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»Por eso te ruego, si hay una pequeña posibilidad, que intercedas en mi favor para que encuentre en la vida a una muchacha parecida a ti. Que tenga también unos ojos cariñosos y dulces como tú, que sea hermosa y buena. Amén.»

Y la Virgen Inmaculada de Bartolomé Esteban Murillo atendió a mi ruego.

Sin embargo, apenas salido del Louvre y huido del hechizo de la pintura de Murillo, me sumergí otra vez con entusiasmo en el universo de Picasso.

Nombres como Braque, Juan Gris, Kandinski, Matisse, Chagall, Vlaminck y otros, los pronunciábamos Teige y yo como una letanía a todos los santos. Y París ofrecía más y más aventuras. Intercalábamos los gritos de sorpresa con tazas de café que tomábamos varias veces al día bajo los toldos de los cafés en los bulevares, mirando a las bonitas vendedoras que no olvidaban de añadir a un ramito de flores su amable y tal vez inolvidable sonrisa.

La buena y complaciente señora que nos ayudaba a ordenar nuestro hogar cuando mi mujer y yo nos acabábamos de casar, en cuanto vio por primera vez las dos desnudas camas al lado de la pared, confió a mi mujer su decepción:

– ¿Por qué no habéis puesto encima de la cama un dosel blanco?

Sí, un dosel blanco, generosamente plisado, unido con una corona dorada bajo el techo, y entre tela y tela, una Virgen. Una de aquellas bellas vírgenes que tanto adoraba en mi juventud.

18. La corona putrefacta

Un amigo de la juventud y antiguo compañero de clase, que como yo, después de seguir caminos tortuosos a través de la vida, se encontró al final en el barrio de Bfevnov, y además bastante cerca de nosotros, llamó a la puerta del jardín una mañana de invierno:

– Ven a ver mañana cómo tiran a tierra nuestra vieja casa de la calle Lupácova, allí donde a veces me ibas a ver y donde fabricábamos pólvora.

Al principio vacilé. Las detonaciones de perunito no me parecían exactamente la canción de cuna más adecuada para mi viejo corazón. Pero al final dije que sí. Hacía tiempo que no había estado en Zizkov y a veces lo añoraba.

Al día siguiente por la mañana, salimos. Era un agradable día de invierno.

La calle, en la que toda una hilera de casas estaba destinada a la demolición, estaba cerrada y sólo la pudimos ver de lejos. Las casas tenían los ojos sacados y la vida se le había sido extirpada por la fuerza como las agallas rosadas de las carpas navideñas. Las paredes estaban desnudas y preparadas para sus últimos momentos. Las casas callaban enfadadas.

Aparcamos cerca del mercado y subimos por la escalera a la parte sur de la colina de Zizkov, sobre el negro túnel del ferrocarril. No éramos los primeros. Hasta los empleados de la televisión estaban ya preparados. Tuvimos delante de los ojos todo el Zizkov antiguo, cuya mayor parte tenía que hacer espacio a los nuevos edificios blancos y a las modernas y aireadas avenidas.

El campanario de la iglesia de San Procopio seguía encaramado encima de los tejados sucios de humo, y su reloj, con los números recién dorados, brillaba sobre el barrio. Las calles se unen allí, después de haber corrido pendiente abajo, en la pequeña plaza triangular de San Procopio, donde antes había un mercado. Me habría gustado correr entre los puestos. Cuando empezaba la primavera, en una de las esquinas de la plaza vendían ramos de flores medio marchitas. Olían bien. A finales de la primavera, de costumbre antes de la fiesta del Corpus, aparecían peonías rojas y varitas de lirios. Mi madre traía lirios del mercado. Le gustaban. Perfumaban todo el apartamento y la hacían pensar en la iglesia. En el invierno, antes de las fiestas de Navidad, se podía comprar allí musgo para los belenes. En el mercado me sorprendían los grandes mostradores inclinados, con agujeros redondos en donde ponían las mitades de los huevos con los ojos dorados de las yemas. Las claras las guardaban los vendedores en altas regaderas. Las esperaban los pasteleros para hacer con ellas frágiles dulces de espuma.

