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Así, después de mucho tiempo, vuelvo a escuchar su claro sonido, sus crujidos y su tictac rítmico. Está algo afónico, como un viejo fumador de pipa. Como yo. Como mis poemas. Pero funciona, a pesar de todo, y da la hora. Un poco roncamente, pero con exactitud.

Este familiar tictac es, sin embargo, lo que más escucho de sus viejas vísceras. Me habla con entera claridad. Distingo en su voz cándida, pero siempre acompasada -si me quedo a la escucha y atiendo a su tictac-, muchísimas palabras. Mi oficio, en cierto modo, es también un poco esto.

Hacía una hermosa tarde de la mitad del verano. Me estaba preparando a dar un paseo hasta un cercano jardín soleado. La calle resplandecía en el calor y daba verdadera pena permanecer en casa. Miré al reloj. Faltaba poco para las tres, cuando el reloj anunció:

¡Llé-va-te-el-pa-ra-guas! ¡ Llé-va-te-el-pa-ra-guas!

Lo oí con perfecta nitidez. Qué disparate, le contesté al reloj; el cielo está azul, no hay una sola nube. Al cabo de una hora regresé a casa empapado hasta la médula de los huesos por una repentina tormenta de verano. El reloj me dijo, claramente:

¿Lo-ves-a-ho-ra? ¿Lo-ves-a-ho-ra?

No dejo de recordar, de vez en cuando, cómo, hace tiempo, en casa, me daba prisa:

¡Duér-me-te-ya-pe-que-ño! ¡ Duér-me-te-ya-pe-que-ño!

Por lo común, no tenía que repetírmelo muchas veces. Me quedaba dormido nada rnás envolverme en el edredón.

En los últimos años la gente se ha habituado a morir cómodamente, en una clínica. Pero si a mí se me concede despedirme del mundo en casa, en mi cama, no dudo que el reloj me murmure:

¡Ve-te-con-Dios! ¡Ve-te-con-Dios!

Según me contaba mi madre, su tictac me saludó también cuando vine a este mundo; así que todo quedaría en un orden perfecto.

Aún permanecerá algún tiempo colgado en la pared («le gustaba a papá»), hasta que un día lo devuelvan de nuevo a la viga del desván.

¡ Ya-pa-ra-siem-pre! ¡ Ya-pa-ra-siem-pre!

49. La casa donde nací

Dicen que los jóvenes sueñan y los viejos recuerdan. Pero no sólo son los recuerdos angustiosos, tristes y tiernos los que se arrastran detrás de un anciano. ¡Los viejos también sueñan! Y os asombraría saber cuan intensos llegan a ser los sueños de los viejos. Y con frecuencia, claro está, también son vanos. Los viejos se impacientan sólo con la espera de la muerte. No son tan apremiantes como antes. Y, si son razonablemente modestos, proporcionan momentos agradables y felices. Podéis creérmelo. Pero volvamos a los recuerdos a los que uno está condenado. Porque la vida sin ellos estaría vacía y desolada.

Ocurrió que una tarde de estío, cuando desde los cercanos jardines llegaba aún el olor fresco de la vegetación del verano, me encontré delante de un inmueble desconchado en la calle Riegrová de Zizkov. Ahora aquella calle lleva otro nombre. El edificio, rodeado de galerías, estaba triste y destartalado. Toda la calle que baja al Jardín del Paraíso estaba desolada, triste y ruinosa. Su devastación resaltaba aún más por las dos hileras ininterrumpidas de coches aparcados a lo largo de ambas aceras. Algunos de ellos estaban polvorientos, otros protegidos por unas lonas de un color gris sucio. La calle estaba casi muerta. Las tiendas habían sido cerradas o transformadas en viviendas y no se veía un alma. ¡Quién iba a andar por allí a esas horas!

