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Escribiré poesía.

Neumann sonrió, me echó un brazo sobre los hombros y nos fuimos a tomar una cerveza. Al cabo de una semana, me encontró un empleo en una editorial comunista de Praga. Era un puesto de redactor; lo estaban buscando. No había mucho trabajo, ni tampoco era difícil. Tenía que preparar los manuscritos para la imprenta y conseguir o corregir yo mismo las pruebas de galeradas de los libros y otras publicaciones en preparación. El sueldo no era demasiado alto, pero esto pasaba en todas las empresas comunistas de la época. Sin embargo, no sabía qué hacer con mi primera paga. Nunca había tenido tanto dinero en las manos. Los de casa se pusieron muy contentos.

La editorial y librería comunista estaba situada en la calle Na Perstyné, en un antiguo almacén. En aquel edificio, cuyo patio daba a la calle Ulhelny, estaba el popular cine América, especializado en películas de aventuras. Frantisek Tichy pintaba unos grandes carteles de color para ellos; los colocaban al lado de la entrada. La editorial consistía en una única sala larga, con ventanas grandes que daban a un patio bastante feo. Estaba dividida en tres secciones por unas paredes de madera. En la primera, estaba la expedición; en la segunda, una oficina con unas seis mesas, y en la tercera, un almacén de libros, donde se hallaba también la mesa del jefe. No era precisamente muy lujoso. Cuando venían a verme a mi escritorio varias personas, cosa que ocurría con frecuencia, los demás no podían trabajar. Me visitaban los amigos del grupo Devétsil para tratar de ponernos de acuerdo sobre nuestros asuntos. Cuando aparecía Nezval, con su temperamento, divertía a toda la sala. A veces venía Hora y, con regularidad y a menudo, llegaba Neumann.

Al lado de la editorial había una habitación oscura con una ventana que daba a un patio de luces poco iluminado; ahí teníamos el almacén, con montones de cajas llenas de polvo y repletas de postales imposibles de vender. Los compañeros de trabajo que estaban empleados allí desde el principio afirmaban que había alrededor de un millón de ellas.

El antiguo inquilino había puesto como condición para marcharse que la editorial comprase también su almacén de postales. No quedó otro remedio. En aquellos tiempos, había una terrible falta de locales en los lugares del centro de Praga.

Empecé a trabajar precisamente en aquellos días, cuando el jefe se rompía la cabeza para decidir qué iba a hacer con aquellas postales. Eran malísimas y se tenían que haber tirado. Pero ya que el jefe pensaba en cada corona dos o tres veces antes de gastarla, no quería deshacerse tan fácilmente de ellas. Por aquel entonces, no había mucho dinero y las coronas de los obreros tenían que ser respetadas. Así que el jefe dio orden de que intentásemos vender al menos una parte de ellas. Según él, no eran peores que las que se vendían en las tiendas y en los mercados de los pueblos.

No, no creo que hubiese un millón de ellas, pero sí unos cuantos cientos de miles. Las cajas estaban amontonadas unas sobre otras y eran innumerables.

Ya que trabajo editorial había en realidad muy poco, me encargaron a mí de la tarea propagandística: mandar diariamente a la redacción del diario comunista Rudé pravo un anuncio publicitario conveniente y unas cuantas noticias. Y al mismo tiempo me tuve que encargar también de las malditas postales.

La verdad es que lo hice sin gran entusiasmo. Sobre todo en la prensa provincial. En Rudé pravo no podían permitirme volar muy alto.

No tenía ni el más mínimo espíritu comercial; pero, en cambio, no me faltaba imaginación, y empecé a inventar nuevas fórmulas para convencer a los lectores de la belleza de las postales.

En principio, examinamos parcialmente las postales y apartamos todas aquellas con temas de borrachos que vuelven tarde a casa. Eran repugnantes. Igual que las imágenes de las esposas esperando a estos hombres con un rodillo en la mano. Había unas cuantas cajas de cosas de este estilo.

No obstante, hacía pocos años que las postales como éstas estaban muy de moda. En la calle Hybernská había una tienda de ellas, y todo el escaparate estaba lleno de productos así. De niño me pasé largos ratos leyendo versitos tontos en esa clase de imágenes.

Luego nos detuvimos en los retratos de mujeres desnudas. Los colores eran provocadores y de muy mal gusto. Los salvó el jefe, que afirmó que hasta los camaradas mirarían con placer la belleza femenina. Y esto fue un argumento. Pero cuando escribí un anuncio con el título «La vista de las bellezas desnudas complace a los ojos y al corazón», la redacción del periódico se negó a publicarlo.

Lo que más abundaba era toda clase de paisajes. Con icebergs y sin ellos, con ciervos, con pastores y ovejas en lugares indefinidos. El arte ya era de por sí malo, pero lo más triste era la manera repelente de ser reproducido, en que los colores no correspondían a las formas. En la oficina las utilizábamos para escribir listas de suscriptores.

