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Y cuando nos hicieron disolvernos, cuando respiramos el dulce aire de la libertad, cuando oímos la radio de Praga anunciar por todo lo alto la capitulación de los alemanes, puedo decir que olvidamos en seguida los momentos vividos aquella mañana.

Pero ¿y al cabo de los años?

Hace poco me encontré en el mismo sitio donde vivimos aquella penosa experiencia, y no me acordé de nada en absoluto. Sólo al volver a casa comprendí que había pasado por allí sin darme cuenta de ello.

Hoy recuerdo aquellos horribles instantes como un niño recuerda el sarampión del año pasado, cuando está corriendo hacia un balón nuevo.

Sí, creedme. Es así. Y que os vaya bien. ¡Adiós! ¡Y ojalá no haya más guerras!

Tercera parte. NOCHE EN EL MERCADO DE ESQUINA

46. Introducción

Jaroslav Vrchlicky tenía aquel espectáculo casi debajo de sus ventanas. Sobre el Vltava, atados al parapeto con pesadas cadenas, se balanceaban en las ondas dos embarcaderos. Uno grande, destinado a los grandes barcos de vapor, que atracaban ceremoniosamente y llenos de dignidad, y otro más pequeño, para los vaporcitos que salían silbando cada minuto, mientras los que venían aminoraban a lo lejos el girar de sus ruedas para dar tiempo a que el embarcadero quedase libre. El pequeño estaba repleto de gente casi constantemente, mientras que en las dos cubiertas del grande solía quedar más espacio libre.

El enjambre de moscas se precipita con el aire, y zumba, raudo, por encima del vapor.

Hace un hermoso domingo de junio, luce el sol y Praga se vacía a toda prisa. Algunas de sus calles laterales recuerdan el abandono de un pueblecito agreste. Praga, si no se ha fugado lejos, hacia el bosque, se encuentra en la orilla del río.

Estoy en la cubierta del barco, acodado en la barandilla, viendo desfilar delante de mí Hrad, el Teatro Nacional, y Manes, y observando con qué rapidez se acerca Podolí. Allí también hubo un embarcadero. Pero hace mucho que no existe. Y en la orilla están gozosamente tumbados miles y miles de cuerpos humanos. Un sinnúmero de cuerpos jóvenes y viejos, esbeltos y menos atractivos, han cubierto la arena abrasadora. Y el vapor deja atrás esas desnudeces humanas y corre hacia Zbraslav, donde las más de las veces se permite el lujo de quedar inmóvil junto a la orilla, expuesto al calor del sol.

Un recuerdo luctuoso acude a mi memoria.

En la película americana El proceso de Nüremberg, con Spencer Tracy y Burt Lancaster, en la que la soberbia Marlene Dietrich interpreta un papel poco simpático, pero lo hace con precisión, ostentando las rosas de la singular belleza de sus setenta años, le pide al acusador público que se proyecten secuencias de los filmes encontrados en los campos de concentración. Las cintas son sobrecogedoras. Centenares de yertos cadáveres de presos torturados, amontonados con intencionada densidad, son enterrados por las pesadas palas de las apisonadoras en surcos de escasa hondura y cubiertos con barro.

Los cuerpos, uno tras otro, caen en sus poco profundas tumbas.

Ni una lágrima en ninguna parte.

A veces me parece casi imposible creer que, después de producirse aquellos hechos -no tan antiguos, en realidad-, nos coloquemos ante la barra de un merendero, nos tomemos una cerveza, un refresco, bromeemos con una chica bien peinadita que está detrás de la barra y sonriamos felices. ¿Cómo puede ser que nuestra vida -y entre aquellos muertos había decenas de miles de los nuestros- haya superado aquellos espeluznantes acontecimientos con tanta facilidad y que siga adelante como si en nuestras existencias jamás hubieran tenido lugar aquellos episodios terroríficos? No estoy hablando de los jóvenes. Pero nosotros fuimos casi testigos. ¡Qué pronto olvidan los vivos! Probablemente, así debe ser. Probablemente, de otro modo vivir sería imposible. Pues no lo recordemos.

Pero, ¡cómo no recordarlo!

Aquí, delante de nosotros, hay miles de cuerpos humanos. Pero están vivos, la gente se siente feliz y no piensa en la muerte. ¡Para qué! Pero también va avanzando hacia aquí la hora, esa apisonadora invisible y silenciosa que nos arrastra, uno a uno, a nosotros, yertos, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo, hacia los surcos de escasa profundidad para enterrarnos debajo del barro y del olvido.

