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Todo eso es aquella alfombra, hollada hasta agujerearla, de su despacho un tanto sombrío, angosto y alargado, donde había un sofá antiguo sobre el que nunca descansaba su propietario, sino pilas de libros, en sucesión constante.

Durante aquel largo verano vivimos muchos minutos hermosos. ¡Sí que tengo cosas que recordar! Cuando cumplió los cincuenta, le dediqué un largo poema optimista que concluía con estos versos:

Mal que te pese, de veras no quiero limitar la extensión de mi juicio de los treinta años que se lamentan como un viejo cada vez que podemos ver Praga.

Pero también vivimos juntos algunos momentos amargos. Preferiría no acordarme de ellos. Al día siguiente de empezar la ocupación de marzo íbamos juntos por la plaza de Wenceslao. Los SS, engalanados y con sonrisas petulantes, paseaban por las dos aceras, y los habitantes de Praga, llorosos, debían cederles el paso. Confío mucho en que la mayoría de ellos quedase en alguna parte, cerca de Stalingrado.

También pasamos por allí el nueve de mayo, cuando los alemanes nos dejaron marcharnos del cuartel de Karlíná y en la plaza entraban los polvorientos tanques que llevaban a los soldados soviéticos y a los nuestros, cuando toda la plaza, junto con la estatua de San Wenceslao, estaba todavía blanca de la cal de los edificios recién bombardeados y se desparramaban por el suelo los papeles alemanes que se arrojaban desde sus oficinas. ¡Pero todo eso ocurrió hace tantísimo tiempo! Alejo de mi memoria, también, esos hermosos momentos, pues están relacionados con otros, los más tristes.

Ya no voy nunca a tumbarme en la orilla del Vltava, cerca de Zbraslav, donde algunas veces estuve sentado junto con Vancura y con uno de los personajes de su Un verano entretenido, y el guardia Súra, otro de los protagonistas de aquel libro, nos traía de una piscina cercana frías botellas de cerveza. Para mí sería igualmente penoso sentarme bajo los frondosos arbustos de lila en un rincón del jardín Kisnky. De vez en cuando nos sentábamos allí, Pisa y yo, y él, en aquellos momentos, era feliz.

Pero jamás olvidaré un día que viví al lado de Pisa; y lo recuerdo con un placer especial. Si pudiera, cada año iría a visitar de nuevo aquellos lugares.

Ocurrió en junio, en plena época de la siega. El día anterior habíamos asistido a una velada, en Náchod. Pisa daba una conferencia y los actores de Náchod recitaban poesías. Al día siguiente fuimos en autobús al valle de Ratibof. Como sabéis, hasta allí hay un buen trecho de camino.

Soy hombre de ciudad. Nací en una ciudad y allí pasé toda mi vida. Cuando estaba enfermo y me curaba en el pequeño balneario de Duba, situado al pie de la montaña Krusne, tomaba casi a diario el tren eléctrico para ir a tomar un café solo en la cafetería de Teplice. «No era el café lo que querías -se reía Pisa-, pues lo tenías en Duba, sino que te atraía el olor de las acequias.»

Pisa era de provincias. Había nacido en un pequeño pueblo del sur de Chequia y se sentía feliz al encontrarse en el campo y debajo de los verdes árboles. Le gustaba el jardín Kisnky. Cuando estaba en flor, procuraba entrar en él aunque sólo fuese unos instantes. Si podía, salía a pasear por Kampa. Al breve camino que atravesaba la tranquila Kampa lo llamaba en broma la vereda de Pisa. Al café, donde yo pasé tantos hermosos días de primavera y de verano, sólo venía por la noche, al terminar la última función de teatro.

Pero también yo viví en el valle de Babice unos momentos fascinantes que, por lo visto, sólo podemos vivir en nuestra vida en esta tierra y en este país, sagrados como la realidad que respetamos y la leyenda que acariciamos.

Desde la mañana se anunciaba un día precioso y el pequeño castillo Ratiboíy resplandecía en la lejanía con unos colores vivos y sugestivos que recordaban aquel magnífico grabado de Vincenc Morstadt, quien había logrado no perder ni uno solo de sus hermosos detalles. En un valle lejano se estaba segando la hierba y, cuando sopló una suave brisa cálida, sentimos lo mismo: el aroma del heno, el de la hierba recién segada y, claro está, el de los campos granados en los que el sol bebía el rocío de la mañana campestre, y nuestros ojos no se cansaban de mirar todos los colores, las pastinacas blancas y doradas, los azules rizos de la salvia y las amapolas de un rojo sanguíneo. Además, había allí ligustros tiernamente rosados, y no hablemos ya de todo el verdor que se estremecía y ondulaba sin cesar.

El camino que cruzaba el prado estaba cubierto de hierba aplastada y en sus bordes había tomillo y el quedo llanto de las lagrimitas de un rojo oscuro, sin las cuales un día de verano no lo es del todo.

Atisbamos también los húmedos subterráneos poblados por los duendes y nos apresuramos a marcharnos para oír de nuevo el roce de las afiladas guadañas en la lejanía. Deseamos, en aquellos instantes, la locura del amor.

Vimos a una muchacha menuda, cuyos pies, bronceados por el sol, corrían sobre la alta hierba. Hela aquí, corre, corre a toda prisa, y, cuando echa las trenzas por encima de su hombro, sus ojos despiden un brillo que sólo tienen los ojos de los niños. Corretea junto a nosotros, tal vez nos está diciendo algo de sí misma, pasa rozándonos, como si no estuviéramos en el camino. Sentimos ganas de acariciar el aire perfumado que había perturbado su inesperada aparición, quisimos tocar el prado por el que estaba corriendo y el propio camino que estaban pisando sus pies de niña. Y los seguimos con la mirada, cuando se precipitaron a nuestro lado arrancando al mismo tiempo una flor solitaria de acedera que quedó prendida entre los dedos de la chica, semejante a una piedra rara de esas que, en épocas pasadas, lucían en los dedos de los pies las hermosas princesas de antaño.

57. EN EL ROSTRO, UNA PENA LEVE

Sucedió hace más de medio siglo. Karel Teige y yo llamamos, no sin cierta desconfianza, a la puerta de la editorial de Václav Petr, todavía pequeña entonces, para ofrecerle el manuscrito de mi tercer libro: En las ondas de la TSF. En aquellos tiempos aún no existía aquí la radio, ni siquiera esa misma palabra, y para designar la telegrafía sin hilos se utilizaba esta abreviatura francesa.

Nuestra desconfianza no estaba infundada. Para aquella época, el libro era realmente insólito. A partir de su título. Era uno de los primeros libros que reafirmaban una nueva tendencia artística; así que no sólo yo, su autor, sino también Teige, que lo había preparado tipográficamente, habíamos hecho lo posible para que el espíritu del poetismo se desprendiese de sus páginas no sólo con fuerza, sino también con una imparcialidad provocativa. Poéticamente, no sólo era un diminuto apunte de cosas importantes, sino que, entre sus poemas más importantes, estaban esos versos marcados por el lema invertido de Macha.

En el rostro, una pena leve,

una carcajada honda en el corazón.

Esperábamos que el editor se mostrase al menos extrañado, que dudase sobre si valía la pena publicar un libro tan insólito. Nos dejó asombrados. Hojeó el manuscrito y, al cabo de dos o tres meses, el libro fue publicado exactamente como lo habíamos deseado.

Teige se aplicó a fondo. La respetable imprenta de Obzina de Vyskov tuvo que utilizar, para la composición de las galeradas, cuantos tipos había en sus cajas, pero, además de esto, tuvo que abandonar todas las clásicas reglas tipográficas que venía heredando y perfeccionando desde los tiempos de Gutenberg para ponerse a la altura de los estándares modernos de la presentación del libro. Los títulos y los textos de los poemas estaban compuestos con los tipos más variados. Cada poema estaba impreso de una manera distinta. Unos arriba de la página, otros, en su parte inferior. El viejo señor de Vyskov sacudía la cabeza al ver semejantes procedimientos, pero cumplía. La juventud de hoy tildaría los esfuerzos de Teige de rodeo tipográfico.