Выбрать главу

El matrimonio Halas era generoso y su puerta estaba siempre abierta de par en par. Cada día venía alguien, a veces nos juntábamos cinco o seis. Dos visitantes acudían con frecuencia: el dibujante Frantisek Bidlo y el poeta Josef Palivec. El primero vivía cerca de ellos, en Vinohrady, y el otro a la vuelta de la esquina.

Halas tuvo que aguantar mucho de sus invitados por culpa de su sillón de poeta. Con buena intención, el arquitecto le diseñó un sillón moderno y cómodo que llamó «de poeta», porque en el respaldo de los brazos había fijada una tablita blanca de cristal y al lado un lápiz. Según el arquitecto, Halas tenía que sentarse en el sillón, pensar en el poema y en seguida apuntar cómodamente la idea del momento y el verso. Según me acuerdo, Halas nunca se sentaba en su sillón de poeta. Al menos no lo hacía delante de nosotros. Le disgustaba el sinnúmero de chistes con que los invitados solían agasajarle.

Y no sólo los invitados. La noticia del sillón de poeta llegó al público y el sillón se convirtió en un término de burla. Halas lo aguantaba a duras penas.

En cambio, Frantisek Bidlo, amigo íntimo de Halas, se sentaba con predilección y elegancia natural en el sillón. Sus palabras solían ser bastante venenosas, pero Halas quería sinceramente a Bidlo y le disculpaba con generosidad. Bidlo dibujaba a menudo a Halas; y sus dibujos, sobre todo los que había hecho sólo en presencia de los de la casa, no eran nada amables.

¡Pero es que Bidlo era así!

– Tiene la nariz respingona -decía de Halas-, y es fácil pintarlo.

Y también le gustaba dibujar a su mujer Bunka. Bunka le decían desde que era niña y ya nadie se sorprendía por ese apodo grotesco [Significa célula]. Cuando Bidlo quería hacer enfandar a Halas, la dibujaba por ejemplo en el cuarto de baño besándose con uno de sus amigos. Pero cuando ella misma se molestaba porque Halas había abierto unas cuantas botellas de vino, la dibujaba empinando el codo.

Eran bromas inocentes y, a pesar de las protestas de Halas, Bidlo rompía sus dibujos alegremente. Tenía un sinfín de ideas graciosas y alegres. Y a veces también bastante maliciosas.

Sentado en el sillón de poeta no se quedaba tranquilo. Sobre la tablita de cristal seguía dibujando, de costumbre a las personas presentes o a aquellas a las que en aquel momento estuviésemos poniendo verdes. Era una lástima que todos aquellos dibujos se borraran en seguida. Los acompañaba con palabras venenosas y no se salvaba nadie. No dejaba la boca tranquila, decía Halas.

Así, por ejemplo, una vez fuimos a casa de los Halas cuando en la plaza Václavské subió en el tranvía una mujer joven y bonita. Tenía alegría en los ojos. Bidlo la dejó sentarse en seguida. Lo tuve que pagar bastante caro. De pie frente a ella, Bidlo no tardó en hacerle la corte. Por suerte, ella se lo tomaba a broma y contestaba riendo. Pero cuando Bidlo se brindó a acompañarla a su casa, le aclaró ya medio en serio, que estaba casada y que en casa la esperaba su marido. Bidlo dijo tranquilamente que no importaba.

– Le diremos que hoy se acueste en el sofá.

Se echó a reír tanto que le salieron lágrimas en los ojos. En la próxima parada bajaba toda roja y Bidlo le hizo señales de despedida con la mano.

Halas le solía decir:

– ¡Tu lengua larga te causará un día una desgracia!

¡Nadie sospechaba de qué manera tan cruel llegarían a ser realidad estas palabras!

Por lo demás, Bidlo era un buen amigo e intentaba no hacer mal a nadie de nosotros, a pesar de su malicia venenosa. Durante mucho tiempo estuvimos recordando su visita a nuestra casa de Bfeznov.

Poco tiempo después de la ocupación alemana, se empezó a sentir un malestar incluso en cuanto a la nutrición. Los alimentos disminuían. Cuando nos regalaban una oca del campo, nos poníamos muy contentos. Habría sido difícil sacar a Bidlo fuera de sus lugares habituales si no hubiera existido la oca. Comía a gusto y con muchas ganas. Era un placer verle cuando saboreaba la comida. Después de comer, los niños le trajeron un papel y un lápiz para que les dibujara algo. Curiosamente cogió el lápiz e hizo unos veinte puntos sobre el papel.

