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– Oye, me parece que los asuntos de este muchacho, Mozart, no eran tan idílicos como los pintas tú en estos versos. Aquel hombre tenía que tener unas pasiones que hoy desconocemos y que, junto con la exaltación creadora, aceleraron su muerte.

A Talich le gustaba explicar una anécdota sobre el compositor Suk. Suk está sentado en una tasca y habla de Mozart: «Si ahora se abriera la puerta y entrara Beethoven, le saludaría educadamente y le invitaría a mi mesa y charlaríamos sobre música. Pero si viniera Mozart, me caería debajo de la mesa.»

Talich tampoco llegó a dirigir la Serenata de Mozart. Ni ninguna otra persona. Se puso enfermo y la joven orquesta se desintegró al faltarle su director. Al cabo de poco tiempo Talich se refugió en su torre sobre el río Berounka y le vimos muy poco por Praga. Su asiento en casa de Goldi se quedó vacío y, de vez en cuando, nos llegaban noticias alarmantes. Algunas veces le visitamos con los amigos de Beroun. Pero ya era otra persona. Una vez nos contó con énfasis que en su jardín había encontrado a un oso. Talich se apresuraba hacia su oscuro final. La música había muerto para él. Era una cosa insospechadamente triste.

Recordé entonces las palabras de Talich sobre la muerte de Mozart cuando, en el otoño del 1976, se publicó en la revista Horizontes musicales un amplio artículo sobre el final de dicho músico. No habían sido ni las mujeres ni el alcohol los que habían quemado su frágil cuerpo. Aquel joven genial fue un jugador incorregible. Jugaba al billar y a las cartas. Y ambas cosas las hacía mal. En un artículo lleno de datos convincentes, su autor, Uwe Kraemer, insinuaba esta secreta pasión de Mozart. El músico dejó unas deudas enormes. El autor las estimaba en ochenta mil marcos.

¡No, no eran las mujeres! Vladislav Vancura solía decir: -¡En el mundo hay pasiones más fuertes que las mujeres!

Hace ya tiempo que quitaron y trasladaron los grandes barriles de la bodega de Goldhammer y convirtieron la sala en un almacén. Probablemente siguieron oliendo a vino durante mucho tiempo. Es como si convirtieran una antigua iglesia en un almacén: sus paredes estarían profundamente penetradas del incienso y de las oraciones.

Hace poco me vino a ver Goldi y me trajo el libro de memorias de la calle Kfemencova. Naturalmente, estaba manchado de vino en muchas páginas. Al lado de los versos eróticos de Vítézslav Nezval había poemas polémicos de Jan Drda y, unas páginas más adelante, encontré una exclamación de Vladimír Holán:

¡Que el diablo se lleve los libros de memorias! ¡Pero no se los llevará!

Y así, nombre tras nombre, una tumba y un recuerdo con cada uno, y una copa que resuena suavemente con cada nombre. Bass, Talich, Cibulka, Nezval, Stech, Muzika, Konrád y muchos más. Los amigos que iban desapareciendo con el precipitado paso del tiempo, que se apresuraba inconteniblemente. Menos mal que los nombres quedan y no callan.

Hace poco que volvía del café Manes y no pude resistir la tentación de ir a mirar la vacía calle Kfemencova. Fue de noche. El gran reloj de la cervecería U Flekú brillaba quebradamente entre los copos de nieve que caían y recordaban una luna que había tenido una avería en aquella calle memorable.

15. Tiempo lleno de canciones

Creo o, dicho más sinceramente, tengo la impresión, de que lo que corrientemente llamamos poesía es un gran secreto del que cada poeta revela un poquito o algo más. Luego aparta la pluma o cierra la máquina de escribir, se queda pensativo y, a última hora de la tarde, muere. Como por ejemplo Nezval.

Tenía yo once años cuando mi madre volvió un día del funeral de Jaroslav Vrchlicky. Estaba muy excitada y tenía el vestido medio roto. Consiguió llegar al cementerio a través de la puertecita que se abría al lado de la entrada de la iglesia de Vysehrad. Quería llegar hasta la escalera del cementerio Slavín para ver el féretro y oír al que pronunciaba el discurso. La gente que acudió al entierro después de ella llenó rápidamente los caminos y senderos abiertos entre las tumbas y derribó a mi madre al suelo. Cayó con la cara sobre la tumba vecina a la del poeta Václav Bolemír Nebesky.

¡Qué horror! ¡Ésta iba a ser en el futuro la tumba de Vítézslav Nezval!

Para mí, que esperaba a mi madre en casa, aquel acontecimiento también fue terrible y extraordinario. No podía apartar de mi mente el nombre de Jaroslav Vrchlicky. En la excitación y en su historia hubo algo oscuramente hermoso.

¡Vrchlicky! Era algo muy distinto de las canciones que cantaban las vecinas mientras lavaban la ropa en los patios interiores.

En aquella época alguien me preguntó qué quería ser cuando fuese mayor. Contesté que poeta. Mi madre, que lo oyó, susurró preocupada: ¡Dios mío!

Los conocidos trataron de persuadirme:

– Chico, con eso no llegarás lejos. Hoy en día ya no se lee poesía. Piensa en alguna cosa práctica.

Pero yo no quería pensar en nada práctico.

¿Qué me quedó para mi vida posterior de aquellos años de mi infancia y primera juventud que pasé en la terraza interior y luego en los rincones de la calle, allí donde no llegaba el chorro de plata del camión que regaba?

