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Sólo Teige conocía personalmente a los Obstinados. Desde hacía unos años escribía reseñas sobre artes plásticas en Tiempo y Tribuna y conocía a los pintores gracias a las inauguraciones de las exposiciones. Los demás éramos demasiado jóvenes y poco conocidos todavía, y no nos permitíamos ni pensar en presentarnos a aquellos personajes.

Por su arte y por el mundo que reflejaba en sus pinturas, nos parecía más próximo Jan Zrzavy. De los dos hermanos Capek, preferíamos a Josef. Estábamos convencidos de que si Karel era más grande como prosista, Josef era más importante como artista y poeta. Y, naturalmente, como pintor.

Más tarde nos hicimos buenos amigos de todos, aunque en principio hacíamos valer en alta voz el derecho a una actitud crítica de la nueva generación entrante con respecto a la generación más antigua. Pero los acontecimientos políticos y el peligro del fascismo nos acercaron y, en los años anteriores a la segunda guerra, entre las peticiones y los llamamientos, nuestros nombres estaban amistosamente unidos.

Luego vinieron los malos tiempos. A Karel Capek se le derrumbó su mundo. Karel era más frágil y sutil que Josef. Le sugerían en vano que viajase a Inglaterra. Seguramente tenían razón cuando le aseguraban que ayudaría más a la causa checoslovaca en Londres que en Praga. Rechazó la emigración y tal vez abandonó la lucha por su vida. Murió poco antes de la ocupación. Luego, la Gestapo se llevó a su hermano.

Un año después de la liberación, en el mes de mayo, entre las flores que pintaba con tanta alegría, se fue Václav Spála. Me hice muy amigo de Kremlicka y, cuando se rompió su matrimonio, pasamos juntos muchas horas paseando por el monte de Letná. Murió joven, a los treinta y dos años.

Después de la guerra me encontré con Jan Zrzavy en la exposición postuma de Spála. Caminamos de un cuadro a otro y Zrzavy no ocultó su emoción.

– Mira, amigo -se dirigió a mí de repente-, la verdad es que Spála es el mejor de nosotros. ¡Y tan checo!

También yo soy ahora un hombre de edad y no me gusta el invierno. Ni me agrada la nieve. Cuando cae muy espesa, cuando la ventana se oscurece con las familiares tinieblas blancas, prefiero imaginarme en medio de la nieve los claros colores de los ramos de flores de Spála. ¡Qué hermosura! Y en seguida me siento mejor. Y espero con más ilusiónala primavera.

Spála no era ni un artista indescifrable ni una persona complicada. Era tan comprensible como lo son sus cuadros. Con su amena simplicidad, que no era fingida, más de una vez causó sorpresas.

Durante los años del Protectorado [de Bohemia y Moravia, durante la Segunda Guerra Mundial.], le hice una visita y encontré al artista en su estudio, entre cinco lienzos recién pintados, todavía frescos. Eran cinco ramos de flores casi iguales. Y el modelo estaba todavía en un florero, sobre una caja, medio marchito. Sin ningún oculto pensamiento, el pintor me explicó:

– El ramo me costó treinta coronas en el Uhelny trh. Así que le tenía que sacar provecho.

Al escritor Josef Kopta le gustaba muy en especial un poema de Dyk y solía recitar una estrofa sobre la genciana:

Florece genciana azuclass="underline" a lo largo de la cuesta desnuda te murmurará la fuente una dulce mentira. Cualquiera que sea tu dolor, seguramente sonreirás.

Estoy convencido de que los dos últimos versos nos los podemos decir ante los ramos de flores felices y optimistas de Spála.

8. La llave en un montón de nieve

Nunca se me había ocurrido que podría tratar literariamente aquella historia extraña y casi increíble. Pero estoy obligado a hacerlo. Mi mujer me aconsejaba que sería preferible que me la callara hasta con mis mejores amigos. Sólo se la he confiado a unos pocos íntimos. Y éstos, seguramente sin mala fe, la iban contando por ahí y, al cabo de algún tiempo, la historia volvía a mí tan cambiada y deformada, a veces en forma de chisme o de anécdota, que he decidido escribir lo que sucedió en realidad.

Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vivimos durante poco tiempo en el Castillo de Praga. No os asustéis, no se trataba de nada oficial ni majestuoso. Estuvimos en la parte este del área del Castillo, entre la Torre Negra y la Ca llejuela Dorada. Vivíamos en una casita pequeña de un solo piso, paredaña con el palacio del burgrave. Ambas casas, con dos casitas más, pertenecían a la Junta Directiva del país, en la que trabajaba mi mujer. El edificio estaba detrás del pórtico, y los empleados que vivían en el territorio del Castillo no estaban demasiado orgullosos de ello. Cuatro pasos más atrás de nuestra casita estaba la Daliborka, conocida torre, con una cárcel histórica, que formaba parte de las murallas del Castillo. Desde las ventanas veíamos la lúgubre Torre Negra, al pie de la cual había otra casita, un poco más vistosa y con una terraza. Todavía está allí. Y luego, en la entrada del patio había una tercera casita, también de un solo piso; ahora hay en su lugar una espaciosa entrada a la Casa de los Niños. De esta forma cambió el nombre de la casa de los antiguos burgraves, y allí donde en su época fue juzgada tanta gente checa tienen hoy lugar los juegos de los niños. No creo que este cambio sea de lo más feliz. Pero aquí no vamos a tratar de esto.

Nuestra casita de una planta era bastante espaciosa. Se entraba a ella por unos pocos escalones situados debajo de un peral. Entre las pequeñas ventanas, sobre una pared como de pueblo, había tres blasones de los señores burgraves, entre ellos los de Jaroslav Bofita de Martinice y Vilém Slavata, aquellos señores que afortunadamente cayeron sobre el estiércol en el foso del Castillo. Después de aquel acontecimiento, como es sabido, empezó una larga guerra [La Guerra de los Treinta Años.]. Los grandes y ricos blasones daban importancia a nuestra casita y los turistas y visitantes de la Daliborka miraban a través de nuestras ventanas. En el extenso terreno de la casita había unas enormes tinajas de agua, instaladas en prevención de los incendios. Aquel terreno estaba a nivel un poco más alto que la Callejuela Dorada, así que los peatones nos podían pegar patadas en el techo. Pero no tenían por qué hacerlo.

Hoy, en el antiguo emplazamiento de nuestra casita, hay un espacio empedrado, unos bancos y unas enormes macetas decorativas. La casita fue derribada cuando restauraban la parte este del Castillo y los blasones fueron trasladados a los muros del edificio de los burgraves. A veces voy allí a llorar silenciosamente. Es verdad que la casita no era muy indicada para vivir en ella, pero era hermosa.

Yo no era el único escritor que había vivido en aquel lugar. Un poco más arriba, en la Callejuela Dorada, había residido Franz Kafka durante algún tiempo. Luego descubrió su habitación olvidada Storch-Marien. Y nuestro vecino más próximo de arriba era Jif i Maránek, que habitaba dos piezas minúsculas. Ahora, atravesando esta casa de varios pisos, hay una entrada directa a Daliborka.

También tuvo aquí su vivienda durante cierto tiempo el mismo emperador romano y rey checo Carlos IV, también escritor.

Cuando volvió de Francia al trono de su padre, encontró el Castillo en un estado tan lamentable que decidió arreglarlo y restaurarlo; y mientras tanto hizo su residencia en la casa de los burgraves. Y fue precisamente en esa casa donde el emperador pasó aquella noche singular y donde ocurrió la historia que cuenta en su autobiografía. La historia es bien conocida, pero me parece oportuno recordarla en esta ocasión.

No se trata de un cuento inventado. Como es sabido, el emperador era una persona profundamente creyente. Por eso no era capaz de mentir. Además hay un testigo, y es un testigo muy digno de fe; el señor Buselc de Velhartice.