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En su tumba acaricio la piedra que antes tocaban las olas del río Sázava y pienso que posiblemente fue la misma que pisaron los piececitos del pequeño Frantisek Hrubín. Le gustaba contar historias de aquel río perfumado.

Y cuando la aurora nos echaba fuera de la intimidad de las copas solíamos ir al puente de Elisa a mirar el río y a escuchar el fragor de la presa. El regreso, a veces, no era agradable. Nuestras mujeres, en casa, no dormían y lloraban. En cambio, la poesía sonreía. Hablábamos de ella toda la noche e innumerables veces le declarábamos el amor.

Después de la muerte de Hora nos venía a ver a casa la mujer del poeta, la señora Zdenka Horova. Se sentía triste. Cuando mi mujer se quejaba de que yo estaba poco en casa y que no dejaba de trasnochar, ella la apaciguaba:

– Querida mía, si mi marido no volviera hoy hasta por la mañana, no me enfadaría, no le reprocharía nada. Le daría una buena bienvenida, le ayudaría a desvestirse, incluso le lavaría los pies y le arreglaría los cojines para que estuviese cómodo.

Le añoraba. Tenía llaves de Slavín e iba allí con frecuencia. Pero no se sentía bien en aquel pasillo estrecho lleno de humedad, de arañas y del olor de las flores putrefactas y velas encendidas. Decía que si en aquellos momentos fatales hubiese podido reflexionar, habría preferido una tumba verde. Pero aun así, Hora, sí tiene una comodidad después de la muerte, si lo puedo expresar así.

Las urnas de algunos de aquellos cuyos nombres brillan con reciente novedad están depositadas en la última fila. Porque Slavín está lleno.

Mi amigo Jan Zelenka que, no sé con qué cargo, se ocupaba de la parte cultural de Slavín y del otro cementerio, se expresó con descortesía:

– Metimos las latas en la última fila como conservas de piña en la nevera.

Frantisek Hrubín yace en la otra parte del cementerio, la que está tocando a Slavín. Su tumba está apretada por los sepulcros vecinos, pero allí le cantan los pájaros.

III

Cuando Hrubín hubo cumplido sesenta años, la editorial Albatros celebró en la sala de conferencias de su palacio un homenaje al poeta. Era a mediados de septiembre y estaba lleno. Mucha gente quería estrecharle la mano.

Al final Hrubín se liberó de la muchedumbre y, un poco cansado, vino a sentarse a mi mesa. De esta forma tuvimos un momento, durante la celebración, para recordar otra cosa: los cuarenta años de nuestra amistad. Cuarenta años bajo su cielo azul, sin ninguna nube. Un poco ceremoniosamente, como no lo acostumbrábamos a hacer nunca, brindé a la salud de Hrubín. ¡Cómo podía sospechar que aquellas serían las últimas gotas de vino que beberíamos juntos!

Hemos bebido mucho vino durante esos largos cuarenta años. Dulce y áspero, caprichoso y lleno de tribulaciones, amargo y turbio, tal como eran nuestros caminos a través de la vida checa y las dos guerras.

¡Cómo podía sospechar que estábamos sentados allí por última vez! Pero sí que podía. Tenía que haberle mirado mejor a la cara. Cuando después de su muerte me enviaron a la editorial las fotos de Hrubín y una de ellas era la de la mesa donde estuvimos sentados juntos, me espanté al ver su rostro. Parecía ya tres veces besado por la muerte. En la foto, Hrubín miraba a alguna parte indefinida. Pero no, miraba como detrás de la vida. Y como desde dentro de su rostro, mal cubierto por una piel grisácea y transparente, me miraba otra cara, esa cara tan conocida de la decadencia humana, la sonriente calavera.

En septiembre, los días de sol están endulzados por las manzanas que maduran. Septiembre es tan bello como mayo. Pero noviembre se pone agrio de putrefacción y la mesa está vacía.

El día de la fiesta de los muertos, la primera después del fallecimiento del poeta, su sepulcro estaba cubierto de velas. En medio de ellas había un florero con un ramo de crisantemos.

De niño, cuando veía un crisantemo, no sé por qué, sentía ganas de llorar.