Como nos quedaba un poco de tiempo, fuimos a ver nuestro edificio por detrás; estaba cerca. ¡Cómo no reconocer nuestra casa entre otras casas casi iguales! Estaba unida por tres terrazas, y no faltaba ni la artesa, tal como yo lo conocí cuando era niño. Las viejas acacias negras y torcidas escaseaban. Hasta el viejo semáforo estaba allí y todavía saludaba obedientemente. No ha cambiado nada; sólo yo he cambiado. Y si tuviera que volver allí, ya nadie me reconocería.

Hace casi medio siglo que Zizkov no es mi hogar; pero, a pesar de ello, cada vez que vuelvo allí me siento en sus calles como en casa. Miro la red de callejuelas, la arrugada superficie de los tejados, y por todas partes me llegan insistentes recuerdos y se me ponen ante los ojos. Hay muchos de ellos que me gustaría acariciar, pero son tantos, y llegan más y más, y el tiempo se apresura. Queda poco tiempo para el lúgubre acontecimiento. Sólo un cuarto de hora; sólo doce, diez, nueve minutos.

Mis días presentes vuelan tan de prisa como copos de nieve con el viento y ni siquiera me da tiempo a sentirme desgraciado. Y miro conmovido dentro de los recuerdos, en los espacios solares de su tiempo, cuando un año parecía casi un siglo y un día no llegaba nunca a su fin.

Apenas me hice un poco mayor y empecé a observar mi pequeño universo limitado, lo quería poseer todo con todos los sentidos. Descubría las primeras bellezas del mundo y no tenía tiempo para digerirlas. Mi corazón se alegraba continuamente. Deseaba poseerlo todo a la vez, precipitadamente y sin pensarlo. Cada día vivía nuevas aventuras que no me dejaban dormir. Hoy, esto me hace pensar en una pequeña historia de mi primera infancia.

Me encontraba de vacaciones en Smrzovka, cerca de la frontera. Los alemanes la llamaban entonces Morchenstern. Detrás de la pared de las fábricas de vidrio descubrí un almacén donde ponían las piezas rotas o mal hechas y, sobre todo, trozos cortados de bastones de color. Parecían carámbanos rotos. Los pedazos estaban llenos de hilos y cintas de colores que formaban pequeños ornamentos. Los más bonitos eran los trozos de cristal mate, rojo por dentro y con pequeñas estrellitas doradas por fuera. En aquel momento me sentía como la mujer del poema de Erben, ante la cual se abrió una roca repleta de tesoros. Me llenaba de cristal todos los bolsillos y el sombrero y tenía miedo de que mi pasión no se acabase antes de tiempo y viniera algún guardia con su bastón. Todavía conservo algunos de aquellos trozos, como recuerdo de la felicidad vertiginosa que experimenté sobre el montoncito de basura de vidrio.

Sí, más o menos de esta forma vivía también los momentos de cuando me fui a las calles de Zizkov por primera vez. Ya no se trata de lo que había podido encontrar allí, sino de la alegría y la sorpresa que, con el paso de los años, eran cada vez más raras.

El poeta Robinson Jeffers dice que todas las cosas del mundo son bellas y que depende del poeta el saber elegir lo que puede durar. Yo lo formularía de otra forma. Todas las cosas del mundo no son bellas, pero las que el poeta elige, duran. Por lo menos mientras viva el poema que escribe.

¡Viva la poesía!

El núcleo histórico de nuestra capital está, en su aglomeración, rodeado de barrios periféricos, cuyos edificios, en su mayoría del siglo pasado, se caracterizan por ser viejos y ruinosos. Se construyeron sin pensar en sus habitantes. Y eso precisamente es Zizkov, cuya mayor parte es así. Los arquitectos y urbanistas llaman «corona putrefacta» a este círculo de construcciones y están comenzando a liquidarlo.

