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Hace falta regular la degenerada eclíptica de la Tierra,

Por entonces leíamos aquello con auténtica veneración.

Formábamos ya un pequeño grupo y, claro está, hacíamos más ruido de lo que se podía tolerar en una sala de lecturas. Por eso el bibliotecario nos designó un pequeño cuarto aislado de la galería, donde se amontonaban viejas sillas rotas y había un enorme escritorio de tapa inclinada. Lo aceptamos con entusiasmo. Cuando lo ordenaron un poco, para nosotros, y quitaron los copos de polvo, una decena de muchachos, con Kárník a la cabeza, nos metimos en el cuarto y lo animamos en seguida. Desde la galería podíamos observar la vida del primer patio, por el que desfilaban dirigentes del partido, redactores famosos y el personal de la imprenta. Cuando aparecía por allí la famosa Marie Majerova, nos llamábamos el uno al otro.

Fue entonces cuando se nos sumaron dos estudiantes más: Vladimír Gregor y A. Stastny. Stastny ya había terminado sus estudios, a decir verdad. No le gustaba estudiar y aceptó una plaza de oficinista en los Ferrocarriles Nacionales. La inteligencia taciturna de Gregor nos subyugaba. Era ocurrente al hablar, pero se pronunciaba poco y lo hacía con reserva. Eso le confería un verdadero jaez aristocrático, destacándolo entre nosotros, muchachos vivaces y habladores. Al mismo tiempo, era afable con todo el mundo. Fumaba mucho. Los dedos de sus manos estaban manchados de nicotina. También aquello era una particularidad suya. Era anarquista y despreciaba a los socialdemócratas.

Vladimír Gregor, ya no sé cómo, estuvo una vez en el secretariado del partido socialdemócrata y luego nos describió, con mucha ironía, el busto de Marx, de tamaño natural que allí tenían, en la sala de conferencias. En realidad era un busto del emperador Francisco José al que le había quitado la cabeza para reemplazarla por la de Marx. Pero la frondosa barba de Marx no llegaba a tapar la casaca del emperador, con su cuello alto. Años después pude ver la escultura. Era verdad.

A propuesta de Gregor, pronto nos declaramos Asociación de Estudiantes Anacionales. No me acuerdo cómo imaginábamos en aquellos tiempos la actividad de la Asociación, pero lo cierto es que la ideología no nos preocupaba gran cosa. Con un letrero provocativo nos bastaba. Nos dijimos que éramos anarquistas y fuimos a ver a St. K. Neumann, al que rodeaban, entre otros, Michael Kácha, Josef Korber y Luiza Stychova.

¡Luizicka Stychova!

Era guapa y atractiva. Tenía el pelo negro, muy corto, unos ojos negros cautivadores y se parecía a las revolucionarias rusas que morían en el exilio. Luiza tenía una sonrisa tierna que se asemejaba a una flor que se iba abriendo poco a poco. No nos cansábamos de mirarla; nos gustaba a todos. Pero Luiza despreciaba todo juego amoroso y ardía en sus ideas revolucionarias. ¡Quería destruir el mundo!

A veces iba a Uniónka. Nosotros también. Con cierta regularidad, se reunían allí los restos del movimiento anarquista de Praga. Que ya no tenía ni líderes ni dirigentes. No, no os riáis de aquellos revolucionarios. En el norte, entre los mineros, las corrientes anarquistas seguían siendo sorprendentemente fuertes. Leíamos con apasionamiento los ejemplares raros y hacía tiempo agotados del Novy kult que había redactado, interesante y agresivamente, St. K. Neumann. Nos los prestaba Kácha.

Michael Kácha era zapatero. Su taller, sin embargo, había cerrado aun antes de que llegase Bata. Sin duda, fue uno de los primeros zapateros con los que Bata acabó. No obstante, se las arreglaba para prestar apoyo a grupos anarquistas desde su minúsculo taller. Por lo menos, cuando empezaban. Kácha acabó dejando el taller para dedicarse a la publicación de libros y periódicos. Pero tampoco se enriqueció con esa nueva actividad. Los restos de ediciones los colocaba en su fastuosa biblioteca, que se vio obligado a vender en los últimos años de su vida para poder comer. El doctor Kamill Resler, un conocido bibliófilo, le compró toda su colección de literatura anarquista, y Halas se enorgullecía de una excelente edición completa de «Las novelas más hermosas del mundo» que, a lo largo de los años, venía publicando Vilímek. Dio por ella mucho más de lo que Kácha le había pedido.