IV

Antes de las fiestas navideñas solíamos firmar nuestros libros en alguna gran librería. Antes de navidades es agradable incluso lo que en otra época sería un trabajo indiferente o molesto. Hrubín nunca se ha podido quejar de la falta de lectores, tanto los pequeños como los grandes. En la gran sala de la librería serpenteaba una larga cola de lectores. Las madres y los padres venían con sus niños, sonaba un sinnúmero de voces infantiles y el poeta firmaba incansablemente, sonriendo. Sucedieron muchas historias pequeñas. Pero aquel niñito que, al lado de la mesa, comenzó a gritar llorando que el señor no le garabatease nada en su libro, no estaba equivocado del todo. A menudo teníamos que firmar tanto que acabábamos cansados, agotados. Hrubín acababa a veces con calambres en la mano.

En aquel otoño del año setenta y cinco los niños esperaban en vano a su poeta. Estaba enfermo y tenía que curarse en la sección neurológica. Le intentaban curar inútilmente; los dolores no cesaban. Una vez Hrubín me llamó desde el hospital. Por un capricho amistoso nos tratábamos de usted. Oí en el teléfono su voz:

– ¡Imagínese, Seifert! ¡Me parece que tengo lo mismo que tenía usted!

A pesar de todos los sufrimientos que trae esta enfermedad, no habría sido lo peor. Por desgracia fue otra cosa.

A finales de enero Hrubín fue, con su mujer y su hijo, a la ciudad de Ceské Budéjovice, para consultar un cirujano célebre.

Saliendo de Praga, en el muelle detrás de Manes, el coche tuvo que detenerse. Bajaron hacia el río para poder cambiar la rueda con más facilidad. Hrubín bajó del coche -su mirada resbaló por la superficie invernal del río turbio hasta el puente Carlos- y silenciosamente suspiró:

– Se ve que Praga no me quiere dejar.

Al cabo de unos días, Hrubín volvió a Praga muerto.

Un invierno, antes de Navidad, llegó a caer más nieve de la acostumbrada. Salí de casa y me fui al cementerio de Vysehrad. Hacía tiempo que no había estado allí. Si en el sepulcro de Hrubín no hubiera una reja repujada y una roca del río Sázava, sería difícil encontrar la tumba. Estaba cubierta de nieve.

Por el camino de regreso me volví varias veces y con un caprichoso interés miré las huellas de mis pies en la inmaculada sábana de nieve. Lo hice para poder suspirar como un viejo filósofo: «Ya que no nos es dado vivir durante mucho tiempo, dejemos algo detrás de nosotros como testimonio de nuestro paso por la vida.»

43. A QUIÉN ECHARSE AL CUELLO ANTES

Estoy pensando en nuestra juventud. Hubo tiempos en que hasta un poeta principiante tenía posibilidades de leer en breve una apreciable cantidad de reseñas sobre su primer libro, tan sucinto; reseñas cortas y largas, algunas de ellas publicadas por revistas literarias especializadas y otras, en las secciones de cultura de los diarios. Eran unos tiempos en los que disponíamos de un amplísimo surtido de la crítica literaria más variada, tanto benévola como severa, tanto buena como mala; y en aquel entonces le era fácil saber a cualquiera frente a cuál de las tumbas de Vysehrad u otro lugar tenía que detenerse para dejar allí una flor en señal de su reconocimiento y para murmurar unas palabras de gratitud.

También yo lo sabía. Los autores de las reseñas me habían ido nombrando a algunos de los más afamados poetas. Lo más probable, para que hiciese mi elección. Neruda, Hálek, Sládek, Toman. Se habían olvidado de uno. Srámek también me gustaba. Empecé por Neruda. Me detuve en todas las tumbas, y al final llegué a la de Srámek. Entre todos ellos, él fue el último en morir, y sobre su sombría tumba sonríe, afectuoso, Humprecht. Desde lejos.

Si hace buen tiempo, me hago llevar, de tarde en tarde, al cementerio de Vysehrad y me siento en los escalones de algún sepulcro de Slavín. Me gusta ir allí. La compañía es buena, como dice un amigo mío que vive cerca y visita el cementerio con frecuencia.

Sé que no debemos sentarnos encima de una tumba, pero caminar me cuesta, me duelen las piernas; así que, quizá, los muertos me perdonen. Por lo demás, tengo dos compañeros allí, entre los poetas.