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Después de la muerte de Salda fundamos la Asociación Salda. La disolvió la Segunda Guerra Mundial. El Dr. Chalupny fue su presidente. También fue albacea de Salda. Le pedí que buscase el folleto con mis traducciones. Chalupny, sin embargo, centró su interés principalmente en la correspondencia de Salda. Obviamente. Salda le había concedido plenos poderes para destruir todo de cuanto tuviese la menor duda, si no, sería conveniente ocultarlo al público. Mantuvimos largas discusiones con el Dr. Chalupny. Se atenía férreamente a la voluntad de Salda. Al fin y al cabo, no creo que quemase nada. Por lo menos, la mayor parte de la correspondencia de Salda con Rizena Svobodova -y era de esa correspondencia de lo que se trataba principalmente- ha sido publicada hace poco. Más tarde, también Chalupny cayó enfermo y murió. El editor Otta Girgal me prometió buscar mis poesías entre lo que se conservaba y había sido entregado al hermano de Salda. No sé si intentó siquiera hacerlo.

En febrero de 1945 el piso del hermano de Salda fue bombardeado y una parte de su patrimonio se quemó, según la afirmación de Girgal. Pero allí no había, añadía él, nada que valiera la pena lamentar. A decir de algunos, los escritos habían sido salvados. Así pues, me desentendí del asunto. Además, poco después, Frantisek Hrubín empezó a traducir a Verlaine. Con una maestría y fidelidad muy superiores a las mías. Luego, después de Hrubín, Petr Kopta reemprendió el intento. Algunas de sus traducciones son realmente fieles al original. Aquellas versiones mías, que un día había hecho imprimir, se publicaron en una hermosa selección titulada El verbo en las cuerdas. Salió en El club de los amigos de la poesía. Entre ellas, uno de los poemas cuyo manuscrito estuve a punto de echar, junto con un ramito de violetas, sobre el féretro de Salda cuando lo descendieron a su tumba. Pero en el último momento lo pensé mejor y decidí abstenerme de una tontería tan banal. Guardé el manuscrito en un bolsillo.

56. El encuentro con la joven poetisa

Que no lo tome a mal la señora Písova, pero no creo que la calle Zborowská de Smíchov sea la más alegre de aquel barrio de la ciudad. No obstante, tengo que reconocer que hasta el jardín Kinsky hay apenas unos pasos. El río está allí mismo; de hecho, sólo se tardaba unos minutos hasta el Teatro Nacional, adonde Pisa y yo íbamos con cierta regularidad, pasando junto a la infeliz escultura de Vltava, obra de Pekárek, cuya cabeza, altivamente erguida, en primavera quedaba blanca de las cagadas de las gaviotas. También quedaba cerca la bella y misteriosa Kampa, con la Diablesa. Y, pese a todo eso, la calle Zborovská es triste. Sus tiendas no son nada vistosas; el comercio se concentra en una calle paralela, en la de S. M. Kirov. Los edificios son tan uniformes como los de Vinohrady, y las ventanas miran a las de enfrente con cierta pesadumbre.

Pero para mí aquella calle es más deprimente aún. En uno de sus edificios había pasado casi toda su vida A. M. Pisa. Con cuánta alegría acudía a verlo, y su piso alto no me asustaba para nada. Me sentía feliz al mirar su rostro afable, sonriente y algo irónico, del que yo podía decir con toda franqueza que lo quería. Nos conocíamos desde hacía cincuenta años, pero sólo durante la guerra nos convertimos en amigos íntimos. Si llevábamos un tiempo prolongado sin vernos, es decir, una semana o diez días, me conformaba con saber que los dos estábamos en Praga, el uno cerca del otro, que podíamos sentarnos en alguna parte o llamarnos por teléfono.

Al escuchar su voz, yo contestaba regocijado a su alegre ironía y a su cordialidad vivaz. Eran minutos en los que él necesitaba hablar y reírse a gusto, para después retornar en seguida a su mesa de trabajo.

