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¿Los viejos? Se les atribuye erróneamente la sabiduría de la ancianidad. Los viejos no son sabios. Las más de las veces suelen ser disparatados. Tienen una experiencia bastante valiosa. ¿Y qué? Los jóvenes desprecian las experiencias y a los viejos no les sirven absolutamente para nada. ¿Qué les queda, entonces, si se persigue la felicidad, cuando se está ya cerca de la muerte?

Les queda una cosa. Soñar largamente, con delirio. Soñar con algo que, como ellos bien saben, ya nunca podrán conseguir. Para hundir más a gusto el rostro en la almohada y no ver nada a su alrededor. Porque en el momento de ver el mundo real que les rodea, se darían cuenta de su propia ingenuidad y sus ensoñaciones perderían su encanto en seguida.

Hay personas que repiten con frecuencia que se han reconciliado con su vejez. Sé que podría ser perfectamente cierto. Pero no les creo. Otras, en cambio, pretenden convencernos de que ya, por nada del mundo, quisieran volver a ser jóvenes. ¡Mienten! ¡Con cuánta alegría retornaría cualquiera de ellas a los contratiempos más desagradables de su juventud, si la vida fuese una cinta de magnetófono y fuese posible volverla atrás!

¡Con qué falta de firmeza, qué mal soporta la gente sus primeras arrugas y sus primeras canas! Sobre todo, las mujeres, claro está.

La señora Jifinka K., esposa de un conocido escritor checo, era famosa por su encanto, realmente excepcional. Cuando Hanus Jelínek, aquel zascandil simpático y ocurrente, la ayudaba después de algún estreno teatral a ponerse el abrigo, no se le olvidaba nunca manifestarle que hubiera preferido quitárselo. A eso la mujer, cauta e inteligente, le replicaba, haciendo rechinar levemente los dientes, que, si pudiese, prohibiría a las mujeres jóvenes y guapas llevar vestidos bonitos. Lo decía con una sonrisa. Y sin embargo…

Por el camino, delante del monumento donde yo estaba sentado, pasaban parejas jóvenes. Yo seguía con la mirada sus invisibles huellas y habría jurado que se dirigían hacia la puerta de amor primaveral de ese jardín exclusivo que pertenece a los amantes. Conozco bien los sitios adonde van con tanta prisa. En el Jardín del Seminario había un árbol henchido de injertos. Quizá sigue allá todavía. Sus ramas descendían hasta la tierra y cubrían un banco apoyado en su tronco, como un quitasol vivo y florescente.

Desde el Club Gramofónico me han enviado hace poco un disco en que están grabadas algunas populares arias del repertorio de Erna Destinova. El aria de Mafenka de La novia vendida, el aria de Carmen de la ópera del mismo título, el aria de la desventurada japonesa de Madame Butterfly y algunas otras. En la funda del disco hay una pequeña fotografía antigua de Erna Destinova, de los tiempos de su fama. Una mujer joven, segura de sí misma, con un sombrero calado sobre la frente, como se estilaba entonces, a comienzos de siglo. Era desafiantemente guapa y tenía unos ojos profundos y cautivadores. Me quedé mirando largamente aquel rostro atractivo y singular de la modesta fotografía. Al día siguiente volví a sacar el disco para ver una vez más aquellos ojos. Y al siguiente, lo hice de nuevo, y la espléndida señora Mariposa lloró en mi habitación repetidas veces. Cuando al cuarto día algo me empujó a sacar el disco una vez más y volví a mirar aquel rostro, de hecho horrendamente reproducido, tuve que reconocer que me había enamorado de la hermosa mujer. No importaba que, desde tiempo atrás, su glorioso nombre estuviese grabado sobre una lápida de Slavín. Para mí, en aquellos instantes, estaba de pronto más que viva. Y a pesar mío, un suspiro agitó mi corazón.

Ansié ver aquellos ojos, deseé acercarme a aquellos labios apretados que habían exhalado al mundo tanta belleza. Soñé con reposar rozando su cuerpo para que me invadiese una ola de su femineidad suculenta.

¡Qué más daba que su voz excepcional y única hubiese dejado ya de sonar sobre los escenarios!

La oí cantar todavía de niño. Mi madre decía que su voz se levantaba hasta el firmamento y que en el cielo se convertía en rosas. Me dejaba unos pequeños gemelos de teatro, ya antiguos. Eran de madreperla. Miraba con ellos aquel rostro fijamente, pero no veía nada aún o, mejor dicho, no sospechaba.

En aquel entonces yo era, claro está, terriblemente joven y no tenía la menor idea de lo que es el amor. Nadie me había enseñado aún que bastaba con saborearlo sólo con la punta de la lengua para que el que lo catara pudiese caer fulminado al suelo. El amor es más peligroso que la cicuta que, como es sabido, contiene en sus flores y tallos cinco venenos atroces.

Aquello fue hace mucho, por supuesto, cuando Destinova todavía pescaba en el Canal Dorado de Jakub Krcín de Jelcan, en el parque de su castillo.

Durante algún tiempo más, seguí trastabillando en aquel mágico ruedo de amor hasta despertar de la embriaguez amorosa que yo protegía de la luz y de los vendavales. Sus altivos ojos no me dejaron desprenderme de ellos tan pronto. A cada instante oía su voz cantar las arias operísticas populares y antiguas y constantemente tenía delante de mis ojos a aquella mujer, que tenía la alcurnia de las bellas mujeres renacentistas.

