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Yo disfrutaba alardeando de aquella amistad. En el gimnasio éramos tres chicos a los que nos unía la primera afición a la literatura. Némec era el más pequeño. Suk descubrió en los estantes de un librero de Zizkov, Jirman, los restos de la edición del libro de Gellner Después de nosotros, el diluvio. Dios sabe cómo llegarían allí. Una de las canciones de Gellner incluidas en su libro Las alegrías de la vida, anónimamente dedicadas a Marie Majerova, la adaptamos nosotros a la melodía de la popular tonada Una chica me regaló un anillo de oro. La berreábamos en todas las tascas. No hace mucho oí entonar aquella canción de Gellner en una taberna de Praga. Había resistido mucho tiempo. De Frantisek Gellner al anarquismo y a St. K. Neumann no había más que un paso. Así que, tras varios años, volví a encontrarme, junto con unos compañeros, cerca de la alberca de Olsan y de la tapia del chalet de Neumann. En el jardín seguían floreciendo las hileras de azucenas, junto a las que se sentaban los poetas y anarquistas Srámek, Mahen y Kácha; pero el propio Neumann estaba, desde hacía mucho tiempo, en Moravia. En el chalet vivía sólo Kamila, que estaba preparando El libro de buenos autores que le ayudaba a redactar Arnost Procházka. Neumann se había vuelto a casar y tenía una hija, Sofía. Más tarde la conocí.

Encontré, ya no sé dónde, un viejo folleto con el primer ensayo dedicado a Neumann. Lo había escrito Polan y estaba excelentemente escrito. Borovy volvió a publicarlo en una edición ampliada y nuevamente redactada, acompañada del conocido dibujo de Gellner.

Cuando me quedaba en casa solo declamaba, con un énfasis desmesurado y a voz en cuello, la cita que Polan hacía del poema de Neumann «De niño me agité en tu seno» que el poeta dirigía a Société:

¡Oh repudiada! Te haré parir hijos bastardos, vampiros sin Dios, me tiraré rabioso sobre tu cuello altanero, para que el limo manche tu sangre, despiadado e indeleble, para que los propios dioses incendien los templos que erigiste, para que con las trompetas de venganza penetren en tus ciudades de burgueses libertinos, y cuelguen los escudos de la libertad sobre los hogares, las cornisas y las vigas.

Recitaba el poema con una vehemencia tal y durante tanto tiempo, que algún vecino de la habitación de al lado o de arriba empezaba a dar golpes en la pared.

Nos acercamos muchas veces al viejo chalet de Olsan. Pero en vano. No vimos al poeta ni podíamos verlo. Yo coloqué una reproducción de una fotografía suya en el marco que, debajo de la reproducción, rodeaba una imagen de la Virgen María.

Por supuesto, los tres nos pusimos de parte de los anarquistas y, para que lo grotesco fuese más completo, como suele ocurrir en este mundo, encontramos compañeros que compartían nuestras ideas en la socialdemócrata Academia Obrera, donde el bibliotecario, el camarada Weis, respetable y bonachón, acabó concediéndonos, sin sospechar nada, un precioso cuartito. Aquello terminó mal. En nuestro ambiente, pero sin saberlo nosotros, surgió la idea del atentado contra la vida del Dr. Kramáf. Por suerte, el intento fracasó.

Abandonamos la Academia Obrera y nos refugiamos en la cafetería Unión, aquella famosa Unión sobre la que se ha escrito tanto que no me queda por añadir sino una cosa: que fue demolida y que, en su lugar, en la avenida Nacional, se halla la edificación de cristal de Albatros.

Me he alejado demasiado de las orillas de la alberca de Olsan. En Unión conocí a algunos de los visitantes, estupendos y afectuosos, del chalet de Olsan: a Michael Kácha y a Antonín Boucek. Y a la hermosa Luiza Stychova. Aquella belleza morena de ojos negros parecía haber salido de una novela revolucionaria rusa; nombraría directamente un hermoso relato de Andreiev si su título cruel no me impidiese emplearlo en esta ocasión.

Pero fue en los años de posguerra cuando, gracias a Boucek, vi a Neumann por primera vez. Lo habría reconocido aun cuando Boucek no le acompañase, pero la presencia de éste me confirmó la realidad.

Antaño llevaba una corbata negra y un sombrero negro de alas anchas. Sólo habían sobrevivido la eterna pipa y los labios apretados con firmeza. En lo demás, era un simpático señor de edad, en el que se detenía, aunque de pasada, más de un par de ojos de muchacha, como más tarde comprobé. Acababa de salir de la puerta del mercado de la calle Ovocná y llevaba una bolsa de malla. Aquello me emocionó, porque entonces no era frecuente ver a un hombre salir de un mercado cargado con una bolsa, La de Neumann estaba repleta de despojos de cerdo. Allí, en Zizkov, los llamábamos rabos de cerdo. Quizá no había en ello nada de extraño, aun cuando estilísticamente no me encajase del todo con la figura del autor de La gloria de Satán que nosotros conocíamos, y de Los apostrofes, orgullosos y apasionados. La red de la bolsa dejaba ver los rosados rabos de cerdo, y aquello se me antojó entonces bastante ridículo. A pesar de eso, me precipité hacia el poeta y le saludé con una profunda reverencia, a la que Neumann me contestó, natural y amable: «Hola.» Eso me permitió sentir la personalidad cívica del poeta: ¡Con los rabos de cerdo se preparaba un excelente gulasch segedinsky ¡

Conocí a Neumann poco después. Pero no ocurrió en Unión, sino en la calle Stepánska, en casa de Borovy, adonde Neumann me invitó después de enviarle yo algunos poemas míos.

Pero también me senté a su lado en Unión. Una vez trajo consigo a su hija Sofía, muy joven y muy guapa. Ninguno de nosotros podía apartar su mirada de ella. Al caer la tarde, él me pidió que la acompañase a casa. Quería quedarse un poco más. Pero su mujer se iba a preocupar, añadió. Yo estaba encantado. En aquel entonces Neumann vivía todavía en Santosca de Smíchovo.

Volví a hacer aquel camino varias veces. Nos sentábamos en el parque de Santosca y Sofía me cantaba canciones de Moravia. Me reveló que a Neumann le gustaba sobre todo la popular Miras a las caritas de las chicas en vez de vigilar tu carroza.

¡Ay, qué pena que Sofía no pueda ya decir nunca, junto a mí, lo hermosa que era aquella amistad tierna, tímida e inocente!

53. Sobre el parterre de ásteres estivales

Si os hablase sobre un pariente mío, propietario de un restaurante muy antiguo, situado en medio de un jardín y llamado El árbol verde, junto a la entrada por el lado de Zizkov a la garita del cementerio de Olsan, donde tenía un almacén y un taller en el que doraba los moldes de estatuas y las atornillaba a las cruces de hierro en soportes de gres; y si os confesase que a causa de la multitud de cuerpos crucificados de Cristo perdí algunas de las ilusiones con las que mi madre me había adornado la vida, todo eso sería pura verdad; pero no es lo que tengo sobre mi corazón ni lo que me propongo deciros ahora.

Tampoco sería eso si avanzase un poco más para pasar, como lo hacía varias veces por semana, a lo largo de la muralla del cementerio hacia la parte de atrás de la capilla de San Roque. Me atraían allí los anchos parterres multicolores de trinitarias, margaritas, prímulas, ásteres y todas las demás flores clásicas que se plantaban sobre las tumbas. Allí estaban preparados unos pequeños tiestos que sólo había que volcar. Pero lo que me atraía más aún eran las dos o tres pilas de cemento con agua para los jardineros. Alguno de éstos cultivaba negros diticos que de vez en cuando emergían a la superficie para desaparecer en seguida de nuevo en el agua turbulenta. Pero tampoco esto se aproxima lo más mínimo a lo que me gustaría contaros en pocas palabras.

Por el jardín correteaba también una muchacha. Era pelirroja. En la escuela nos reíamos mucho del cabello rojizo. ¡Qué tontos éramos y cuan hermoso es el pelo cobrizo! Ahora a las mujeres les ha dado por teñirse el cabello de este color. La chica tenía la misma edad que yo. Aunque todavía no sé adivinar la edad con certeza. Más experimentada que yo sí que lo era, sin lugar a dudas. La chica correteaba descalza por el jardín y, de vez en cuando, su padre la llamaba para que le ayudase a escardar. Yo los veía con frecuencia. A veces, ella me dirigía una sonrisa. Cuando me vio contemplar los diticos y tratar de coger uno, vino corriendo hacia mí y declaró con ardor que no osase tocarlos, porque su hermano los estaba cultivando; pero que si traía algún bote de mermelada vacío, me daría uno.