– Son granitos de amapola -dijo con toda seriedad. Luego hizo unos cuantos semicírculos e indicó que era comino. De la misma forma pintó pimienta molida y paprika. Y al final les dio una hoja vacía y les dijo que en ella había pintado una nada y que era su mejor pintura. Pero tan pronto como se dio cuenta de la decepción de los niños, cogió el lápiz y con unas líneas magistrales dibujó un elefante que ponía la punta de la trompa en el agujero redondo de un barril. Era un elefante que bebía únicamente cerveza de Pilsen. Después añadió un tigre alegre que disfrutaba comiendo una salchicha de Frankfurt con mostaza. Al final dibujó su cara haciendo una horrible mueca.

Decía que afilaba su lápiz con una bayoneta que limpiaba semanalmente con veneno. Por eso, según él, sus dibujos eran tan agudos y venenosos. Tenía unos ojos extremadamente atentos. Bastaba un vistazo rápido para que encontrase en el rostro humano algo característico y lo transformase en soberbio dibujo grotesco.

Durante la ocupación nazi, íbamos cada viernes al selfservice situado enfrente del Palacio ferial. El restaurante estaba unido con una carnicería, cuyo amo nos vendía un trozo de carne sin cupones de racionamiento.

Bidlo no tenía dónde publicar sus dibujos durante la guerra. Los amigos se los compraban, sobre todo cuando ellos eran el objeto dibujado. Se encontraron unos cuantos compradores incluso en el restaurante, donde había una sociedad de lo más diverso. Había cantantes y actores de los teatros pragueses. Venía Jifí Plachy, el escultor Jindnch Wielgus, que tenía su estudio a unos cuantos pasos de allí; las actrices de cine, algunas de ellas con mala fama, como por ejemplo Adina Mandlova, una belleza con la conciencia sucia. Algunas veces vino el poeta Nezval. Y muchos artistas, más o menos conocidos. Bidlo venía a menudo. Decía que en su casa hacía frío. En el invierno quemaba papeles estropeados que mojaba en el agua, luego los arrugaba en pequeñas bolas y las secaba. Afirmaba que ardían como carbón, pero que tenía pocas.

Algunas veces salíamos del restaurante e íbamos a otro sitio en donde nos enterábamos de que tenían vino. De esta manera nos encontramos una vez, Palivec y yo, en un pequeño bar perdido en la avenida Veletrzní; allí tenían vino. Apenas nos sentamos, entró un joven oficial de las SS, tan borracho que no podía ni caminar. Bidlo lo observó y tranquilamente se sentó a su lado. Y en seguida empezó a hablarle. No oímos todo lo que le dijo, pero estuvimos muertos de miedo. Nos enteramos de ello más tarde, a través de Bidlo. El alemán estaba sentado y Bidlo no dejaba de hablarle. Esperábamos que se levantase y detuviera a Bidlo. Pero no pasó nada de eso; al contrario, parecía que el alemán escuchaba atentamente.

En primer lugar, Bidlo le pintó con negros colores el triste futuro que le esperaba. No le dejarían estar mucho tiempo en Praga. Iría al frente oriental, donde estaba el infierno. Las bombas rusas eran terroríficas. Quemaban todo lo vivo. Moriría antes de darse cuenta y su anciana madre esperaría en vano en Berlín una carta. No llegaría. Y cuando le anunciasen su muerte, la madre lloraría desconsoladamente y al final moriría de dolor. El alemán no pudo resistir una descripción tan conmovedora. Empezó a temblar y le cayeron unas lágrimas sobre su negro uniforme de muerte.

Luego, Bidlo se vanagloriaba de su hazaña. Decía que era el único checoslovaco que había hecho llorar a un oficial de las SS. Recordé las palabras de Halas. El alemán, tambaleando, salió; a nosotros se nos quitó un gran peso de encima y Bidlo sonreía con satisfacción.

Durante la guerra desaparecieron de las tiendas la cerveza y el vino. Lo que vendían no se podía beber. Naturalmente, desapareció también el alcohol casero. Durante la Primera Guerra Mundial la gente preparaba en casa cerveza negra. Era horrible. En la segunda guerra se fabricaba aguardiente. Mucha gente fabricaba sus propios instrumentos. Bidlo también consiguió un ingenioso aparato de cobre y cristal. En la olla de cobre se quemaba todo: fruta estropeada con azúcar, melaza sucia, miel, viejas mermeladas. Los tubos de cristal con vapores de alcohol se enfriaban en un lavadero con agua fría. Por eso el aguardiente fabricado en casa se llamaba «lavadera».