¿A qué mujer le es dado vivir la vida con toda la pasión que le vaticina su propio corazón? Vivía sin conocer obstáculos algunos. Despreciaba las riquezas, pero las poseía y sabía disfrutar de ellas. Por su propia voluntad, conseguía condimentar cada minuto de su vida con la felicidad que encendía y alimentaba con placeres y pasiones que no disimulaba y, además de todo eso, poseía algo grande: su arte.

Luego me despedí de ella, convertida hacía ya tiempo en un recuerdo.

A veces, aunque no muchas, aparecía sobre nuestras tumultuosas alturas de Bfevnov el musicólogo y escritor Jan Wenig. Uno de la gran familia cultural de los Wenig de Praga. Estaba escribiendo entonces sus memorias. Era sobrino de Erna Destinova. Pero de esto no me enteré hasta que me envió un capítulo de su libro: La tía Erna. Leí el manuscrito con avidez. Ya conocía mucho sobre la vida de Destinová y supe mucho más gracias a Wenig. Entre otras cosas, menciona en sus memorias los nombres de algunos amantes y admiradores de Erna Destinova. Desde el corredor de motos Jindra Vodílek hasta el oficial zuavo Alzíran Dinh Gilly y, finalmente, su marido Joe Halsbach. Era oficial de aviación y, en la época en que estaba haciendo la corte a su futura esposa, le tiraba coronas de flores desde el aeroplano al patio del castillo de Straz. Cuando ella murió, arrancó de las paredes del castillo hasta los interruptores. La sobrevivió treinta años. Wenig menciona también a los admiradores que Destinova había rechazado. En primer lugar, tres italianos célebres: Enrico Caruso, Arturo Toscanini y Giacomo Puccini. Como buena patriota que era, quería casarse sólo con un buen checo. Pero no lo encontró.

Al devolver su manuscrito a Wenig, le confesé mi tardía aventura platónica, aunque acto seguido le pedí que no engrosara su lista de admiradores y amantes con mi nombre. Fue hace ya algunos años.

Todavía añoro a veces las dulces flexiones de la Mafenka de Smetana y el lamento de Madame Butterfly, y saco el disco. El aparato y el disco suenan exactamente igual que sonaban años atrás, cuando me quedaba escuchando a Erna Destinova con verdadera ansiedad; pero ahora se me antoja que su voz me llega de algún lugar distinto. Suena como desde una angustiosa lejanía, ya ensordecida para siempre por la cortina de los años.

Y me deja muy triste, porque, si así puede decirse, ya está un poco muerta.

Como está muerto el rizo de pelo de la belleza rubia de Lucrecia Borgia en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, donde Lord Byron se enamoró de sus dorados cabellos.

90. ¡Vale!

Últimamente oigo a menudo esta asombrosa expresión. Al principio no la entendía del todo. Hasta que alguien me aclaró qué significa: ya está, listo, fin, se acabó.

Pero quiero confiaros algo más.

Sé por qué muchos médicos jóvenes no se buscan esposas donde sea y no andan en pos de ellas por caminos lejanos y azarosos, por valles y barrancos. Echan dos o tres vistazos a su alrededor en el lugar donde trabajan, y se celebra la boda.

En fin, también a mí me gustaban las cofias, blancas como la nieve y, sobre aquellas tocas rígidamente almidonadas, los garfios de las horquillas en el cabello.

A las enfermeras no les gusta demasiado llevar esas tocas. En verano les resulta más agradable ir destocadas: pero la enfermera supervisora las riñe. Se ve que no saben lo bien que les quedan. ¡Tonterías! ¿Cómo no van a saberlo? Lo saben hasta demasiado bien.

Cuando estuve ingresado en la clínica, a pesar de encontrarme en una posición poco propicia, no por eso me gustaba menos ver revolotear incansablemente las blancas alas de un lecho a otro, de una dolencia a otra y de un sollozo a un suspiro. Y así, de sol a sol.

Una vez, en uno de los policlínicos me prescribieron la ionoforesis. Estuve esperando con otros enfermos a que me llamaran. Cuando llegó mi turno y oí mi nombre, la enfermera me puso la compresa de calcio. Luego me miró con fijeza y me preguntó de sopetón:

– ¿Le gustan las poesías?

– Sí -respondí sorprendido-. ¿Por qué me lo pregunta?

– Pues como se llama usted igual que Jaroslav Seifert…

Y eso es todo. Cuanto quería y podía decir, lo he dicho. He terminado mi relato. Fin.

¡Vale!

Jaroslav Seifert

Jaroslav Seifert nació en Praga en 1901 y falleció en la misma ciudad en 1986. Poeta proletario en sus comienzos, encabezó con su compatriota Nezval el movimiento de vanguardia «poetista». Entre su obra poética destacan En las sendas de la T. S. H. (1925), Los brazos de Venus (1936), Apagad las luces (1938), Mozart en Praga (1946), Mamá (1954), Concierto en la isla(1965), La columna de la peste (1977) y Paraguas en Piccadilly (1979). Defensor de los escritores perseguidos, último presidente de la unión de escritores checos y firmante de la carta 77 en defensa de los derechos humanos en Checoslovaquia, en 1984 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.

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