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Mi padre le regaló a mi madre una cruz de oro con una cadena también de oro. Como se puede ver, mis padres respetaban sus respectivas actitudes ante la vida. Los dos regalos, sobre todo durante la Primera Guerra Mundial, fueron a parar varias veces a la Casa de Préstamos de Praga, como se llamaba aquel establecimiento estatal. Estaba emplazado en la calle Rüzová. Aunque de aquello lo ignoro casi todo. Lo cierto es que aquella institución no tenía nada que ver con las flores.

A la hora de la valoración, la leontina y el reloj rendían mucho menos que la maciza cadena de oro, por la que llegaban a dar hasta cincuenta coronas. Los dos regalos de boda tuvieron un final triste. Durante la guerra, mi padre no tenía trabajo y, llegado el momento, no tuvimos el dinero necesario para pagar los préstamos. Los dos objetos se perdieron -ése fue el término oficial- y fueron vendidos en la subasta. Mi madre lloró largamente.

Fingiría, si me quejase. La diferencia entre sus modos de ver el mundo no me causaba especiales contratiempos. Me gustaba acompañar a mi padre a las reuniones políticas y a los mítines, pero experimentaba casi el mismo placer cuando seguía a mi madre para entonar los largos cantos marianos y permanecer de pie junto al banco en que estaba sentada.

En aquel entonces había en San Procopio de Zizkov un capellán joven, Petr Kurz. El apellido es exacto, pero en cuanto a su nombre de pila, ya no estoy tan seguro. Era muy popular, sobre todo entre la feligresía femenina. En eslovaco, las chicas y las mujeres le llamaban «el hermoso señor padre». No obstante, cautivaba no sólo con su encanto personal, pues era joven e iba destocado, sino porque también era un excelente predicador. Cuando Kurz aparecía en el altar, la iglesia quedaba abarrotada de gente. Cuando se acercaba a la escalera de caracol del pulpito, entre los parroquianos se escuchaba un suspiro de devoción.

El párroco de Zizkov ya era viejo, así que era el capellán Kurz el que encabezaba las tradicionales romerías anuales a la Montaña Sagrada. Para las mujeres de Zizkov aquellas procesiones eran sus manifestaciones y nadie podía privarlas de su anual regocijo. Ni los no católicos, ni los ateos, ni los paganos. Era un evento singular y festivo.

La romería de la Virgen María de la Montaña Sagrada empezaba con una oración en la iglesia y con una petición de que les concediese el éxito de su peregrinación. Luego, la procesión se ponía en marcha, manteniendo un riguroso orden. Descendía de la alta escalinata de la iglesia y, en cuanto se abrían los dos batientes de la puerta, empezaban a tañer las campanas. Primero salían todos los oficiantes vestidos con sobrepellices blancas y con sotanas rojas y negras. El que iba a la cabeza llevaba el crucifijo; le seguían los portadores de los estandartes con las imágenes de los santos. Detrás de los oficiantes caminaban el sacerdote, que lucía una suntuosa capa pluvial, y luego unas mujeres viejas llevaban sobre un solio la estatua de Santa Ana. La verdad es que la talla de la madre de la Virgen María estaba hermosamente vestida, pero con el decoro y la dignidad propios de una dama mayor. Como lo estaban las que la llevaban y seguían a su patrona en varias filas.

