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Todavía hoy siento el olor y el gusto de todas aquellas comidas en que pude participar. ¡Qué lástima! Hace mucho que el fuego está extinguido en la cocina del profesor; la señorita Marie, la cocinera y mujer de su casa, dejó la fría cocina llorando. Estuvo con él durante treinta años, aunque al tercer día de su servicio ya se había dado cuenta de que había cometido un error. El profesor era muy exigente. Pero la señorita sabía cocinar milagrosamente. Preparaba poemas aromáticos.

Hay una afirmación de un invitado de mucho renombre que proclamó la casa del señor profesor territorio francés, porque, en los buenos tiempos, allí se cocinaba y se comía igual que en Francia.

Josef Cibulka, profesor de arqueología cristiana y de historia del arte eclesiástico en la Universidad de Carlos, ex cantante de la Capilla Sixtina, canónigo en la iglesia de Todos los Santos del Castillo de Praga, científico, autor de muchos importantes trabajos de investigación, historiador que hizo retroceder la historia checa cien años más atrás, no era un hombre aburrido. ¡Al contrario! Sabía reír de todo corazón y le gustaba cualquier clase de bromas y anécdotas.

Su amigo Karel Kopf iva, también un invitado frecuente de Goldi, fue víctima de muchas ideas divertidas del señor profesor. Kopfiva era representante de una empresa inglesa exportadora de whisky, pero su verdadera profesión fue el amor a la música. Tenía una discoteca de nivel europeo y nosotros le visitábamos por las tardes para escuchar exquisitos conciertos mientras tomábamos una taza de té aromatizado con flores de azahar.

Cuando su amigo Rafael Kubelík dirigía en la Sala Smetana un concierto basado en la ópera de Janácek De la casa del muerto, Kopriva iba a los ensayos, en esa ópera, Janácek utilizó hasta el estruendo de las cadenas para llenar la música con efectos simbólicos; pero, durante los ensayos, estos efectos le salían mal. Kopriva escribió entonces a Kubelík que era virtuoso en tocar cadenas y que se ponía a su disposición.

Kopriva no debía haber comentado esta carta en las cenas de Goldi. El profesor organizó en seguida una amplia colección de toda clase de cadenas, que sus amigos mandaban o llevaban después a casa de Kopriva. Entre ellas había cadenas fuertes y pesadas para encadenar personas y llevar animales al matadero, pero también cadenitas de relojes de bolsillo y esas que los niños se ponen como colgantes. También había cadenas de las esposas policíacas y esas cadenas de papel que se cuelgan en el árbol de Navidad. El profesor no cejó en su empeño hasta que explotó todas las posibilidades; y sólo se lamentaba de que en nuestra lengua se dijera «una corona de morcillas» en vez de «una cadena de morcillas», giro que, además de ser más expresivo, serviría para que una cadena de morcillas rematara la colección de una manera triunfal.

No tengo ni idea de lo que Kopriva hizo con sus cadenas. Pero, por lo que yo sabía, nunca estropeó ninguna broma. ¿Dónde están aquellos días despreocupados y llenos de risas, en los que había tiempo y humor para bromas como ésta? ¡Cómo le favorecía la risa a Cibulka!

A Ustí nad Orlicí, donde el profesor Cibulka nació y donde solía pasar mucho tiempo, le fue a visitar su apreciado amigo el arquitecto S. Era un viernes y ambos eran católicos. Como es sabido, la Iglesia católica es estricta en cuanto a la observancia de la abstinencia, pero permite algunas excepciones. Por ejemplo los peregrinos, los enfermos o los obreros de trabajo pesado no tienen que observar la abstinencia. Cibulka cogió a su invitado del brazo, le llevó a la estación y se sentaron en el primer tren. No fueron demasiado lejos: bajaron en la ciudad de Ceská Tfebová y Cibulka condujo a su invitado al restaurante de la estación. Pidió costillas a la brasa y cuando trajeron los platos, pronunció: Peregrini sumus.

No me gustaría que juzgarais con severidad al señor profesor, inventor de ésta y otras bromas inocentes. Fue encantador en todos los sentidos de la palabra. El domingo, todos sus amigos, creyentes o no, se apresuraban a la misa matinal de la iglesia praguesa U krizovníkuú, donde su hermosa voz se entrelazaba con las nubéculas de incienso, mientras aquel que cantaba el coro gregoriano con la perfecta y fina gracia de los eclesiásticos del Vaticano, oficiaba su ceremonia sagrada.

Luego, a veces, durante toda una semana, trabajaba en sus libros sobre la basílica de San Jorge de Praga, sobre las joyas de la coronación del Reino de Bohemia y sobre los santos Cirilo y Metodio y su largo camino hacia nuestras tierras.

Después de una de mis largas visitas a la calle Valentinská, cuando ya me hallaba en la antesala del profesor, noté que mi cartera estaba bastante más pesada. Se me ocurrió que se trataba de una pequeña broma y no quise estropearle la diversión al señor profesor.

Le salió una broma buena de verdad. Me había puesto en secreto, dentro de la cartera, una botella del maravilloso vino Clos de Vougeot, que habíamos bebido durante la comida y que yo no dejaba de alabar. Y si no tengo otro remedio que revelar lo que comimos para acompañar aquel vino, os lo diré: espalda de corzo; y, de postre, cestitos rellenos de arándanos rojos. Aquel vino de Borgoña era uno de los predilectos del profesor y mi amigo Goldi le hacía los más grandes honores. Sobre todo al de la viña Cote d'or, loada hasta por el poeta Joris-Karl Huysmans. Pero este señor ya no nos interesa tanto hoy en día.

