Выбрать главу

Cuando fue detenido por la Gestapo y durante el interrogatorio le enseñaron unos poemas contra Hitler escritos por Halas para que confirmase lo que se había averiguado de la autoría de Halas, Palivec negó que los hubiera escrito Halas. Y a la pregunta de quién era entonces su autor, respondió que él mismo. De esta forma salvó a Halas de ser detenido. Por cierto, aquellos poemas no eran precisamente de los mejores suyos. Sonriendo, Palivec comentó luego que esto era lo único que le apenaba. De esta manera, con su valentía y su amistad fiel, intervino en la vida de un amigo ya enfermo.

Cuando Halas publicó su célebre Mujeres ancianas, sobre la cual escribió Salda que era «una pieza de virtuosismo de Paganini tocada en una sola cuerda…, si no tuvieran aquel sentido de la humanidad y su tragedia», al margen de este poema contó frívolamente sus aventuras en Ginebra con mujeres jóvenes.

Después de la independencia en 1918, Palivec fue nombrado director de la agencia de prensa checoslovaca en la ONU de Ginebra. La joven república heredó del viejo Imperio austro-húngaro un inmenso edificio en el cual instalaron las oficinas y la gran vivienda de Palivec.

Era durante los animados tiempos de la primera coyuntura de la posguerra y, después de cuatro años pesados de la Primera Guerra Mundial, el mundo vivía el ambiente de paz con alegría y despreocupación.

Parecía una invasión amistosa: un día a Palivec le visitó un diplomático occidental y sin andar con rodeos le pidió que le dejara su piso por una tarde. Era un buen amigo y no hablaba sólo por sí mismo. Era imposible negarle aquel favor.

Al cabo de unos días, Palivec vio cómo se acercaban al edificio una serie de coches y cómo, ante su sorpresa, bajaban de ellos unas guapas muchachas; el diplomático las había seleccionado cuidadosamente en las salas de fiestas y los bares nocturnos de la bella ciudad del lago azul, tan bien conocida por las envolturas de los chocolates. Las sonrientes señoritas se acomodaron en las habitaciones de Palivec. No fue difícil convencerlas luego de que se vistiesen con los pijamas de Palivec. Había exactamente una docena de pijamas. El espectáculo de las chicas con pijamas de caballero que les quedaban demasiado grandes era bastante grotesco. Por fortuna, aquel espectáculo no duró mucho tiempo. Al cabo de un momento empezaron a llegar los señores de otras embajadas que asistían a las reuniones de las Naciones Unidas. Y todo quedó absolutamente claro cuando saltó el corcho de la primera botella de champán.

¡Se trataba de un concurso de belleza! Decidieron elegir la reina y las princesas sin prisas, detallada y estrictamente. Consideraban no sólo la belleza del rostro, sino también la del pecho, los brazos, las piernas y los muslos. Observaban «el todo de las mujeres jóvenes», según dice el poeta sobre las diferentes partes de los cuerpos femeninos.

Palivec no estaba demasiado contento con esa empresa. Su propio jefe, el ministro del exterior, a pesar de todos los miramientos políticos, probablemente no habría estado de acuerdo con un hecho de esta clase. Ginebra, la ciudad de Calvino, es puritana a la manera de los protestantes. Y por eso los invitados de Palivec no habían querido arriesgarse por su cuenta. Por otra parte, una pequeña república nueva de la Europa central saltaba menos a la vista. Por suerte, todo acabó bien. El hombre que lo organizó todo, recogió en un sombrero de copa una cantidad increíble de billetes para las señoritas. Estas, muy satisfechas con el éxito y con la recompensa, se despidieron y no hablaron más de ello.

Halas escuchó atentamente la narración y al cabo de un instante se sentó y rápidamente escribió una versión contraria de las Mujeres ancianas. Sus Mujeres jóvenes no fueron seleccionadas para una antología de poesía de Halas después de su muerte, pero se publicaron. Y varias veces. En Praga y en Frenstát pod Radhostém, donde Halas solía veranear:

Oh días espumantes oh noches espumantes cuando el aire está colmado de menudas

chicas desnudas bailando entre las columnas

de nuestros deseos.

Luego copió los versos con cuidado y Frantisek Bidlo los ilustró con unos dibujos en color que se caracterizaban por una línea poco realista, pero graciosa… El poema se lo dedicaron a Palivec, infatigable y entusiasta coleccionista de libros, manuscritos, dibujos, encuadernaciones de diversos textos y de correspondencia.

Aceptó con agrado el manuscrito como regalo por sus cincuenta años.

Antes de la Segunda Guerra Mundial se estaba muy bien en nuestro país, sólo con nosotros y entre nosotros. Es porque éramos jóvenes. Es agradable recordarlo. Lástima que en estos recuerdos de hoy suene con espanto la sirena de una ambulancia que se lleva al poeta gravemente herido que había vivido tantos momentos junto a nosotros para acabar tan súbita y trágicamente su larga, interesante y rica vida.

14. El libro de memorias

En la calle Kfemencova, en el barrio pragués de Nové Mésto, a unos pasos del instituto en el que se han de buscar los orígenes del grupo Devétsil, junto al edificio histórico de la cervecería U Flekuü en cuya entrada está colgado un gran reloj luminoso, hay una puerta pequeña, apenas perceptible. A esta puerta sólo le falta una campanilla como aquellas de los comercios de antes. Porque detrás de la puerta hubo, en efecto, un mostrador. Sin embargo, a través de la tienda sólo se pasaba a otra sala, parecida a una oficina; ahí, junto a un antiguo escritorio, se hallaba una mesa para los invitados, con sillas a su alrededor.