¡Corona putrefacta! Durante años he vagado entre las tumbas del cementerio OlSansky y sé lo que es una corona putrefacta. El término es terrible, pero exacto. Y también sé lo que pasa después de la muerte: unas cuantas coronas en la tumba.

En el barrio periférico me acostumbré a la triste melodía de la putrefacción y al olor de la pobreza. Porque la pobreza y la miseria huelen mal. ¡Y cómo se esfuerza la gente que vive en ellas para mantener su pequeña felicidad! Me enamoré de aquellas callejuelas feas, llenas de polvo, de mugre y de hierba sucia entre los adoquines de piedra del pavimento. Por los momentos de alegría que experimentábamos sin saber lo que es la felicidad. Y por los días en que vivíamos intensamente sin saber lo que es la vida.

Ahora desde la colina de Zizkov estoy mirando y sonriendo a mi propia vida, con sus primeros recuerdos, y estoy esperando que salga el humo y que, después, en seguida, se oiga una detonación estruendosa, y una casa tras otra se derrumben por dentro.

No hace mucho que, en la pantalla de la televisión, había oído la declaración de un joven deportista. A la pregunta de si se iba a casar empezó una charla: antes que nada quiere destacar en su deporte y llegar a la cima. Luego acabará los estudios universitarios y sólo después empezará a buscar una pareja indicada. Qué bien se le ha delineado. ¡Cuánto éxito tendrá este hombre!

Por suerte, no me parezco a él. En nada.

Mentiría si afirmase que a Venus se le fue la mano y que me proporcionó más que a los demás cuando medía la pasión más noble y más dulce de la vida. De todos modos, que me dio bastante y, lo mismo que Anatole France, tengo que darle las gracias y hacerle una reverencia con cortesía y sinceridad. ¡Vive eternamente, bella Anadiomene! ¡Te acataré hasta la muerte! El vivificante deseo no me deja ni en los años tardíos. No desaparecerá hasta que muera yo.

Y si en aquellos momentos en la colina donde había pasado mi juventud recordaba tantas cosas variadas, ¿cómo no iba a recordar, cómo iba a olvidar el mayor encanto y gracia del pasado que me acompañó en la vida?

Desde la infancia, me atrajo el perfume del pelo femenino. Todavía no sabía leer y ya tenía ganas de acariciar el cabello de mis pequeñas compañeras. Sólo la vergüenza, ay, la maldita vergüenza que no he sabido superar durante mucho tiempo, me lo impedía en el último momento.

En la primera clase, me enamoré de manera un poco confusa, pero intensa, de la señorita maestra. Ella misma fue un poco culpable. Estaba sentado en la primera fila y ella me distinguía de tal forma que me dejaba recoger los cuadernos de la clase. A veces se sentaba en el borde de mi pupitre y yo sentía la fragancia del jabón de sus manos. Y cuando conseguía leer algo del libro de texto sin parar, me acariciaba la cabeza. En aquel momento me temblaba el corazón y la sangre me subía a las mejillas. Cuando salía de la escuela, la seguía secretamente y vagaba alrededor de su casa mirando las ventanas. ¡Todas! No sabía cuál era la suya. Luego, por la noche, con la boca en la almohada, conversaba con ella susurrando, tuteándola valerosamente en un diálogo ficticio. Caminaba como sonámbulo; hasta mis padres se fijaron en ello y estaban preocupados temiendo que estuviera enfermo. No, estaba sano, completamente sano; únicamente me sentía triste, porque todos los grandes amores acaban infelizmente. La señorita maestra se llamaba Marie Gebauerová y me parece que era de la antigua y culta familia del profesor Gebauer, cuyo nombre teníamos en el instituto como autor del libro de texto de lengua checa. Cuando la señorita se fue de nuestra escuela, lloré sinceramente.