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51. Por un poco de amor

¿Quién de nosotros no leyó de niño, con regodeo y curiosidad, la «crónica negra» de los diarios, como se llamaban y siguen llamándose hasta ahora las noticias periodísticas sobre asesinatos, violaciones, accidentes y catástrofes? Pero lo que ahora se menciona con una brevedad implacable, se pintaba entonces con todo lujo de detalles sangrientos, escandalosos y morbosos. Aquellos comunicados corrían a cargo de unos periodistas especialmente hábiles y expertos en el tema, que se encontraban entre la policía criminal como en su casa, que conocían a todos los funcionarios y agentes y que competían entre ellos no sólo en la rapidez, sino también en la turbulencia de la descripción del suceso. Todo esto lo supe más tarde, trabajando en el periódico.

Sin embargo, de niño los leía con avidez y curiosidad y los ojos se me encandilaban. Pero los leía sin compasión. Sólo después de haber presenciado una vez una pelea cruenta, me quedé lo suficientemente turbado para comprender algo. Todas las descripciones de los periódicos no rozaban ni de cerca la plasticidad hiriente del hecho real que se desarrolló ante mis ojos. Varias veces había leído, como algo normaclass="underline" «¡Apuñalado en una reyerta!» Pero cuando, por casualidad, una tarde, cuando había luz aún, vi el desenlace de un altercado y de una pelea que se produjeron en el parque Vrchlicky, donde dos hombres discutieron por una chica y uno de ellos sacó una navaja y se la clavó a su rival en el vientre, eché a correr aterrado. El acero de la navaja, que brillaba aún ante mis ojos, me persiguió una buena parte del camino, mientras la muchacha gritaba y el herido se contorsionaba sobre la hierba. Y tuvo que pasar un buen rato para que se me aquietara el corazón, que se me salía del pecho. La experiencia fue demasiado viva, demasiado real.

Aquéllos eran los años en que nos atraía y excitaba el parque situado frente a la actual Estación Central, al que se había otorgado, de forma bastante accidental, el nombre del gran poeta. Al atardecer, por su alameda principal y por los senderos laterales, paseaban las chicas y llamaban a los transeúntes invitándoles a pasar unos minutos de amor en la oscuridad de las frondosas matas o sobre un banco solitario. Nosotros, los chavales de las vecinas calles de Zizkov, observábamos desde lejos y conteniendo la respiración a aquellas muchachas de vestidos llamativos y de caras retocadas con los aceites cosméticos de la época, que eran más bien primitivos, como creo recordar. En todo caso, eran baratos. Aquél no era el único sitio que conocíamos a tal propósito. De la larga valla del Jardín del Paraíso, en la calle Pfemyslová, también se despegaban nocturnas sombras femeninas; y en la avenida Hus, en las proximidades de un hotel por horas, desfilaban incluso por las mañanas. Pero en el parque Vrchlicky había más chicas y la quietud del jardín nos resultaba mucho más romántica.

De día, sin embargo, el parque se convertía invariablemente en el lugar más inocente de la ciudad. En el lago, debajo de una roca artificial, nadaba una pareja de cisnes y, sobre el césped de la orilla, tiritaban unos patos salvajes. Todo estaba apacible y respiraba un amor idílico. Por los senderos deambulaban las madres empujando los cochecitos, los niños desmigajaban para los cisnes y los patos las rosquillas que los vendedores llevaban ensartadas en largas pértigas de madera. En los bancos estaban sentados los viejos; se pagaban dos hellers. Entre los arbustos en flor, pasaba a veces, lentamente, un carruaje.

Pero apenas empezaba a oscurecer y los visitantes diurnos se retiraban, aparecía la primera chica maquillada. Una joven caminaba por la alameda principal bajo la luz de las farolas; otra, menos atractiva, se refugiaba entre las tinieblas de los senderos más oscuros, cerca de la estación o en el otro extremo del parque, junto a las casas.