Guardé la botella en casa. Me daba pena abrirla. Al cabo de poco tiempo empeoró la salud del señor profesor y se vio obligado a guardar cama. Se acabaron las deliciosas comidas y cenas en la generosa mesa. Poco después, el infatigable y querido anfitrión desapareció. Ni después de su muerte me sedujo la botella. Cuando la veía, la acariciaba con cariño; me recordaba a una gran persona y esperaba con paciencia una ocasión más apropiada y festiva para degustarla.

Esa ocasión se presentó al cabo de cierto tiempo. Me visitó el historiador del arte Jan Tomes, alumno y joven amigo de Cibulka. Sabía mucho de su maestro y contaba historias de él con verdadera gracia.

A los profesores V. V. Stech y Josef Cibulka les gustaba acompañar a sus alumnos en los viajes de estudios. El primero, por Italia; el otro, por Francia y Europa occidental. Jan Tomes estuvo con Cibulka en aquel antiguo cháteau vinícola de Clos de Vougeot, y le acompañó incluso en el momento en que fue armado caballero. La ceremonia tuvo lugar en una antigua bodega del castillo del siglo doce. Le fue otorgado el título de chevalier du taste-vin. La ceremonia no se llevó a cabo con la espada tradicional, sino con una vieja raíz vinícola y el caballero se llevaba como símbolo una copita para catar vino. En aquella ocasión pronunció un brillante discurso sobre la historia de nuestro país y su relación con Francia.

Otra exquisita historia es la que narra Tomes sobre una excursión a Znojmo.

En la iglesia de San Nicolás de aquella ciudad tienen sobre el altar de la nave lateral derecha una estatuilla de la Virgen. El profesor Cibulka sabía de la existencia de tal estatuilla, pero nunca la había tocado con sus propias manos. Cuando llegaron al altar, el profesor apartó las cortinas, para poder llegar hasta la mesa del altar. No dejó que nadie le acompañase en esa ceremonia. Abrió el tabernáculo de cristal en que se encuentra la estatuilla, Sacó ésta y la llevó hasta donde estaban sus alumnos. Igual que el Niño Jesús de Praga, la Virgen estaba adornada de ricos vestidos. Pero el señor profesor metió la mano por debajo de las faldas de la Virgen y afirmó triunfalmente con una sonrisa:

– ¡Es gótica!

Cuando le quitaron la ropa, se demostró que tenía razón.

Serví el rojo vino de Borgoña de la bodega del profesor y brindamos por su memoria.

Aunque V. V. Stech rechazaba el arte moderno, que no le gustaba -no reconocía ni a la generación de Josef Capek y Jan Zrzavy-, no se puede decir de ningún modo que desconociese el arte antiguo. Su escepticismo empezaba con los impresionistas; proclamaba que habían destruido las reglas del arte. Sin embargo, su amplia monografía sobre Rembrandt es excelente. Se publicó antes de su muerte. Los artistas modernos no le apreciaban: cuando el pintor Otto Gutfreund exhibió el retrato de Stech, Pacovsky, el redactor de Veraicon comentó delante de la pintura:

– ¡Parece vivo! ¡Sólo falta que diga una estupidez!

Pero las conversaciones con él, aun no estando de acuerdo, siempre eran interesantes. Amaba a Praga auténtica y profundamente. Eso fue lo que nos acercó. Podía hablar de la ciudad con cariño durante horas.

En aquellas veladas bebíamos mucho vino. Me parecía que, cuanto más bebíamos, con más entusiasmo traía Goldi nuevas botellas y más satisfecho se sentía. Treinta años después incluso me dijo que no supo invertir el dinero de mejor manera: aún amaba el recuerdo de aquellas personas.

Yo quería mucho a Cibulka; y le respetaba. Pero a Talich le adoraba. Cuando hablaba de música, era encantador. Fascinante. Cuando, como director de la ópera del Teatro Nacional, estudiaba Pelléas y Mélisande, yo le acompañaba a los ensayos. Lástima que aquella bella ópera no llegara al escenario. Talich se fue de repente del Teatro Nacional. En aquel tiempo empezó a tener sus primeros éxitos la Orques ta de cámara checa de Talich, compuesta en su mayoría por gente joven. Y una vez (fue precisamente en casa de Goldi)

Talich me apartó un poco y, lleno de convencimiento, me propuso que escribiera para esta joven orquesta unos poemas que se podrían recitar acompañando la Serenata para instrumentos de viento en re mayor. Esta serenata es muy difícil para los músicos de ahora. En la época de Mozart se tocaba en los banquetes, con pausas, según exigían los diversos platos que servían a la mesa. Hoy se tiene que tocar seguida, cosa muy penosa para los músicos de los instrumentos de viento. Les falta la respiración. De este modo, los poemas podrían llenar las necesarias pausas. Se lo prometí de buen grado. Escribí un ciclo de trece rondós llamado Mozart en Praga. Talich leyó los versos y se alegró mucho. Era exactamente lo que necesitaba. Luego me miró y me comentó: