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Hacía cuatro años que sus padres habían muerto, todavía en Teresin, el uno poco después que el otro. Ella y sus dos hermanos fueron llevados a Oswiecim. Su marido fue detenido poco después de la boda y murió en Mauthausen, donde tenía que subir unos pesados troncos de madera por una empinada escalera. Sus dos hermanos murieron en las cámaras de gas. Le estaba llegando el turno a ella. Cuando los alemanes se disponían a huir ante el Ejército Rojo, ella y unas desdichadas judías más lograron escapar y se fueron acercando, siguiendo al Ejército Rojo, a sus casas. Su casa de Kralupy, que los alemanes habían saqueado después de la sublevación, estaba ocupada por unas familias cuyas casas habían sido destruidas. Ahora vivía en Kralupy, en casa de unos amigos. No podía vivir aquí. Ni lo deseaba. Luego volvió a manifestarme lo mucho que se alegraba de que yo la hubiese reconocido.

Paseamos juntos por el andén, y me pidió que le hablase de aquel Kralupy en que había sido feliz, joven y despreocupada. Cuando le mencioné lo guapa que había sido y cuánto le gustaba a todo el mundo, sonrió, pero en seguida se echó a llorar.

Un instante después, silbaba el tren de Podmokly, en el que yo me marchaba a Praga y en el que llegaba su pariente. Sus hondos ojos oscuros brillaron como antes, cuando me sonrió.

Por la boca hermosa pero desesperada de Francesca de Rimini, Dante, en el quinto canto de su «Infierno», dice:

No hay mayor dolor

que recordar un tiempo venturoso

en el infortunio.

¡Son versos conocidos, muchas veces citados! ¡Pues ahí está! El poeta, a pesar de todo, no tenía razón en estas líneas. No, Dante no tenía razón en eso.

El tren con destino a Praga estuvo parado en Kralupy unos veinte minutos. No tenía vía libre. Pero ya no volví a ver a Elsa. Desde el lóbrego cielo empezó a caer la nieve. Primero, grandes copos; luego, más pequeños, pero cada vez más espesos. Después se desató una feroz tormenta de nieve. Primero desapareció ante mí el oscuro andén; después, todo el edificio de la estación y, por último, Kralupy entero, con todas sus heridas, sus penas y sus tormentos.

¡Adiós!

Muchos, muchos años más tarde me puse a traducir el Cantar de los Cantares de Salomón, y cuando buscaba palabras para los apostrofes amorosos, aparecía ante mí el rostro joven y adorable de Elsa de Kralupy. Emergía desde la profundidad de varios milenios, venía hacia mí y yo le recitaba los versos del poeta hebreo:

«Eres como el lirio entre los espinos. Tu estatura es semejante a la palmera, y tus pechos a los racimos. Tus ojos relucen como palomas junto a los arroyos de las aguas. Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, ¡y ven! Porque ha pasado el invierno, el tiempo de la canción ha venido y se ha oído la voz de la tórtola. Tus brotes son un paraíso de granados, de frutos exquisitos, de flores de alheña y nardos. Tus labios destilan miel, bajo tu lengua hay miel y leche.»

Estaba sentado en un tren parado y miraba por la ventanilla, detrás de la cual sólo se veía la tempestad. Miraba por la ventanilla con atención y fijeza, como si estuviera mirando por un caleidoscopio, pero lo único que veía eran los copos que caían. Me asombraba la vehemencia con que aterrizaban, e iba reflexionando: cuántos tipos de besos humanos hay en este mundo hermoso pero triste. Qué imaginativo es el amor, cuando un rostro de hombre se acerca al de una mujer. ¿Y las mujeres?

Hay un primer beso y un último beso. Pero, ¿a qué viene este canto de amor sombrío?

Hay besos apasionados, en los que los amantes sólo por un milagro no se arrancan sus lenguas de cuajo. Y también hay besos cariñosos, cuando la pasión se sublima en la languidez. Son besos húmedos, largos y ardientes, y el aliento humano es como una flor invisible que acaricia el rostro y las alas de la nariz al mismo tiempo.

Además, hay besos que recuerdan la mano tendida de un mendigo, y hay besos que son como las monedas que se echan en ella.

Hay besos totalmente desesperados, pero no hablemos de ellos.

También hay besos en los que los labios besan el corazón de la mujer. Tienen el efecto de una inyección intracordial. Alientan el corazón perezoso y despiertan el corazón todavía adormecido. Y si hablase del cuerpo de la mujer, hay muchos besos más. ¡Dios mío! Hay besos llenos de sonrisas y de alegría. Besos llenos de deseo y, a la par, besos de la realización de ese deseo.

También hay besos sin amor y sin calor. Apenas si rozan la carne. Vienen dictados por la costumbre, nada más. Hay besos dulces y besos amargos.

Y no cuento el beso de Judas.

No, es imposible enumerarlos todos. Como es imposible contar los copos de nieve que caen detrás de esta ventanilla del vagón.

De pronto se oyó la conocida señal y el tren se puso lentamente en marcha, camino de Praga.

¡Pero hay un beso más todavía! El beso de gratitud por recuerdos evocados, hermosos aunque ya postergados, anegados en lágrimas y aplastados por piedras: los recuerdos de la juventud.

Es uno de los besos dulces. O quizás de los más dulces.

