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El comunicado publicado por los periódicos añadía que el Dr. Kramáf se encontraba bien y que inmediatamente después del atentado presidió el consejo de ministros.

¡Y luego se dice que el dinero no da la felicidad! Pero eso lo añado yo.

Durante el interrogatorio, me porté de forma tan convincente que me creyeron; al cabo de media hora habían terminado conmigo y me enviaron a casa, para que mi mamá no se asustara. A mis dos amigos les pasó más o menos lo mismo.

La policía de la época posterior a la sublevación no era demasiado escrupulosa. Aunque yo les decía la verdad, parece que me creyeron con excesiva facilidad. Además, no tardaron en sacarle la confesión completa a Stastny, quien confirmó nuestra inocencia. Detuvieron sólo a Vladimír Gregor. A Kárník le interrogaron a fondo, dado su aspecto anarquista algo salvaje.

A pesar de todo, aquellos dos disparos de revólver acribillaron nuestras románticas ocurrencias políticas como dianas de un campo de tiro. De golpe nos volvimos más inteligentes y más astutos, si se puede llamar así. Pero, decididamente, caímos de las nubes a la tierra y el choque no nos hizo daño.

Junto con Stastny fue inculpado también Vladimír Gregor, quien resultó ser el instigador intelectual del atentado. Los dos fueron condenados a muchos años de cárcel. Ya no me acuerdo cuántos. Por lo demás, no tiene importancia. Stastny, por deseo expreso de Kramáf, pronto fue indultado, y Gregor, algo más tarde, murió en el sanatorio carcelario para enfermos mentales. Como se supo después, estaba muy enfermo de tuberculosis.

Después de aquel acontecimiento nos expulsaron de la Casa del Pueblo. No fue por mucho tiempo. Nos llevó allí de nuevo Hora, quien había empezado a imprimir nuestras poesías en su suplemento literario. El cuarto de la galería. estaba, sin embargo, otra vez cerrado y se volvían a almacenar allí las sillas rotas.

Al cabo de algún tiempo encontré a nuestro profesor del gimnasio de Zizkov, J. Entlicher. Como, más que un pedagogo severo, era un amigo y un compañero, le conté, gustoso, nuestro episodio político. Me escuchó, mientras yo le hablaba fogosamente sobre la asociación y el atentado; asentía con la cabeza, pero me di cuenta de que en sus labios estaba aflorando una interrogación. Cuando terminé, me preguntó algo sorprendente e inesperado:

«¿Pero habéis visto el ginkgo en el jardín detrás de la Sala Rosada?» Tuve que negar con la cabeza.

45. UNOS MINUTOS ANTES DE LA MUERTE

En la literatura mundial, no existe una sola biografía de F. M. Dostoievski, cuyo autor no recuerde y subraye que Dostoievski había sido condenado a muerte y vivió el instante en que la muerte le rozó. Claro. ¿Quién habría dejado de mencionar aquellos minutos realmente turbadores, en que los condenados -y Dostoievski entre ellos- fueron conducidos a la plaza Semionovsky de Petrogrado y que, en los últimos segundos el zar les concedió el perdón? Qué vivencia tan patética y angustiosa para un escritor que supo desnudar el alma humana con una delectación creadora genial, para mirar el fondo mismo de la sangre humana, empujada y revuelta en el cuerpo por todas las pasiones e ímpetus imaginables.

El propio Dostoievski, en cambio, escribe sobre aquel momento culminante de su vida con una sencillez asombrosa. Al mismo tiempo, en sus escritos posteriores procedentes de Siberia, adonde fue enviado después de la absolución y desde donde le dirigió a su hermano numerosas cartas exasperadas en las que describía detalladamente todos los tormentos y crueldades que soportaban los presos y que no podían compararse con el horror de una muerte cercana, habla de aquellos minutos con absoluta serenidad y sencillez: le pusieron las ropas blancas de la ejecución y los ataron a los tres a los postes. En los últimos instantes se le permitió a Dostoievski abrazar a sus amigos. Luego les dieron a besar la cruz y, sobre sus cabezas, rompieron las espadas, porque los condenados pertenecían a la nobleza. En los últimos segundos se dio cuenta de cuánto quería a su hermano. Eso es todo. Y lo relata con la misma concisión y sosiego con que yo lo escribo aquí.

