Выбрать главу

Las nubes pasan flotando sin que se las oiga. Los féretros, inmóviles, están en las profundidades de la tierra. Las voces de los muertos no rompen el silencio. Pero el lenguaje vivo de la poesía brota como un cálido manantial medicinal. La última vez que estuve allí, fue en este hermoso mes de amor. Olía a lilas; la tumba de Karel Hynek Macha se encontraba a dos pasos.

Salvo a Karel Toman, no he llegado a estrechar la mano a ninguno de estos poetas. No me encontré nunca en vida al admirable Srámek. Cuando miro su rostro, cuando veo su nombre, algo delicioso me acaricia la cara haciéndome pensar en las sonrisas y los besos de las chicas jóvenes. Me gustaban sus poesías sobre las muchachas.

A Toman, en cambio, sí le conocí. Incluso muy bien. Me había brindado su amistad. Vivía cerca de nosotros y me invitaba a ir a verlo. Cuando cayó enfermo y pudo salir más a la calle, quería estar al corriente de todo cuanto ocurría entre los escritores, entre los que eran sus amigos y compañeros. Apreciaba a Hora y siempre preguntaba por Hofejsí.

En verano, yo encontraba algunas veces en la puerta de su casa un papel con instrucciones para los visitantes, como los que se pueden ver en las puertas de los hoteles de Praga:

«Hoy, en el jardín.»

Era una broma amarga. Toman estaba enfermo y el jardincillo era pequeño y triste.

Alguna que otra vez, en verano, le llevaba agua de Vojtések, del manantial que había visto en el claustro de la abadía de benedictinos. Estaba fría y la bebía con gusto. Se la llevaba en una jarra que me había traído de Zbiroh. Había sido de J. V. Sládek.

Los caminos que habían conducido a Toman a la llanura de Bélohorsk fueron, más o menos, accidentales. Antes él vivía en Veleslavína, pero no se sentía a gusto allí. Estaba demasiado lejos de Praga y su piso era incómodo. Luego se trasladó a Brevnov y se encontró como si hubiera vivido en aquellos parajes desde siempre. Allí transcurrió también el penoso final de sus días. El docente Hejda consiguió sosegar su débil corazón cansado y, después, a lo largo de unos años, supo mantenerlo en un estado cuando menos aceptable. En medio de los desenlaces históricos que le andaban rondando, Toman vivió toda la guerra. A menudo yo le encontraba, mientras estaba combatiendo con empeño sus dolencias. Tampoco le ayudaba a curarse el no tener noticias de su hijo menor, desaparecido en el norte de Europa y al que la guerra había cortado todos los caminos para volver a casa.

Íbamos a ver a Toman en busca de unas palabras de aliento y de ayuda, cuando los tiempos se volvían especialmente feos. El poeta, esclavizado por su propio corazón y, a la vez, aquejado de insomnio, escuchaba día y noche las desesperantes noticias que le llegaban de todas las partes del mundo. «De nuevo estoy caminando por el mundo sin bajar de la cama -decía-; y albergo algunas ilusiones.» Aquellas ilusiones nunca eran desmedidas. Se estaba mal, muchas veces se estaba peor; pero las ilusiones seguían resplandeciendo, hasta que se tornaron realidad.

Brevnov es un suburbio bonito, sano, situado sobre las dos vertientes de un valle en cuyo fondo hay un estadio. Por allí soplan los perfumados vientos de los bosques de Kfivoklátsk. En el horizonte verdea la frondosa floresta de Hvézda («Estrella»), y de allí al Monte Blanco sólo hay unos pasos. Siempre que estaba en condiciones de hacerlo, Toman iba hasta allí en tranvía. Desde la terminal hasta la iglesia de la Virgen María de la Victoria hay muy poco trecho. Toman se sentaba a descansar en el patio de la iglesia. Desde los prados del Monte Blanco se ve Ríp perfectamente. ¡Cuántas veces habíamos mirado aquella cumbre durante la guerra!

Fue Hora quien me llevó a casa de Toman por primera vez. La mirada irónica, que las gafas volvían vidriosa, de Toman me lo hizo ver al principio como un ser algo extravagante. Su amistoso apretón de manos no ahuyentó aquella impresión de estar tratando con un ser extraño. Además, por aquel entonces Toman no compartía nuestro juvenil entusiasmo revolucionario y juzgaba nuestros primeros intentos poéticos con escepticismo y condescendencia. Cuando aparecieron los primeros poemas sin puntuación, manifestó sonriente que se los daba a sus hijos para que pusiesen todas las comas y puntos que faltaban. «¡Para que los niños aprendan!» Le gustaba Jindfich Horejsí. Éste le llevaba nueve años, pero habían compartido su época parisién.

«Nos encontramos una vez en El león de Belfort, y desde entonces no nos hemos separado en toda la vida», decía Horejsí y no se cansaba de contar cosas sobre Toman. Y no tenía poco que contar. Aquello era realmente hermoso. Por aquel entonces nos gustaban, más aún que los poemas, aquellos recuerdos y las proletarias andanzas sin rumbo fijo de Toman por los caminos torcidos de Francia e Inglaterra. Al igual que su manifiesto desdén por los pequeños burgueses bien nutridos y honrados. El polvo de los bulevares de París centelleaba delante de nosotros desde los pliegues de su abrigo, y se nos antojaba que sus botas tenían alas de ángel.

