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El rey hizo como el pajarito le había dicho y, al encontrarse frente a una verde roca, vio un manantial. Se inclinó en él y bebió con avidez. Era una fuente milagrosa. Apenas se levantó, notó que la cabeza ya no le daba vueltas y encontró el camino en seguida. No tardó en descubrir delante de él su palacio real. La reina esperaba sentada junto a la ventana; estaba triste y bordaba algo. En cuanto vio al rey, lo dejó todo, clavó la aguja en la almohadilla y, alborozada, echó a correr a su encuentro. Se abrazaron felices. «Querida esposa mía -le preguntó el rey-, ¿qué estabas bordando?» La reina se sonrojó y le enseñó su camisón de seda, sobre el que había bordado el pimpollo, la pequeña rosa y el sabio pájaro.

Los niños escucharon la historia con desconfianza, mi mujer se echó a reír. Todo estaba en orden, de repente. ¡Este poeta sí que sabe lo que hace!

Tuve que volver a contar el cuento muchas veces a los niños. Siempre andaban pidiendo el cuento de la taberna, y yo, antes de empezar, siempre precisaba: «Escrito por Karel jaromír Toman.»

Poco después de la muerte del poeta, Borovy publicó la edición definitiva de su lírica. Toman había reunido en el libro la obra de toda su vida. Le había faltado poco para verlo. El tomo no era nada voluminoso. Cuando el poeta estaba vivo aún, Nezval se refirió al pequeño libro con unas palabras de menosprecio. A Toman le dolió saberlo. De hecho, era todo un antípoda de Nezval. Nezval lanzaba a sus lectores miles de versos con gran fausto y, como decía Milan Kundera, le exigía a su público que los recibiese con gran fausto. Yo vi trabajar a Nezval. Encendía un cigarrillo, se sentaba a la máquina y el papel corría por debajo de sus dedos con un largo poema. El autor volvía al manuscrito sólo de pasada. El poema estaba listo. Por lo menos así nacían sus poemas surrealistas, que son innumerables.

Toman iba por el camino de la vida como sembrándolo de pequeñas joyas con su mano. Pero la alegría de aquellos que las han recogido lealmente es muy grande. Sabía todos sus poemas hasta la última línea. En eso se parecía a Bezruc, el autor de un solo libro.

Sus poesías no están envueltas en ningún misterio. No hay en ellas nada que descifrar. Son claras y llegan a la gente. Son verídicas. Y verosímiles. Tampoco hay en ellas líneas que reflejen una presurosa contingencia, ágilmente revestida tan sólo con una rima oportuna. Están libres de esos rellenos coloreados que tantas veces encontramos en ciertos poemas en cuyas plumas se agolpan los poemas con premura. Los de Toman son irrepetibles, están fuera de todo parangón. Son plena y profundamente checos.

No obstante, Toman no escribía fácilmente. Pagaba sus poemas con la vida. No provenían de las ligeras y generosas manos de la destreza poética. En su mayoría, son pequeños dramas creados por la parca soberanía de un maestro y por la mano experta de un buen trabajador.

Alguna que otra vez anduve con Toman por el hermoso camino campestre que conduce al estadio. En aquellos tiempos no estaba aún arreglado como lo está ahora. Debajo de nosotros se extendía Smichov, humeante y rugiente. A lo largo del camino, allí y allá, se veían arbustos de escaramujo en flor. A Toman le recordaban las familiares lindes, entre las plantaciones de su tierra, y los miraba con amor.

«¿Me preguntas cómo escribo poesías? En realidad, casi no las escribo. Desconozco el montoncillo de papel que va menguando hoja por hoja, mientras se escriben unos versos no del todo logrados y hay que arrugar el papel y tirarlo. Paso mucho tiempo con la idea de un poema, lo pienso despacio, reflexiono sobre cada línea. Cambio las palabras hasta que el verso y, luego, todo el poema, estén terminados y, a mi juicio, no tengan defectos. Siento el placer del trabajo creativo antes de coger en mi mano la pluma para anotarlo simplemente. Éste ya es un trabajo enteramente mecánico.»

F. X. Salda, en su estudio sobre Toman, que posee el rigor de una verdad conocida, ha resumido este proceso creativo muy acertadamente: «Se nota que estos versos de Toman han sido recitados durante largas caminatas y paseos, sobre rutas infinitas, y que el poeta, antes de apuntarlos, los sabe de memoria.»

Toman cuenta que se quedó maravillado al leer aquel ensayo. Le escribió una carta a Salda dándole las gracias y describiendo el asombro que le causó la perspicacia de éste.

Sin embargo, para mí, que nunca he despreciado enseñanzas, aquel procedimiento era demasiado ajeno. Porque, para mí, el verso que no es inmediatamente registrado sobre un papel, no existe. Yo he escrito con cierta facilidad, pero he arrugado mucho papel. Las poesías me salían por la punta de iridio de mi estilográfica. Pero después de escuchar las palabras de Toman empecé a verlo de modo distinto. Quince palabras expresan la idea del poeta y, en este instante, la idea, como en una ligera danza, empieza a volar y se convierte en un verso. Por eso al magnífico poeta le bastaba con pocas palabras, pues en su obra estaba todo él, entero y grande.

Casi frente a las ventanas de la casa de Toman se levantaba la antigua fábrica de ladrillos de barro de Brevnov. Durante la guerra, los soldados alemanes se entrenaban allí disparando con cartuchos de verdad. Los estampidos de los tiros acompañaban a los latidos del corazón de Toman. Escuchaba con angustia los unos y los otros.

Al final de su vida tenía tres deseos. Quería celebrar el día de la liberación, ver a su hijo y hojear, sobre la colcha del lecho, una edición completa de su obra poética.

El destino, que no lo mimaba demasiado, le proporcionó el cumplimiento de los tres.

Celebró el día de la liberación. Aquel día abandonó, con cierto esfuerzo, el lecho y se puso sus ropas domingueras. Poco después pudo abrazar a su hijo y, por último, hojeó, por lo menos, las galeradas de sus Poemas y al final de ellas escribió unas líneas de epílogo que concluían con un triste saludo dirigido a los lectores.

Después de su muerte, el nombre de una calle de Bfevnov que antes se llamaba K Ladronee (Hacia Ladronka) fue cambiado por el de Toman. Es una bonita calle que ahora se sitúa al borde del cinturón verde. Está llena de sol, de viento y de tormentas de primavera. Desde sus aceras se ve la espaciosa campiña del sur de Praga. A la derecha, detrás de la iglesia de Stodulki, azulean las bajas estribaciones de Brd, a la izquierda se ven por la noche las luces de los automóviles que salen del bosque de Ládva. Y en medio de ella, se ve a lo lejos la torre de televisión de Cukrák, que se alza sobre Zbraslav. Junto a la vieja granja de Ladronka, la calle baja hacia la Bélohorska.