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Durante unos instantes estuvimos chapoteando, perplejos, en su sangre, pero el oficial que apareció en el vano de la puerta nos ordenó levantar las manos. Reunió a las mujeres que quedaron en el sótano, dijo a los hombres que saliéramos por la puerta de servicio a la calle Havlícká, para dirigirnos hacia el vestíbulo de la estación de Masarykov, envuelta en llamas. Los soldados que nos escoltaban nos aseguraron, sonriendo, que en la estación se nos fusilaría en el acto. Pero antes tuvimos que sentarnos en los raíles. A unos pasos de nosotros se elevaba la pila de los cadáveres de los checos a los que se acababa de fusilar. Sólo debíamos esperar a que saliese el largo convoy sanitario que se había detenido detrás de nosotros. Estaba abarrotado de heridos graves, que yacían sobre las literas, unos encima de otros. Por puro capricho, ante nuestros ojos mataron a un joven al que, por debajo del abrigo, le asomaba una antigua bayoneta austríaca, y a un viejo del que algunos soldados alemanes dijeron que lo habían visto disparar. La sangre que sale de la herida en la nuca no es ningún bello espectáculo. El viejo estuvo callado, pero el muchacho, antes de morir, gimió lastimeramente.

No lo sé a ciencia cierta, pero supongo que fue porque no podían sacar con rapidez el convoy sanitario de la estación, y porque el incendio se iba propagando; el caso es que nos ordenaron levantarnos y, en columna de a dos, nos llevaron por la terminal de cargas a la calle Hybersnká y luego, arriba, hacia Zizkov. La dirección de los ferrocarriles, situada en la periferia de Zizkov, estaba ardiendo. También la casa de enfrente, El Búlgaro, estaba en llamas. El calor del incendio era tan insoportable que tuvimos que protegernos las caras con pañuelos.

Cuántas veces, ay, cuántas veces había recorrido yo, feliz y tranquilo, este camino que pasa por encima de la estación. Desde mi más tierna infancia. Me precipitaba por él cuando me marchaba, feliz, a Kralupy, donde pasaba todas las vacaciones y, a la vuelta, hacia los brazos de mamá. A menudo deambulaban por aquel camino unas vacas asustadas, que no sabían ni a dónde iban.

Desde la calle Hrabovká enfilamos Karlíná calle abajo, dirigiéndonos al cuartel de Jifí de Podébrad. Allí nos pusieron delante de un paredón y tuvimos que esperar de nuevo. Se nos volvió a comunicar que nos iban a fusilar en el patio del cuartel. Pero, en el patio, los alemanes estaban ocupados en preparar su huida de Praga y aún no habían acabado su trajín.

Mientras dábamos vueltas alrededor de Hrabovká, nos acarició la brisa primaveral cargada del aroma de las lilas del jardín que está en la cumbre de Vítkov, donde yo, lleno de una alegría ligera e inocente y con risa despreocupada, entrelazando mis dedos con los de una muchacha, había paseado alguna que otra tarde o noche viendo abajo el humo de la estación. Recordé distintamente cómo olían las pardas violetas de verano, de cuyo perfume todavía sigo teniendo sed. Desde el pabellón del mirador que aún permanece allí, se contempla una de las vistas más hermosas de Praga, aunque esté un poco empañada por el vapor de las locomotoras de la estación que se halla al pie de la colina.

Dos veces desfilaron junto a nosotros los parlamentarios, de ida y de vuelta, con una bandera blanca sobre el hombro. Pasaron sin mirarnos. No barruntábamos siquiera que, en aquellos minutos, se iban realizando unas negociaciones que se prolongaron mucho tiempo. Vivimos los amargos instantes hasta el final, cuando los alemanes decidieron canjearnos por un grupo de mujeres, niños y viejos alemanes que los nuestros habían detenido en su intento de fuga. No tengo la menor idea de cuánto tiempo estuvimos esperando frente al cuartel. El reloj me lo había quitado un soldado alemán, al salir de la Casa del Pueblo. Pero me pareció que habíamos estado allí una eternidad.

Luego, de repente, los alemanes nos ordenaron disolvernos. Al acercarnos de nuevo a las barricadas, cerca del puente de Troya nos encontramos con Pisa y dos compañeros más. Pasamos la última noche tormentosa allí, en casa de unos amigos, y desde las ventanas del edificio, que entonces estaba casi solitario, vimos el ejército de Schorner, una de cuyas unidades se situaba en la carretera que unía Bulovká con el puente de Troya. La misión de aquel ejército consistía en destruir la ciudad y retirarse para rendirse a los americanos. Afortunadamente, no consiguieron su primer objetivo. El segundo, lo lograron sólo en parte. Pero es una historia conocida.

A pesar de la evidente disparidad entre un escritor de fama mundial y el lírico de un país pequeño, le envidié un poco a Dostoievski, si se puede decir así, aquella experiencia única: haber sido condenado a muerte, conocer el instante en que el hombre debe decir, irremediablemente, adiós a la vida, aceptar la inminencia del hecho, para luego volver a saborear la realidad y la dulzura de la vida y salvarse. Conocer aquellos breves minutos terribles en que el tiempo arrastraba apresuradamente al hombre hacia su final, para luego contemplar la extensa vastedad del tiempo que se explaya delante de él como sublime paisaje. ¡Qué drama debe estar viviendo el hombre en aquellos escasos instantes! ¡Cuánto significa un instante similar para cualquiera, y sobre todo para un escritor, pues éste posee la capacidad de formular con precisión una experiencia semejante!

Incluso si estuviese haciendo comparación con algo diferente de esta vivencia humana, quisiera decir de mí mismo lo siguiente:

Cuando Pisa y yo estuvimos frente al paredón del cuartel de Karlíná, saqué del bolsillo un trozo de queso y un poco de pan que me había procurado a la manera alemana al salir del hotel Monopol. El pan y el queso ya no estaban frescos, pero los comimos con avidez. Luego empecé a pensar en mi familia. Sabía que estaban enteramente fuera de peligro. Al mismo tiempo, mi subconsciente no admitía en absoluto la idea de que no volvería a verlos. Con resolución, ahuyenté aquellos pensamientos. Miré las casas tristes y tétricas de enfrente. Todas las ventanas, quizás por precaución, estaban cerradas. En aquel momento, una cortina se levantó un poco dejando ver la cara de un hombre. Luego distinguí, cerca del viaducto de Karlíná, el urinario público de chapa del que guardaba unos recuerdos grotescos.

Muchos años atrás, un dibujante anónimo, pero obviamente hábil, trazó con tinta alquitranada un desnudo femenino en la postura más crítica. De adolescentes íbamos con frecuencia a mirar aquel dibujo. Se conservó allí durante bastante tiempo. ¡Nos trastornaba! Además, para nuestros años era una vivencia completamente excepcional. Mientras estábamos esperando junto al cuartel, aquel dibujo me vino a la mente con nitidez, aunque aquel recuerdo nada decoroso casi se me había borrado de la memoria.

Eché otra ojeada a las ventanas grises de enfrente. De la chimenea salía humo y se me ocurrió que aquella gente, feliz porque no tenía que aguardar delante del paredón del cuartel, nos estaría mirando de tarde en tarde, por detrás de los visillos corridos, mientras iba haciendo la comida. Por el amor de Dios, no lo consideréis valor, pero en aquellos instantes, os lo juro, no pensé en la muerte; aunque, y lo teníamos muy en cuenta, nos estaba esperando a dos pasos de allí, en el patio.