Muchas historias, aventuras y anécdotas están relacionadas con aquellos caminos torcidos. El redactor jefe Laurin nos hablaba de una reunión de amigos en Lány. Uno de los invitados mencionó a Toman, que había trabajado algún tiempo como bibliotecario del Senado. Un día, sin decir nada a nadie, Toman se marchó a París. Dejando su sombrero colgado en la percha. Otro invitado observó que los poetas no eran de fiar. A lo que Masaryk replicó:

– ¡Yo habría hecho lo mismo!

En la personalidad de Toman fulguraban ante nosotros las vidas y leyendas de los poetas malditos. Le queríamos. Para nosotros encarnaba la libertad romántica de los maestros y tratábamos de parecemos a él en todo. El vaso de vino se encontraba en nuestras manos con mayor frecuencia que la pluma. También su melódico retorno a la quietud del hogar lo vivimos nosotros, a través de su poesía, unos años más tarde. Digo nosotros, pues en realidad no fui yo solo, Los versos de Toman también le gustaban a Halas, aunque no se llevaba muy bien con él. Yo, en cambio, trabé con él una deferente amistad.

Conocí al poeta en los años anteriores a la guerra, cuando le gustaba -y la salud se lo permitía aún- pasar las tardes, y también algunas noches, bebiendo vino. No se negaba aquel placer, como tampoco lo desatendió nunca. Ocurría que, a veces, la luz del día ya cubría su regreso a casa con una alfombra soleada.

Una hermosa mañana de verano me mandó decir que bajase en seguida a verle, que estaba en la taberna de Rehák. Era un establecimiento pequeño, pero acogedor, situado en el primer patio de la Casa del Pueblo, y la gente iba allá a tomarse un trago de vino. Era el lugar donde se reunían los empleados de la Casa del Pueblo. Encontré a Toman, que después de una larga fiesta que se había prolongado toda la noche, estaba de muy buen humor. Me saludó con todo su corazón, y su corazón estaba rebosante. En momentos semejantes un hombre no se encuentra a gusto solo. Pero, apenas llegué yo, en cuanto me serví el vino, se abrió la puerta y en el umbral apareció mi mujer con mis dos hijos pequeños. Habían estado buscándome en la redacción y allí la enviaron a la taberna. Les había prometido a los niños hacer componer sus nombres en la linotipia para que tuvieran unos sellos personales. Mi mujer frunció el ceño. ¡Cómo no! A las primeras horas de la mañana y ya me encontraba bebiendo vino, en lugar de estar trabajando tranquilamente en la redacción. Pero Toman salvó la situación. Subió a los dos niños cariñosamente a sus rodillas, diciéndoles que les iba a contar la historia del pimpollo, la rosa y el sabio pajarito. Y acto seguido empezó a contarla. Ojalá supiera yo contar historias al menos aproximadamente como Toman. ¡Pero no sé hacerlo!

Érase un reino y vivía en él un rey que tenía una mujer joven y bella. Una mañana, el rey decidió ir de cacería a un oscuro bosque. En vano le imploraba la reina que no fuese. ¡Había tenido un sueño horrendo aquella noche y, además, justamente hoy era su cumpleaños y se iba a celebrar una fiesta! El rey no dijo nada. Besó a la reina en la frente, subió al caballo y se marchó. Pronto desapareció entre los árboles del negro bosque y la reina lo perdió de vista. Pero aquel día el bosque parecía embrujado. No se movía una hoja, los pájaros no cantaban y no se veía por las sendas ni una sola alimaña. El bosque estaba completamente muerto. Al adentrarse más en la espesura, el rey sintió una terrible sed. Pero en ninguna parte había un manantial, ni murmuraba un arroyo. En aquel momento, un repugnante cuervo se posó sobre el hombro del rey y graznó: «Rey, sígueme.» El rey arreó al caballo y se fue siguiendo al cuervo, hasta que llegó a una choza medio derruida, en la que vivía una vieja bruja. La mujer le preparó al rey un brebaje. El rey lo probó con cautela. La bebida sabía como el mejor vino, así que el rey apuró el vaso hasta el fondo. Pero apenas el rey hubo visto el fondo del vaso, la bruja y el cuervo desaparecieron de repente, y el rey sintió que la cabeza le daba vueltas. Entonces se dio cuenta de que se había perdido en el bosque. En vano miraba alrededor suyo. Estuvo mucho tiempo andando, pero siempre regresaba al mismo sitio. Y sólo daba vueltas y más vueltas. Estaba ya completamente desesperado, cuando vio en la senda un rosal. Sobre el rosal había un solo pimpollo, una sola pequeña rosa, y junto a la rosa estaba sentado un pájaro sabio. El pajarito le pió al rey que debía seguir por la misma senda hasta que llegase a una roca verde.