Lleno de curiosidad, entré en la casa. El patio estaba casi igual que hacía tres cuartos de siglo. Y el jardín trasero, tan desarreglado y descuidado como otrora. La bomba de agua que chirriaba tan lastimeramente, había desaparecido. Todo estaba henchido de hollines, de silencio, de abandono.

El jardín era bastante espacioso. En él habían cabido no sólo un escenario del teatro de aficionados, sino también unas filas de sillas que sacaban del restaurante situado en el sótano. A unos pasos de allí había una taberna. En nuestro edificio tenía su sede una conocida sociedad de Zizkov, La Conversación Católica. Dirigía La Conversación Católica un cura belicoso, el padre Roudnicky. Así le llamaban en Zizkov, pero su nombre a secas se oía mucho en las reuniones políticas. Era un gallo de pelea clerical.

Presentó su candidatura durante las elecciones al parlamento austríaco y la sede de La Conversación Católica se convirtió en su cuartel general, desde donde dirigía la campaña de su partido. Sin éxito. Zizkov pertenecía a los socialistas populistas y a los socialdemócratas, que allí rivalizaban con éxito alternativo. El padre Roudnicky fracasó.

Aún no me había decidido a entrar en la casa cuando me quedé inmóvil de sorpresa. A la altura del primer piso del edificio una inscripción fresca atravesaba toda la fachada: «La Conversación Católica.»

Habían pasado tantos años. ¡Intentad repasar en vuestra mente todos los eventos, grandes y adversos, de este siglo! Habíamos tenido una guerra. Austria había caído. Transcurrieron los veinte años de la primera república y nuestra tierra fue invadida por Hitler. Estalló la Segunda Guerra Mundial. Cayó Hitler y el gran imperio se desmoronó. Decenas de millones de hombres murieron en los campos de batalla de todo el mundo y nuestra tierra conoció un sinfín de cambios y accidentes. ¡Pero La Conversación Católica resistió todos estos avatares del tiempo! Hace muy poco tiempo que su letrero fue borrado y desapareció.

También el enorme crucifijo seguía en el portal y en la roja lamparilla titilaba un pabilo encendido. Tampoco había cambiado nada en las galerías que durante las actuaciones de los aficionados se transformaban en el gallinero para los espectadores. Las tinas y las artesas seguían allí igual que antes. Y en las noches de verano todavía nos sentábamos en aquel lugar, cansados, cuando el viento traía rachas del aromático aire del Jardín del Paraíso y de los huertos de Reigr. Svatopluk Cech ha dedicado unas poesías a su casa y se queja de que

los tacones de gente extraña

pisoteaban el sueño beatífico de mi juventud.

¿Cómo podía hablar yo de gente extraña? ¡Casi todo estaba exactamente igual a como lo había dejado en mi primera juventud!

Sólo los aficionados y su pequeño teatro habían desaparecido, tragados por el tiempo. ¡Pero eso no tenía nada de sorprendente, dada la competencia de tantos cines y teatros! Aunque aquello era bonito y divertido. Por supuesto, ya no me acuerdo de sus representaciones. En mi memoria queda una sola función. La pieza se titulaba El Norte contra el Sur. Bien entendido, trataba de la época de la guerra civil de América. No conozco el nombre del autor. Si recuerdo la representación es porque, en uno de sus episodios, una enorme explosión cambiaba el curso de la historia. La detonación artificial hizo temblar el escenario, la luz de las bengalas tiñó de rojo los rostros de todos los actores y espectadores, sobre la escena cayeron unos ladrillos de cartón y ante el público apareció un hombre con la camisa desabrochada, sin duda alguna el héroe de la historia. Se trataba de un episodio trágico; pero entre los espectadores sonaron en seguida unas carcajadas alegres. Me asomé sobre la barandilla de la galería, pero no comprendí nada.

Seguí sin comprenderlo algún tiempo más de mi infancia, hasta que, gracias a unas observaciones irónicas, vi de qué se trataba exactamente, y por qué la gente se reía del pobre actor olvidadizo. Todo se debía a un pequeño desarreglo en su indumentaria.