El mayo de 1945 nos sorprendió a los periodistas y trabajadores de la redacción, así como a los empleados administrativos, en la Casa del Pueblo de la calle Hybernská donde preparábamos el nuevo diario libre de Praga. Junto a nosotros, trabajaban allí los impresores en el primer número de posguerra del ya nada ilegal Rudépravo. Cuando el sábado 5 de mayo los ciudadanos empezaron a quitar los letreros alemanes de las calles de Praga y a detener a los soldados nazis y la sublevación de Praga estalló, nos quedamos en la redacción y se unieron a nosotros los impresores: cajistas, linotipistas y el personal auxiliar. También acudieron los periodistas y nos pusimos a trabajar de inmediato. Poco después rezumbó la rotativa y los vendedores salieron a recorrer la ciudad con los primeros ejemplares. Cuando en las calles resonaron los primeros disparos, en la Casa del Pueblo se refugiaron también los ocasionales transeúntes que ya no podían cruzar la calle sin exponerse al peligro y que ni siquiera podían subir a Zizkov ni hacia la Puerta de Polvo. Sobre la Casa del Pueblo ondeaba la bandera checoslovaca y un estandarte rojo. En el jardín de la casa los castaños estaban en flor. Y entre los castaños crecía el árbol de ginkgo, bastante raro en nuestra tierra, recuerdo de los tiempos en que el palacio pertenecía aún a los Kinsky y disponía de un jardín noble.

La estación de Masarykov estaba ocupada por los checos y los alemanes la bombardeaban. Un obús cayó en la Casa del Pueblo y por su patio volaba la metralla de las granadas y las balas. Como los alemanes se habían fortificado no sólo en la YMCE, en Poríc, sino también en el vecino Anglobanco, los proyectiles silbaban sobre nuestras máquinas de escribir y sobre los moños de nuestras mecanógrafas. Por fin toda nuestra redacción se refugió en el sótano, donde estaban la rotativa y la estereotipia, y hasta más abajo, en el almacén de papel. Yo escribía mis poemas de mayo encima de los rollos de papel de periódico del almacén y la escritura se me daba de maravilla. ¡Vaya mesas de trabajo! Las noches se confundían con los días y transcurrían las dramáticas jornadas, ¡el sábado, el domingo, el lunes y el martes!

La guarnición, que según las órdenes del mando de la sublevación sito en los cuarteles de Jan Zizek, en la plaza Josefsky, tenía que defender la Casa del Pueblo, era reducida y estaba humildemente pertrechada. Las escasas municiones se multiplicaron cuando se desarmó a los soldados alemanes que habían ocupado el cercano hotel Monopol, situado frente a la estación. La situación cambió pronto, y no a nuestro favor, cuando los alemanes tomaron la estación de Masarykov y fusilaron a todos cuantos estaban allí guarecidos. Sólo unos pocos lograron refugiarse en la Casa del Pueblo, donde llegaron en el último momento y con las manos vacías. Los acontecimientos se producían uno tras otro. Los alemanes se hicieron fuertes en un inmueble de la esquina de las calles Havlícká y Hybernská. Allí encontraron una tienda en cuya bodega se guardaban el vino y el champán. Recibieron la orden de explorar los sótanos, que se comunicaban entre sí, y en seguida se encontraron en la Casa del Pueblo, así que nuestra diminuta guarnición se repartió entre el sótano y la entrada principal. Los alemanes se acercaron a la mampara blindada. Uno de los defensores del sótano hizo uso de su fusil y mató al primer soldado que intentó entrar. El soldado cayó al suelo justo delante de mí y por primera vez pude ver cómo era la muerte de cerca. Desde el suelo el soldado pidió a sus compañeros que disparasen, pero él mismo ya no conseguía ni levantar el fusil. No tenía fuerzas para oprimir el gatillo del arma. Tan de prisa se le escapaba la vida por la herida del vientre.