89. El rizo de pelo dorado

Se suele decir que cada edad humana tiene sus alegrías. Tal vez. Al parecer, se trata de un consuelo para los viejos. No obstante, la verdad es que la vejez es la edad que tiene menos de esas alegrías. Lo sé bien. La vida se me escurre entre los dedos como las últimas gotas de agua y no llego a seguir con la mirada a las horas que pasan y a los años que se van volando sin piedad.

Cuando el hombre nace y prorrumpe en llanto, lo recogen las suaves manos de la enfermera para entregarlo a unas manos amorosas, las más amorosas del mundo. Estas consiguen devolverle el calor que ha perdido para siempre en el instante en que ha entrado en nuestro mundo duro y cruel.

Cuando un hombre se hace viejo, suele estar triste. La gente viene y se va, y el hombre se siente, cuanto más adelante, más solitario. Y esa soledad que no tiene consuelo, le va cercando poco a poco. A medida que se va aproximando el momento crucial, la muerte empieza a arrancarle el alma del cuerpo y muere absolutamente solo. En fin, ¿qué clase de alegrías puede haber en esta edad?

Hubo un tiempo en que me gustaba beber vino. Con el paso de los años, iba aprendiendo a beber cada vez mejor. Sobre todo, después de hacer dos cursos de vinicultura. El primero, con mi amigo Fr. R. Cebis, y el segundo, con un amigo suyo y mío, Jan Goldhammer. Creo que conozco los vinos un poquito. Cuando menos, pasivamente. Pero, ¿de qué me sirve ahora este saber si sólo me atrevo a mojar los labios en una o dos copas? ¡Sólo para sentir su aroma y su sabor! Luego acaricio tristemente la etiqueta de la botella y la devuelvo al armario. ¡Y hay quien dice que el vino es la leche de los viejos!

Durante la Primera Guerra Mundial pasamos mucha hambre. A veces esperábamos el pan junto a las persianas de la tienda, bajadas toda la noche, y luego, cuando cortábamos la hogaza, se deshacía en puñados de migajas doradas. Al terminar la guerra supe apreciar la buena comida. Comía con gusto y hasta la saciedad.

Más tarde profundicé en este arte con ayuda del profesor Cibulka. Ahora sigo tres regímenes y, cuando leo la carta de algún restaurante, me dan ganas de llorar.

¿Qué me queda, pues? Suerte que puedo leer maravillosas poesías y mirar a las mujeres guapas. Si no, mis ojos no servirían más que para el llanto.

Cada año, en primavera, cuando todo empieza a florecer, me apresuro a llegar al Jardín del Seminario de Petfín. Desde la parte alta de Brevnov, no queda lejos. ¡Pero qué digo, me apresuro! Tardo casi una hora, renqueando con mis dos bastones franceses. Pero debo arrastrarme hacia allá a toda costa para poder recoger al menos un recuerdo agradable. Y también quiero ver Praga en flor. Por lo menos, aquella su parte más hermosa. Los edificios de bloques de pisos no me interesan. Son iguales todos y en todas partes. En Praga como en París, y en París como en Kalkat.

Esta primavera estuve sentado junto a la garita del jardín de Petfín, cerca del vacío restaurante con su huerto, el más bonito de toda Praga. Cuando menos, por la preciosa vista que se abre de allá a Hradcane, mientras los raíles del funicular no hayan reventado como los viejos tirantes de caballero. Nunca he podido saciarme de aquel panorama de la ciudad. Cada año me digo que quizás es la última vez que lo esté viendo, y no consigo apartar de él la mirada. Cuando me levanté, fui cuesta abajo hacia el monumento de Macha, donde pensaba descansar.

En un cruce, los niños estaban jugando a la gallina ciega. En sus bocas volvía escuchar, tras muchos años, un sencillo adagio. En plena primavera florescente me sonó como un breve himno sagrado de la infancia que en otros tiempos entonaba yo también, a los cinco o seis años, en las calles de un suburbio gris, entre las hediondas acequias y los negros pasajes que separaban las casas.

¿Adonde te llevo, gallina ciega? A un rincón. ¿Qué tienes en aquel rincón? Un gallo. ¿Quémás? Un hilo de oro. ¡Anda, gallina ciega, a ver si me coges!

Los niños echaban a correr y daban palmaditas al que tenía los ojos tapados, para despistarlo, mientras éste se precipitaba detrás del sonido de sus voces. El más pequeño, de pelo crespo y con pecas, al que cualquiera alcanzaría fácilmente, cada vez saltaba al bajo pedestal del monumento y se ocultaba casi bajo los mismos faldones del abrigo de Macha. Allí nadie podría descubrirlo.

Ojalá yo también pudiera esconderme así, detrás, tal vez, del miriñaque de la poesía, cuando venga a buscarme la muerte que, aunque sabe encontrar a cualquiera, ¡algunas veces también puede estar ciega!

Al cabo de un rato los niños se fueron corriendo a otra parte y me quedé solo, sumergido en aquella hondura verde y rodeado de silencio. De tarde en tarde sonaban los címbalos de la torre de San Vito. Su canora voz parecía alzarse desde lo más profundo de los muros del viejo Hrad, haciendo estremecerse las lentas nubes. Su tono nítido y aterciopelado aconsejaba a los jóvenes que no perdiesen el tiempo y se agarrasen al momento, mientras que a los viejos les recordaba la perfecta vanidad de esas cosas. Para los jóvenes era un canto; para los viejos, el horripilante graznido del cuervo del poeta.