Pero la gran mayoría de las postales estaban bajo el signo del amor. Chicas tristes y abandonadas esperando en vano al amante, y parejas de enamorados en un dulce abrazo. Algunas llevaban versos de las Canciones nocturnas dejan Neruda. Una gran parte de ellas eran amantes con túnicas romanas, sentadas o apoyadas sobre columnas jónicas. Estas dos clases resultaron ser los bienes más vendidos.

En algunas cajas había un abecedario amoroso: grandes letras adornadas con puñados de flores y de cupidos que utilizaban las letras como instrumentos de gimnasio. Estas postales se las mandaban los jóvenes hasta que completaban sus nombres de pila.

A veces las adquirían también los comerciantes de las ferias, que compraban mucho, eso sí, pero escogiendo con mucho cuidado. Compraban casi gratis. Sin embargo, los montones de postales no bajaban, aunque yo veía que mi promoción tan poco especializada daba sus resultados.

Una vez vino a la editorial una muchacha bastante bonita y preguntó si le podíamos vender una postal con la letra B. Probablemente se llamaba Bozenka y le faltaba esa letra para tener el nombre entero. Me la enviaron maliciosamente a mí. Como durante toda mi vida he intentado no negar nada a las mujeres, estuve buscando durante una hora en las cajas llenas de polvo hasta que encontré la letra. Cuando me preguntó el precio, le dije que quería un beso a cambio. No me lo dio y yo le di la postal gratis. Cuando se hubo marchado, fui a acabar la reseña sobre un libro de Karel Gorovsky: El amor libre y el comunismo.

Al final conseguimos tirar el contenido de las cajas. Siento mucho no haberme quedado unas cuantas como recuerdo. Hoy serían una rareza. Mandé varias al escritor Jaromir John. Entre ellas había paisajes impresos y sembrados con trocitos de cristal coloreado. Tenían un aspecto impresionante. John se puso contentísimo. Coleccionaba curiosidades, objetos de mal gusto y cosas kitsch.

Después de este éxito, más bien relativo, empecé a dedicar mi tiempo a un trabajo más digno, con libros cuyo número iba aumentando. Publicamos entonces bastantes nombres sonoros: France, Nexo, Hugo, Ehrenburg, London y otros. Las novelas salían en una especie de cuadernos semanales y se vendían bastante bien.

Conseguí recomendar también una buena selección de poemas de Heinrich Heine, traducidos por Zdenék Kalista, y los primeros cuentos de Karoslav Húlka, cuyo destino fue parecido al de Wolker. Sólo que después de su muerte ya no fue tan brillante. Y también publicamos una colección de poemas de A. M. Pisa: Pozdravy. Cuando vimos la necesidad de una antología de poesía revolucionaria, preparé una, con S. K. Neumann, titulada Tardes comunistas. Neumann me trajo un poema de Richepin que me gustó y cuyo ritmo dado por el poeta Vrchlicky todavía resuena en mi cerebro:

Filisteos, tenderos, mientras acariciáis a vuestras mujeres pensando en los hijos que vuestros groseros apetitos engendran, imagináis que serán notarios, de gran papada y rotundo vientre. Pero para castigaros bien, veréis llegar un día a este mundo unos hijos no deseados que se convertirán en melenudos poetas.

Aquella selección de poemas tuvo éxito. Cuando la vi hace poco en una librería de viejo, me extrañó su pobreza exterior.

Neumann venía a menudo a la editorial. A veces le pedía al jefe que me diera permiso para salir y nos íbamos a tomar unas copitas de vino. Bebiendo, hacíamos proyectos o dirigíamos la revista Reflektor: Neumann llevaba en la cartera toda la redacción. En una de estas reuniones, me preguntó cuántos poemas había escrito hasta entonces. Que lo mirara en casa. Aquella misma noche ordené todos mis manuscritos y al día siguiente se los llevé.

Neumann me ordenó los manuscritos de una manera diferente, expresó que estaba de acuerdo con el titulo y me recomendó que me los hiciera pasar a máquina y que diera una copia a la editorial y otra a Teige; él seguramente me dibujaría la portada y el frontispicio. Teige lo grabó en unos pocos días y el escritor Vancura me escribió un prólogo corto pero expresivo: «Un poema no es una aparición, sino una obra difícil como el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo, comienzan nuevas reglas de creación nueva…», etc. Hasta hoy se suele citar este prólogo en relación con Vancura, cuyo nombre hoy en día no se pronuncia frecuentemente. Al cabo de un mes encontré sobre mi escritorio las pruebas de imprenta: escribí en ellas una dedicatoria a Neumann y un mes después el libro estaba hecho.

Trajeron los ejemplares en una gran caja y, cuando el empleado se puso a abrir la tapa, estaba excitadísimo.

El primer ejemplar se lo dediqué a mi futura mujer, el segundo a Neumann y el tercero me lo metí en el bolsillo. Vi a Neumann al día siguiente. Hojeó rápidamente el libro y cuando leyó la dedicatoria, para mi sorpresa, me miró con un gesto de reproche. Guardó el libro en la cartera y me dijo: