestra casa. Yo fui con Hora a Bratislava. Él hacía trámites allí para su redacción.

Me es bastante difícil pasar por aquella ciudad sin detenerme en alguna de sus pequeñas tabernas, donde siempre se encuentra a alguien conocido. Estuvimos a punto de irnos a dormir, porque teníamos que salir muy temprano hacia Praga, pero alguien le aconsejó a Hora que visitásemos al menos por un momento un bar nocturno de Bratislava que estaba situado cerca de nuestro hotel, en una callejuela al lado del muelle. Allí hay un bello trozo de la Viena nocturna, ciudad que está a un par de horas de Bratislava.

Encontramos la casa con bastante dificultad. Se bajaba al bar por la escalera del sótano. Pero, en aquella época, valía la pena. Para un visitante de hoy, y sobre todo para el que ha conocido los países occidentales, ya no sería tan emocionante.

La sala, espaciosa y elegante, estaba dividida en pequeños departamentos medio cerrados. Desde la entrada nos sorprendió un agradable rumor de música gitana y un ligero perfume. Sobre las alfombras persas se movían silenciosamente cuatro chicas. Dos de ellas parecían húngaras. Eran morenas y abrían a los clientes sus grandes ojos negros enmarcados por largas pestañas. Las demás, como nos dimos cuenta al cabo de un instante, eran de Viena. Todas llevaban faldas largas hasta los pies y se movían entre las mesitas con sus zapatos elegantes. La parte superior de su cuerpo sólo estaba cubierta por un collarcito de perlas o una fina cadenita con una crucecita de oro. Y con un ligero perfume de muguete y de cuerpo joven. Repartían cigarrillos y bebidas en unas bandejas brillantes, eran amables y simpáticas y tenían una expresión tan natural como si estuvieran tapadas hasta el cuello.

Apenas nos sentamos, me dijo Hora:

– Lástima que tu franciscano no esté aquí con nosotros. Con su sotana, causaría sensación.

Dilong me escribió a Praga tres o cuatro veces. También me envió sus libros. Luego se sumió en el silencio.

Hasta cierto día. Estábamos en casa cuando alguien llamó a la puerta de una manera más bien tímida. Mi mujer se apresuró a abrir. Era una chica muy jovencita, con un niño en los brazos, envuelto en una manta. La invitamos a entrar, un poco sorprendidos, pero, todavía en la puerta, nos dijo:

– Soy la prometida de Rudolf y he venido a verlo. Me escribió que estaba con ustedes.

Lloró amargamente y nosotros sentimos mucha pena por ella.

Al cabo de algún tiempo me encontré otra vez en Bratislava, en una reunión de la editorial Druzstevní práce. En el restaurante Grandhotel topé con el amable Boleslav Lukác. Con amistosa malicia, me anunció que Dilong, antes del nacimiento de su hijo, levantó el vuelo y se fue a algún lugar de América del Sur. Y allí desapareció.

O, según dicen en América, se cayó en un agujero de queso emmental.

40. En el sillón de poeta

Se casó el poeta Halas, hubo muchas celebraciones y el joven matrimonio de Frantisek y Libuska Halas por fin se reunió. Halas escribió más de novecientas cartas amorosas a su novia. Era un gran amor. ¡Las cartas están aquí! El matrimonio encontró una casa modesta, pero acogedora, en el barrio de Vinohrady, en la calle Koufimská; y el joven arquitecto Heythum les diseñó un interior moderno. La biblioteca ocupaba una gran parte de la pared de la sala donde nos solíamos sentar.