Era una persona magnífica. Estaba cojo, caminaba con dificultad y, sonriendo, decía que lo suyo era todo lo contrario al refrán: «Huye como un zapatero.» Le teníamos respeto no sólo como a un viejo revolucionario intrépido, sino también por ser un fiel custodio de los recursos de los grupos anarquistas. Amaba su libertad y sabía aborrecer con soberbia.

Todos éramos militantes de la socialdemocracia. Tanto Stastny como Gregor. Decíamos que nos hacía falta militar en el partido más izquierdista, aunque fuese aquel partido obrero; pero en el corazón estábamos con Neumann y con los míseros restos de los grupos anarquistas.

Una vez vino a vernos el valeroso anarquista Petránek. Estaba a favor de una libertad total y vivía a salto de mata. Nos llevaba diez años y por aquellas fechas tuvo una hija. Le puso el nombre de Bakunina Satanela. Pero la niña murió pronto.

Por culpa de aquel nombre, como observó Frantisek Némek.

La cartera

El miércoles 8 de enero de 1919, por la noche, llamó a nuestra puerta Ivan Suk y desde el umbral nos anunció, atropelladamente, que Stastny acababa de atentar contra la vida del doctor Kramár. Le había disparado un tiro de revólver. La noticia había sido hecha pública en el tablón de Národná politika. Sin embargo, no sabía ningún detalle concreto. Me puse el abrigo y fuimos a toda prisa a ver a Némec. No estaba en casa. íbamos en busca de Kárník, cuando, un instante después, los pelos se nos pusieron de punta. Acabábamos de recordar que, hacía unos días, durante una reunión de la Asociación, cuando se habló del doctor Kramár, Kárník pronunció una frase fatídica: «¡A ese tipo tendría que cargárselo alguien!» Kárník era incapaz de matar una mosca, pero aquella frase resplandeció delante de nosotros en el aire como un letrero luminoso.

Tampoco Kárník estaba en casa. En cambio, encontramos allí a Némek. Estaba sentado, inmóvil, en una silla, junto a una máquina de coser; por el piso se desplazaban tres hombres extraños, policías, claro está. Nos detuvieron hasta que, como dijeron, Kárník hubiese vuelto. De modo que Suk y yo nos sentamos delante de la otra máquina de coser. Las hermanas de Kárník eran sastras. Kárník vivía en su casa y ellas le daban de comer. Estaba aquejado de tuberculosis y no podía trabajar.

Al dirigirse a casa, Kárník supo por los vecinos que la policía estaba esperándole. Dio media vuelta y fue a sentarse en la cafetería Proutkov, adonde a veces íbamos a jugar al billar. Por fin, no aguantó más y al anochecer volvió a casa.

Estábamos algo decepcionados. Nos enviaron a casa y a Kárník se lo llevaron a la comisaría. El consolaba a sus hermanas: «Estaré de vuelta antes de que os hayáis tomado el café de la mañana.» Y estuvo. Pero al día siguiente fueron a buscarnos a nosotros. Hasta nos llevaron en tranvía. Una degradación semejante nos enojó; pero cuando regresamos, antes de comer, nos sentíamos perfectamente tranquilos. Aquello fue muy irritante para los cuatro. La espera había sido mejor que el propio interrogatorio. Durante éste tuve que contar la aparición y los objetivos de la Asociación de los Estudiantes Anacionales. Desde luego que conocíamos a Stastny, pero nunca habíamos barruntado nada sobre sus planes.

En casa nos esperaban, para la comida, unas albóndigas en mermelada de ciruelas y condimentadas con semillas de amapola. Cuando volvía de la comisaría a casa, me alegraba por adelantado, me gustaban mucho.

Lo que había pasado en realidad, lo supimos por los periódicos. El parte de la CTK (Agencia Telegráfica de Checoslovaquia) comunicaba al público, con emoción y sucintamente, más o menos esto: «Al salir ayer el primer ministro Dr. Kramáf de su salón de recepciones de Hrad y al detenerse a hablar con una persona de su conocimiento, el escritor Langer, un joven desconocido disparó contra él su revólver. El Dr. Kramáf se volvió hacia su agresor, pero en ese momento se produjo el segundo disparo, que hirió al primer ministro en la parte derecha del tórax. Sin embargo, la bala quedó atrapada en la cartera que el Dr. Kramáf llevaba en la chaqueta. Mientras tanto, el criminal fue detenido por los guardias de Hrad. Se llama Stastny y es militante socialdemócrata. Ya hace unos días se había visto a Stastny entrar en Hrad. El agresor se negó a hablar del atentado. Reveló únicamente que es miembro de una asociación, pero no quiso precisar nada respecto a su existencia. El atentado había sido preparado por la asociación y él mismo se ofreció a efectuarlo. Se negó a dar más detalles.»