Cualquiera que lo deseaba, encontraba siempre en aquella sala a Jan Goldhammer, a quien todo el mundo llamaba Goldi.

Ese nombre pertenecía a un joven, hoy casi legendario propietario de unas cavas de vino en aquella casa.

¡Devétsil! Y para poder susurrar otra vez esta palabra agradable y encantada de nuestra juventud de hace tiempo, diré todavía que el edificio en que estaban aquellas salas, lo heredó Vladimír Sulc, uno de los primeros miembros de Devétsil.

A Goldi le visitaba gente todo el día. Conversaban, hacían su negocio, se tomaban una copita de vino y se iban.

Pero casi cada noche se reunía allí una pequeña compañía de personas que se conocían íntimamente y que tenían cosas que decirse las unas a las otras. En su tiempo, iba allí el escritor Eduard Bass con su acompañante Ladislav Khás. Miraba el mundo por debajo de sus gafitas, que parecían ser demasiado pequeñas para su cara llena. No obstante, su mirada inteligente y sonriente expresaba bienestar y amistad. A menudo acudía también allí V. V. Stech.

Si menciono a éstos, no puedo dejar de nombrar a los demás. Antes que a nadie al invitado fiel, el profesor Josef Cibulka y también a Václav Talich. Eran cuatro nombres notables en la vida cultural checa y los demás venían con mucho gusto para estar con ellos. Ladislav Khás conoció ahí a su futura mujer, la competidora en carreras de automóviles Eliska Junkova. Algunas veces aparecían los poetas Nezval y Holán; de los prosistas, Jan Drda solía ser un invitado frecuente. De los pintores solía venir el agradablemente pulido Muzika, el charlatán Bauch y el travieso Frantisek Tichy. Y de los escultores, el narrador inolvidable Karel Dvofák y, a veces, también un amigo ameno: Josef Wagner, el escultor-poeta. De cuando en cuando, también se unía a nosotros la seductora actriz Eliska Poznerova, elegida por entonces reina de la belleza.

Goldi era un hombre de buen corazón y mano generosa. Quería a sus invitados y pensaba siempre en qué sorpresa agradable podía prepararles. Cuando se reunía una compañía especialmente buena, se sentía feliz si a los invitados les gustaba el vino. Y no hacía economías, aunque en aquellos primeros años de después de la guerra no siempre había suficiente vino.

Después del golpe de Estado del año cuarenta y cinco invitaba también a algunos oficiales del Ejército rojo. Había venido E. Registan, el autor del himno soviético. No sé cómo ni de dónde, pero Goldi, como un mago, siempre supo sacar algunas preciosas joyas líquidas del Rhin o del Mosela o viejos vinos alegremente espumosos de la región de Champaña.

Ambos profesores, Stech y Cibulka, eran unos conocidos gourmets. Stech entendía perfectamente todo lo que llegaba a la mesa de las cocinas de Europa entera. Cibulka era especialista, no sólo en comida, sino también en todo aquello que traían de las cavas.

Era un verdadero placer escuchar a Stech cuando hablaba de Italia. Lo conocía todo: cualquier iglesia o capilla, y de los santos romanos estaba tal vez mejor informado que un canónigo del Vaticano. Conocía su aspecto, lo mismo si estaban pintados en color sobre el lienzo que grabados en la piedra o en un mosaico. Y eso, desde Venecia hasta Nápoles, y de ahí a Palermo, y de vuelta por otros caminos muy diferentes. Además, nunca olvidaba dónde preparaban una buena pizza. Y lo mismo que conocía un mosaico colocado sobre el pórtico de una catedral, sabía también el restaurante en que preparaban un delicioso agnello rostito (cordero asado). El mejor helado se consigue en Milán, a unos cuantos pasos de la catedral. Esta información la tengo de Stech y me gustaría mucho visitar un verano ese lugar. La memoria del profesor Stech era vertiginosa. Hasta sus últimos años se acordaba de todo.

El profesor Cibulka era un especialista en todos los vinos que se producen en nuestro continente. En su cava en la calle Valentinská tenía una pequeña colección y, para los invitados especialmente apreciados, sacó de allí botellas durante toda la guerra. Y nunca se olvidaba de la cocina. Cuando viajaba por Francia en coche, paraba en un pequeño pueblo provenzal e iba a una fonda; la especialidad de aquel lugar era la morcilla blanca y el vino de la propia viña, que no era peor que el mejor chablis.

Sobre estas raras cualidades del señor profesor hallaron ocasión de convencerse todos aquellos que tuvieron la suerte de ser invitados a comer en su casa.

Los acontecimientos de mayo sorprendieron, al final de la guerra, a algunos de los invitados de Cibulka en su generoso comedor. Es cierto que la comida estaba bastante afectada por la economía de guerra, pero el vino seguía siendo delicioso. Sin embargo, los invitados no sufrían hambre, aunque estuvieran obligados a quedarse varios días. El escritor Jan Drda encontró en la casa un viejo casco checoslovaco, se lo puso y se puso a la disposición de la guardia militar checoslovaca. Le destinaron como guardia nocturno delante de la Biblioteca Municipal y, para las horas nocturnas, se metió en el bolsillo una botella de pomard, regalo del señor profesor. Pero el comandante no tuvo comprensión para la sed de Drda, le quitó la botella y derramó su exquisito contenido aromático en una cloaca. A Drda se le partió el corazón y lo estuvo recordando durante mucho tiempo.