Tal vez, con una diferencia. Alguien llora y suspira sobre nosotros un minuto. Pero luego llega el mismo silencio.

Ya me callo. No es un buen final para este comienzo.

47. El carillón de la Ciudad Vieja

Vamos por la vida de desengaño en desengaño. Si los encerramos dentro de nosotros y no se los mencionamos a los demás, a eso se le llama optimismo vital. Pero empiezan ya en la infancia y continúan hasta el final de la vida.

Uno de esos desengaños -y la desilusión aquella vez fue bien fuerte- lo viví siendo todavía niño. No me acuerdo en qué ocasión, tuve la posibilidad de visitar, junto con mi padre, el ayuntamiento de la Ciudad Vieja, y nos llevaron a ver la torre del carillón. Heinz, el famoso relojero de la plaza de la Ciudad Vieja, encargado de reparar y de revisar el carillón, nos explicó el funcionamiento del mecanismo del antiguo aparato. Los signos del zodíaco no me interesaban especialmente, pero en cambio, conocí de cerca, para mi triste sorpresa, a los apóstoles que siempre miraba desde la calle, debajo de la torre, con devoción y sin cansarme, que se me antojaban medio vivos y que en realidad no eran sino armazones de cuerpos afianzados sobre una rueda de madera. Que iba girando lentamente. No era Jesucristo el que pasaba de una ventana a la otra, sino sólo su mitad. Tampoco Juan, el preferido del Señor, tenía piernas, mientras que San Pedro, con sus llaves de plata, era tan sólo un mísero torso, exactamente como los demás.

Aquél fue un desengaño que me conmovió dolorosamente. La ilusión había terminado y nunca pude mirar la procesión detrás de las ventanas con la fascinación de antes.

A pesar de todo, debo reconocer que hasta ahora me detengo delante de la torre de la Ciudad Vieja y, si dispongo de un poco de tiempo, examino los escaparates de la torre, aunque no me interesan, para aguardar el momento en que empieza el modesto espectáculo y el rico hace sonar sus ducados, la muerte mueve la cabeza y castañetea, hasta que al final canta el gallo.

No estoy allí yo solo. Habitualmente, se detiene a mi lado algún grupo de extranjeros y visitantes de Praga. Los extranjeros suelen venir mucho. Los que se ven más, son los alemanes; también veía a franceses y a algunos americanos con una insignia en el ojal. Los americanos me llamaban la atención más que los otros. Quizás este mismo grupo acabara de estar en Houston, presenciando el lanzamiento de un cohete a la Luna. Quizá lo estuvieron mirando sumidos en un silencio impasible, con una curiosidad serena y natural. Pero aquí, con vivacidad y casi con excitación, se señalaban unos a otros los movimientos de las figuras y observaban emocionados la procesión mecánica de cada hora que desfilaba detrás de las ventanas azules del carillón.

¡Ay, estaba claro que no sospechaban que los apóstoles no tenían piernas!

Y luego dicen que ahora en Praga ya no se producen brujerías medievales, llenas de misterios imperfectos y de una belleza única.

48. El reloj de la cocina

No recuerdo que mi madre cantase alguna vez. Ni mientras estaba lavando la ropa, ni cuando nos acunaba a nosotros, los niños. Evidentemente, no puedo acordarme de mis primeros años, pero tenía una hermana unos años más pequeña que yo. En cambio, sigo oyendo en mi interior cómo me adormecía con su voz el reloj que en la cocina colgaba sobre mi cama. Era un reloj de cocina barato, con dos pesas. Había que tirar de ellas dos veces al día. Por la mañana y por la noche. En su esfera, un óvalo enmarcaba un dibujo popular: un ciervo volviendo la cabeza hacia su hembra en medio de un frondoso bosque. El reloj estuvo funcionando en nuestra casa durante cincuenta años. Al final se paró y, al morir mi madre, me lo llevé a mi casa. Durante mucho tiempo, sobre el reloj, olvidado detrás de una viga del desván, había estado cayendo el polvo; ningún relojero quería arreglarlo. El primitivo mecanismo estaba tan desgastado que ya era imposible ponerlo en marcha de nuevo. Era sencillamente incapaz de volver a funcionar. Al cabo de largos años, gracias a la amabilidad de un buen amigo, el reloj cuelga en mi habitación y funciona. Con asombrosa exactitud. Como las señales horarias de la radio.