Tal vez la melancolía y el deseo de soledad, pero también la alegría de estar entre la gente, la curiosidad, la arbitrariedad y también una cierta dosis de despreocupación que le ayuda a uno mucho cuando se encuentra mal. Y además una vieja flautita medio rota, herencia del padre de mi padre, al que vi una sola vez. La parte rota la pegué con un trozo de miga. Sí, claro: entonces las flautas eran de madera.

– Sí, cógela -sonrió mi madre-, ¡podría ser mágica!

No lo era. Nunca aprendí a tocarla; ni tampoco lo intenté.

En nuestra casa nunca se hablaba demasiado sobre este abuelo paterno.

– Tu abuelo era una persona buena y alegre. A veces demasiado -decía mi madre.

Cuando empecé a ir al colegio, me preguntaban qué quería ser cuando fuera mayor.

– Quisiera ser poeta -contestaba con firmeza, y algunos se echaban a reír a carcajadas. En el instituto leímos a Cayo Julio César y, más tarde, al divino Virgilio, pero el tiempo de las canciones estaba lejos aún.

Sin embargo, he de confesar que mis años en la torre del observatorio astrológico volaron bastante de prisa.

Hasta que un día tuve la impresión de que el tiempo se detenía. De repente, todo a mi alrededor estaba lleno de música, de canciones, de alegría. Fue embriagador y bello. Me gusta recordarlo.

Si Frantisek Halas apretaba, estrechaba las palabras de sus poemas como si les quisiera retorcer el cuello para que le dieran más de lo que había dentro de ellas a simple vista, yo hacía todo lo contrario. Las palabras que tal vez me trajo el viento por la ventana abierta, las guardaba cuidadosamente entre las dos palmas de las manos para que no se escapara el polen virgen de la primavera.

¡Creedme, fue un tiempo bellísimo!

Como os sentiréis curiosos por saber quién de nosotros era entonces el mejor poeta, os lo revelaré directamente: fue Vladimír Holán, el ángel negro.

Y algo más: si Vladimír Holán hubiera sido un blanco oficial de la marina en la cubierta de un barco que se dirigiera a Split, las mujeres bonitas le hubieran esperado paseando por el muelle, mirándolo desde lejos con sus prismáticos.

Apenas había acabado Halas algunos de los preciosos poemas de los que se pudo decir que hicieron temblar la tierra, estalló la guerra más grande del mundo. Los poetas no pudieron quedarse callados.

El tiempo no nos trató nada bien. Los años pasaban despacio. Cuando se vive mal, el tiempo no se apresura para darnos tiempo a saborear todos sus horrores. Despacio nos deja olvidar, aún más despacio cura las heridas, pero las cicatrices no las borra nunca.

En la segunda mitad de la guerra publiqué un pequeño libro de poemas y lo titulé El puente de piedra.

Halas, tras haberlo leído, me dijo malhumorado:

– Está muy bien, me gusta, pero creo que hoy en día los versos no tendrían que sonar de esta manera tan dulce y hechizada. En nuestros tiempos la poesía tendría que gemir como una tormenta de viento de otoño, ladrar como los perros sueltos y chillar como las aves salvajes.

Supongo que tenía razón.

¡Pero yo no sabía hacerlo!

Me gusta Mozart y quiero creer que una canción tocada por una flauta puede abrir las puertas de la sabiduría.

¡Qué habrá sido de mi flautita de niño!

Los templos de la sabiduría en nuestro país no estaban solamente cerrados. Estaban en ruinas, mirases a donde mirases. Entonces ¿qué hacer con la cantinela, la reina de la noche?

No obstante, otra vez llegó un tiempo en que, con nuestra despreocupación, los años se contaban por sí solos porque nosotros ya no contábamos tanto los días y éramos felices.

Poco tiempo después de la guerra, el enfermo Halas murió. Cuando aún estaba en el hospital, se oyeron voces extrañas que decían que no se defendía de la muerte, que tenía ganas de morir. Yo sé que no era verdad. No quería morir. Se aferraba a la vida como una abeja a una flor rota con la que ha caído al agua. Tenía sus dolores, pero eran de esa clase que suelen rechazar la muerte y que, cuando uno se vuelve viejo, movilizan todas las fuerzas humanas, levantan el cuerpo del cansancio y el alma del desvanecimiento. Pero Halas no era viejo. Estaba cansado. Antes de su muerte mencionó que quería hacerse un traje nuevo y pidió a su mujer que le limpiase su abrigo de invierno. No, Halas no pensaba en la muerte. Estuvimos todos muy tristes. ¡Adiós!

Unos años después de Halas se fue también su elegante y efébica mujer. ¡No lo podíamos creer! Hoy están tendidos uno junto a otro, cogidos de la mano.

Cuando en la primavera colgaba del tejado la bandera de la república, me cayó en las manos una caja de sombreros. ¡Estaba llena! No pude resistir la tentación y la abrí. ¡Ay, cuántas cosas había dentro! Cintas doradas, flores artificiales, un antifaz rosa con puntillas. Sin embargo, con aquellas baratijas anticuadas mi memoria palpitó unas cuantas horas en una loca felicidad que me estremeció el corazón. También había invitaciones a diversos bailes, una pluma de avestruz rota, un fajo de cartas y de fotografías atada con una cinta dorada, unas ampollitas de perfumería de todas las formas que todavía hoy no han expulsado todos sus aromas.