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Después de la primera quemada goteaba una especie de líquido sucio que se tenía que volver a quemar. Los bebedores más exquisitos lo quemaban incluso dos veces, sabiendo que no habría más que la mitad de aguardiente.

Bidlo tenía su aparato en casa de sus amigos en la misma calle donde residía Halas. Vivía con su madre en un pequeño piso con balcones interiores y pronto lo supo todo el edificio. La fabricación de aguardiente estaba entonces rigurosamente prohibida. Preparando bebidas, Bidlo llegó a una cierta perfección. El gasto era soportable. No obstante, cuando llevaba las botellas a casa de Halas, Bunka se enfadaba de verdad. Si la bebida no era todo lo sabrosa que podría ser, su efecto, en cambio, era muy fuerte. Como castigo, Bidlo pintó a Bunka vestida sólo con medias bebiendo el producto del dibujante en una jarra.

Lástima, las palabras de Halas se cumplieron. Antes del final de la guerra, cuando ya no cabía duda ninguna de su resultado, Bidlo contaba en el restaurante U Procházkü, en lo que hoy se llama plaza Mírové, lo que pasaría con Hitler al acabar la guerra. Uno de los presentes era espía y a mediados de enero se llevaron a Bidlo a la Gestapo. Ya no volvió y nunca más le hemos vuelto a ver.

Le llevaron a Terezín. Al final mismo de la guerra enfermó de tifus y difteria. Cuando seleccionaban a los presos enfermos para eliminarlos, Frantisek Bidlo intentaba con todas sus fuerzas levantarse de su tabla y fingir que estaba sano. Han sobrevivido testigos que vieron aquella desesperada lucha por la vida.

El hermano de Bidlo, un alto oficial del ministerio de transportes, consiguió de la Gestapo en los últimos días el poder transferir a su hermano enfermo al hospital pragués de Bulovka. No sé cómo lo logró. Todavía vivo, se lo llevó al doctor Markalous, al hospital, donde Bidlo murió el 9 de mayo, un precioso día de primavera, el mismo día en que el ejército soviético llegaba a Praga y la ciudad estaba eufórica.

Después de la guerra, Halas se mudó a un piso un poco más espacioso del barrio residencial de Dejvice. Allí de nuevo siguieron visitándole sus numerosos amigos. Nos sentamos en una sala cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías de libros. Al lado de una de las paredes estaba el sillón de poeta. Ya nadie se sentaba en él.

Una vez, cuando estábamos solos con Halas y la inapreciable Bunka traía café, Halas miró hacia el sillón vacío y, con una voz que no lograba ocultar las lágrimas, se lamentó:

– ¡Lo mató su lengua demasiado larga!

41. Una caja de puros holandeses

En los últimos años de su larga y rica vida, Karel Horky residió en el antiguo barrio de Praga, Staré Mésto, en la calle Havelská, muy cerca de la antiquísima iglesia de San Havel. Cada vez que pasaba por allí y tenía tiempo, me detenía un momento en la iglesia. A causa de un pequeño recuerdo sentimental.

En la oscura iglesia, hoy casi desierta, al lado mismo de la entrada, a la derecha, hay un pequeño altar con una estatua, blanca en su tiempo y hoy cubierta de polvo, de la Vir gen de Lourdes con un rosario en la mano. La conozco bien y ahora explicaré por qué.

En la avenida Národní, no sé exactamente dónde, había tenido su tienda de pianos la señora Benesova-Machainova, una mujer extraordinariamente piadosa. Al volver una vez de Lourdes trajo a Praga la estatua de la Virgen y la dedicó a esta iglesia ahora apacible, pero bastante tormentosa en otros tiempos. Durante tantos siglos pueden ocurrir muchas cosas. Ahora está tranquila, silenciosa y llena de melancolía. Incluso está cerrada la mayor parte del día. Es que habían robado allí los paños y los candelabros del altar, según me explicó una señora mayor que vendía velas.

Cuando trajeron esta estatua de la Virgen a la iglesia para ponerla sobre el altar y bendecirla, las campanas repicaban y yo estaba allí.

No tenía más de trece años. Y estaba con mi madre. Ya ni me acuerdo cómo llegó a Zizkov la noticia de la celebración. Fuimos allí acompañados de la señora Ruzickova, de la calle Dalimilova, con quien mi madre mantenía una antigua amistad. La señora Ruzickova tenía una hija, Helenka, a la que llevó consigo para formar parte de la muchedumbre de congregantes que estaban esperando delante de la iglesia. Helenka tenía un año más que yo y aquel día estaba especialmente bonita. La celebración fue muy hermosa, eso es cierto. En principio, yo no sabía dónde mirar, pero ya que Helenka me gustaba, la miraba a ella. Su rostro, con las trenzas negras en las sienes, parecía volar entre las nubes del incienso.

Yo llevaba en la solapa de la americana una ramita de romero con una cinta blanca. Igual que un novio. Nunca he sabido por qué. La madre de Helenka vigilaba a la hija con mucho cuidado. No le quitó la vista de encima ni durante la ceremonia religiosa. No porque estuviera preocupada por ella, sino, probablemente, porque también le gustaba. Estaba realmente guapa.

Una sola vez conseguí llevar a Helenka fuera de las calles de Zizkov. Nos fuimos a Praga. Pero no caminamos juntos hasta después de la estación del tren, porque teníamos miedo de ser vistos por alguien de Zizkov. Pero ya que no estábamos seguros ni en las calles de Praga, nos refugiamos en la iglesia de San Havel, escondiéndonos al lado de la Virgen. La iglesia estaba casi vacía; sólo en el otro extremo dormía una anciana al lado de un estante con velas. Nos cogimos de las manos, y cuando nos aseguramos de que no había nadie, silenciosamente, nos besamos. Fue al principio del verano y la iglesia estaba repleta de un embriagador aroma de lirios marchitos.

¿Pensáis que era un pecado? ¿Que era una profanación de un lugar sagrado? Nada de eso. Estábamos rezando al mismo tiempo. Hasta la Biblia dice:

Poderoso como la muerte es el amor, y como el infierno es inquebrantable la pasión. Su ardor es el ardor del fuego.

Sí, así es. Y he de sonreír recordando esto. ¡Con qué timidez le acariciaba la mano!

Helenka murió muy jovencita. En Zizkov hubo en cierto tiempo una epidemia de difteria. Yo la cogí también, pero me curé bastante pronto. Helenka murió.

Me he olvidado de ella como suele ocurrir cuando se es joven: rápidamente. ¡Pero hoy la recuerdo! Y la recordé siempre que iba a casa de los Horky. Era difícil no recordarla en aquellos lugares.

A Karel Horky le quería desde que era estudiante. Ya no me acuerdo qué era lo que más nos fascinaba de él. Probablemente fue su libro de lecturas que había encontrado en alguna parte el escritor, contemporáneo mío, Frantisek Némek. Lo leíamos con pasión. La admiración hacia Horky no nos abandonó ni cuando empezamos a leer autores como Gellner y S. K. Neumann. En él veíamos a un escritor valiente, libre e inconformista que no tenía miedo a decir lo que pensaba.

Después de varios años, cuando yo ya había publicado más de un libro y me podía considerar escritor, conocí a Horky. Estaba sentado en el café Slávie, leyendo el diario, cuando se paró ante mi mesa un hombre ya mayor, de aspecto agradable, de ojos inteligentes y melena canosa. Me miró afectuosamente:

– ¿Verdad que es usted Seifert? Yo soy Karel Horky.

Entonces nos hicimos amigos y de vez en cuando nos veíamos. Horky era una persona animada, con una enorme curiosidad, tal como solían serlo los periodistas buenos. Como autor de folletines yo le había situado desde hacía tiempo entre Jan Neruda y Karel Capek, dos maestros de este género. La vida no le dejaba descansar y el no dejaba descansar a la vida. Era impulsivo, rápido y atento, estaba en todas partes y sabía escribir muchas cosas. En su juventud todavía no se había inventado el reportaje, todo tenía que caber en la forma de folletín. Y le cabía. Sabía ser sinceramente humano y poéticamente cálido y convincente. Sabía hablar al corazón, como suele decirse, y al mismo tiempo mantenía un tono bastante elevado. De sus libros me interesó el primer tomo de sus memorias. El otro no lo conozco. Se llamaba La pipa de la paz. Era un libro animado y gracioso, contado con placer y, por ello, cautivador. Se trataba de un amplio fragmento de la vida literaria checa, no del todo desconocido, pero descrito de manera nueva, con humor y gracia. Es una lectura maravillosa para esos momentos en que las historias novelescas nos dejan de interesar. El libro salió, pero en seguida lo prohibieron. Sólo se salvó un ejemplar, quizás dos. No se prohibió por su contenido, sino a causa del nombre del autor. Porque Horky, en sus años jóvenes, estuvo alguna vez en la derecha de nuestra vida política. Así, por ejemplo, defendió a su suegro Dürich contra Masaryk, aunque hay que reconocer que nunca había sobrepasado la medida del buen gusto. Pero aquello le marcó para siempre, a pesar de que más tarde consiguió la simpatía de la gente con su postura tranquila e inteligente. Así lo demuestra su continua relación con gente del campo opuesto. Era un adversario, no un enemigo.