Más tarde, un amigo mío, que era un cínico reconocido, me decía: «Da lo mismo que el amor dure dos o tres años o dos o tres minutos.» Al fin y al cabo, ¿qué es, exactamente, el amor? Un francés, había olvidado su nombre, definía el amor como la fricción de dos epidermis.

La vida castigó terriblemente a mi amigo por decir esas cosas. Cuando rondaba la cincuentena y el pelo le empezaba a encanecer, se enamoró honda y desesperadamente de una chica de diecinueve años. Y, ya se sabe, no fue correspondido. ¿Cómo iba a serlo? Aquella pasión, vana y agotadora, lo atormentó durante varios años y el cabello se le volvió enteramente cano. Al final intentó escribir poesías. Y eso fue lo peor.

Una vez en verano lo encontré en la plaza de Václav. Tenía la cara triste y hablaba con exasperación.

El parque Vrchlicky queda a dos pasos. Al despedirme de mi amigo, me dirigí allí. Compré unas rosquillas y eché unos trocitos a los patos y cisnes.

Fue una comunión con el amor, si es que se puede utilizar una rosquilla para comulgar.

52. En las orillas de la alberca de Olsan

En mi niñez, era un charco pequeño y poco profundo, con juncos que crecían, aquí y allá, cerca de sus orillas. La superficie de la alberca estaba casi completamente lisa por la verdura, por las diminutas hojas de azumbar que la cubrían. Se decía que en la alberca desembocaban las aguas subterráneas del cementerio, después de lavar las silenciosas y secas lágrimas de los rostros de los muertos y sus blanquecinos huesos, más silentes aún.

Ahora pasa por allí una amplia carretera que conduce a la terminal de cargas de la estación de Zizkov. El muro que separaba el cementerio de la alberca fue demolido. De sus orillas han desaparecido las casitas y aquel acogedor restaurante en el que, al concluir sus funestos ritos, se sentaban los obreros del cementerio para chocar sus vasos alegremente Aquí, ya todo está cambiado y es extraño para mí. De niño venía a este lugar casi a diario.

Una vez, una joven desdichada intentó ahogarse aquí. La sacaron del viscoso pantano casi en seguida. Tenía en el pelo los sucios mechones verdes de las algas. La alberca no la había aceptado, simplemente. ¿Qué tenía que ver un amor desgraciado con su pestilente quietud?

Si alguna vez hubiese encontrado en el polvo de un camino una reluciente alhaja, no me habría sobrasaltado tanto como el día aquel en que vi en el agua de la alberca un pececito dorado. Sabe Dios cómo habría llegado hasta allí. Lo debía de estar pasando muy mal. En el agua pululaban las dafnias, que los aficionados a los acuarios venían a coger allí con unas menudas redes. Por lo visto, así fue como el pez dorado, que llegó a quitarme el sueño, había ido a parar a la alberca.

A unos pasos de la alberca se encontraba el chalet de Olsan, famoso hasta ahora, de St. K. Neumann. Estaba lo suficientemente lejos para que sus habitantes no sintiesen el hedor del agua putrefacta, pero no tanto como para que no oyesen por la noche los conciertos de las ranas. Como es lógico, fue años más tarde cuando me acerqué a la tapia del chalet para echar una mirada de curiosidad a su jardín silvestre. Sucedió en la época en que yo paseaba bordeando la alberca pero sin prestarle apenas atención.

Durante el curso quinto o sexto, en el gimnasio de Zizkov nos impartía clases el profesor Entlicher. Era especialista en filología clásica, pero también conocía bien los filósofos orientales y, además, cosa que no supimos comprender entonces, traducía baratas novelas policíacas, de ínfima calidad. También vertió al checo, para el editor Hunek, las novelas de aventuras de Salgari. Era solterón, un poco ridículo, y vivía cerca del gimnasio, junto con su madre. A veces, si hacía buen tiempo, cerraba el texto de latín y, en lugar de examinarnos, nos describía plástica, pintoresca y verídicamente la vida en la Roma antigua. Aquello era increíblemente apasionante. En su juventud había sido amigo de Gellner y el poeta le dedicó este epigrama:

Fue de joven un gran esnob y en misántropo se convirtió.