Eran mujeres a las que ya no correspondía perseguir los oropeles mundanos. En su mayoría eran viudas y solteronas que volvían las espaldas a las alegrías del siglo. Detrás venía un enjambre de niñas vestidas de blanco con coronas de flores en la cabeza. Casi todas ellas sólo acompañaban a los romeros hasta la estación del Emperador Francisco José, ahora Estación Central, adonde también acudían luego para recibir la procesión a su regreso. Al grupo de las niñas le sucedían unas filas de muchachos que lucían trajes oscuros y que llevaban en la manga un brazalete con un emblema y unas cintas. Detrás de ellos, como una nubécula blanca y clorada, se alzaba, sobre unas andas livianas, la talla en madera de la Virgen María. Su atavío era objeto del orgullo de las beatas de Zizkov. No había encajes más finos y más trabajados que los que adornaban el amplio vestido y la capa de seda blanca que lo cubría. ¿Cómo iba a bastar con la pintarrajeada indumentaria de la estatua de madera? Los encajes, generosamente fruncidos, envolvían la estatua hasta por debajo de la capa. Sobre un sencillo pañuelo que cubría el pelo castaño de la talla, se ponía una alta corona, pesada y llena de piedras preciosas que, aunque eran de vidrio, tenían una belleza apropiada para la reina de los cielos. Era la parte más bonita de la procesión, el orgullo y la alegría de todos aquellos que habían trabajado sobre su hermosura sin escatimar tiempo ni dinero. ¡Cómo relucía la gran «M» sobre la capa de la Madre de Dios, cuántos collares de corales y de variadas cuentas de cristal rodeaban su cuello! Cuanto mayor era la cantidad de aquellos adornos, que para las personas habían sido pomposos, tanto más hermosa y más sagrada les parecía la imagen. Pues todos aquellos preparativos trabajosos, todas aquellas abnegadas labores eran, para las mujeres que las cumplían, un complemento imprescindible de su fe: acatamiento, rezos y cantos dirigidos a su Intercesora.

Hacía mucho que habían pasado los tiempos en que la procesión hacía andando el largo camino. Ahora se iba en tren. Ya no se disponía de tanto tiempo como antes, la época requería cada vez más velocidad. Pero incluso en la mundana estación, la procesión se despedía frente al andén con cantos y oraciones.

Cuando los romeros regresaban al día siguiente, felices y agotados, con las manos llenas de regalos, de pequeñas figurillas marianas, de rosarios, plegarias e imágenes, las niñas y los desafortunados que no habían podido ir a la Montaña Sagrada saludaban a la procesión con renovada solemnidad. El sacristán volvía a cubrir al padre Kurz con la rica capa pluvial y la procesión se encaminaba, cantando, hacia la iglesia, quizás algo cansada y triste, pero todavía solemne y digna. Las campanadas que la habían despedido, ahora la estaban saludando. Una vez dentro de la iglesia, las imágenes se depositaban delante del altar y los peregrinos se postraban en el suelo para dar las gracias por su feliz retorno. Y se alegraban por adelantado pensando en la romería del año siguiente. ¡Pero estalló la guerra!

Cuando murió el viejo párroco local, se convocó una representación municipal de Zizkov para decidir a quién se iba a proponer a las autoridades eclesiásticas como nuevo párroco. Tenían derecho a hacerlo.

La reunión fue dramática. Pero no lo fue dentro del ayuntamiento, donde todo se resolvió sin problemas ni roces, sino delante de su puerta, donde se había congregado un tropel nada despreciable de mujeres ansiosas por conocer lo más pronto posible los resultados de la sesión. Cuando se les comunicó que para el puesto de párroco estaba designado el padre Kurz, la turba se dispersó satisfecha.

Sin embargo, el consistorio no aprobó la proposición y se tuvo que celebrar una nueva asamblea. También aquella vez el desarrollo de la sesión -celebrada debajo de la célebre pintura de Liebscher La batalla en el monte Vítkov- fue pacífico. Sólo que la congregación bajo las ventanas del ayuntamiento era ahora más numerosa y estaba más inquieta. La reunión volvió a nombrar a Petr Kurz, y bajo las ventanas resonaron gritos de exultación. Lo sé porque yo también estuve allí.

Pero el consistorio rechazó su candidatura una vez más. Y todo se repitió de nuevo, con la única diferencia de que, delante del ayuntamiento, había aún más gente, porque las feligresas habían llamado en su ayuda a sus maridos. El elemento masculino confirió a la congregación cierto aire amenazador. También esta vez los padres de la villa recomendaron al padre Kurz. Y toda la plaza de Basel, en cuyo centro se levantaba el monumento de Karel Havlícek Borovsky, prorrumpió en exclamaciones belicosas.

El consistorio estaba hastiado y adoptó resoluciones tajantes. Kurz fue trasladado a la parroquia de Venkov y a Zizkov se envió a un párroco nuevo, un señor mayor y sonriente. Se llamaba Procházka y tenía méritos ante el Museo Etnográfico, al que había donado su colección de belenes populares. Había dedicado toda su vida a reunirla.