Hace unos años que la señora Písova acompañó sus restos al cementerio de Sárka. Es un cementerio bonito, si se puede decir eso de un cementerio. Una popular iglesia antigua vigila allí a sus muertos, oteando los hermosos valles de los dos Sárkas, que nacen en Liboc y terminan cerca de Podbaba. Las raudas corrientes de los dos ríos se entrelazan.

Se cobijó detrás del muro del cementerio, en sus tinieblas, apacible y modestamente, sin espectacularidad, exactamente igual que había vivido. Habíamos trabajado juntos durante varios años en la Casa del Pueblo. Aquéllos fueron unos años difíciles y amargos. Nuestras ventanas, que daban al patio trasero, estaban casi enfrente la una de la otra. Cada día lo veía inclinarse sobre su mesa. Como también había tenido la posibilidad de conocer su despacho con una alfombra tendida sobre el suelo y tan pisoteada que tenía hasta agujeros, pues acostumbraba a pensar paseando arriba y abajo, podía imaginarme bien su día de trabajo. Trabajaba hasta altas horas de la noche. Al final de su vida, pocos minutos antes de morir, se quejó ante su médico de haber trabajado demasiado durante su vida. Nunca antes había hablado así de su trabajo.

Era puntual y escrupuloso. Como editor, incluso, era exageradamente minucioso: vigilaba despiadadamente cada palabra, cada coma, hasta que todo estaba correcto. En realidad, así debe ser. Sí. Pero Pisa era un poco más minucioso todavía.

No sabía dejar las cosas a medias. Trabajaba con una honradez ejemplar. Ni un solo manuscrito de los que se le confiaban era lo suficientemente mediocre para que no lo leyese hasta el final.

Cuando el jefe de la editorial, después de leer un manuscrito, le declaraba que no podía publicarse a causa de sus múltiples defectos y le pedía que escribiera unas líneas por pura formalidad, media página a lo sumo, le redactaba un estudio de varios folios.

Había empezado a hacer el calor del verano y ya nos preparábamos para ir de vacaciones, cuando el cartero me entregó un voluminoso paquete. Era un manuscrito de cientos de páginas. El autor no sólo había ilustrado el libro él mismo, sino que también lo había encuadernado como pudo. Pero las habilidades manuales eran lo de menos. Lo hojeé y tuve la firme convicción de que se trataba de la obra de un grafómano ambicioso, bien conocido en la redacción, quien, en efecto, no escatimaba trabajo ni esfuerzos. ¡Si supiera a quién poner ahora por testigo para que confirmase que mi pretensión no era sino una broma! Porque envolví el manuscrito de nuevo y lo mandé a la redacción para que se lo diesen a Pisa como si alguien lo hubiera traído a la editorial. Yo estaba muy contento por haberme quitado de encima aquel mamotreto. Como hay Dios, de verdad lo pensaba así. Pero otras preocupaciones me hicieron olvidar el manuscrito y cuando, al cabo de una semana, una calurosa tarde de verano, entré en el despacho de Pisa, lo encontré allí sentado, con la camisa arremangada, a punto ya de terminar la lectura del manuscrito. Me dirigió una mirada de reproche y dijo: «¡Vaya trabajo que me diste! Con el calor que hace aquí, llevo toda la semana leyendo.» Para mi vergüenza, debo confesar que no tuve valor de contarle la verdad.

Sólo en los archivos de Ceskoslovensky spisovatet han quedado más de quinientos informes y reseñas editoriales. Pero, ¡cuántos años estuvo trabajando allí! Muy pocos. Y aquel testimonio de una diligencia enorme, aquella prueba de su trabajo anónimo, eran conocidos sólo por unos pocos.

Como crítico de teatro dejó más de un millar de reseñas. Son más de mil noches pasadas en el teatro. Además, si se trataba de un estreno realmente importante, un día antes publicaba un estudio previo sobre la pieza. Y aún no sé cuántas reseñas redactaría Pisa sobre libros, ni cuántos libros había tenido que leer para eso. A todo ello se añaden los artículos y ensayos literarios, prólogos y epílogos a libros, y otros escritos.