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Si aún está viva, cosa que le desearía de todo corazón, en la primavera le mandaré una carta. Al menos, por una golondrina que el año pasado hizo su nido debajo de nuestro tejado.

Como es natural, me recuperé muy pronto de aquel amor infantil. En un edificio donde hubo un montón de pisos y en estos pisos un montón de habitantes, no solía ser difícil.

Un piso más abajo vivía una muchacha salvaje, sólo un poco mayor que yo. Tenía unos cabellos negros, mi madre decía que gitanos, y en ellos un gran lazo rojo. La encontraba casi a diario y siempre me sonreía. Una vez, cuando pasé por su puerta, me atrajo adentro y se puso a abrazarme y besarme con furia. Pero antes de poder darme cuenta de mi súbita felicidad, me sacó otra vez fuera. Como un trozo de trapo arrugado. Había oído a su madre que volvía del sótano con el carbón.

Al cabo de poco tiempo se mudó a un piso vecino una pareja de recién casados. En aquella ocasión fue la joven desposada la que sacudió mi corazón. Algunas veces me invitaba a la cocina para ofrecerme una tarta o un dulce todavía caliente. Me enamoré de ella en seguida, después de nuestro primer encuentro, y en vano reflexionaba cómo acercarme más estrechamente a ella. Por el carnaval, me llamó cariñosamente por mi nombre de pila y me ofreció una tarta con mermelada de grosella. Cuando me la acabé, cogí su mano y la besé con todo el corazón. Me dio otra tarta y medio en serio medio en broma me echó una bronca: por una tarta no hace falta besar la mano. No comprendió, por desgracia, que no era una expresión de agradecimiento, sino una declaración de amor y un torpe deseo de acercarme a su atractivo cuerpo.

No sólo por las ricas y espaciosas avenidas del centro de la ciudad, sino también sobre el polvo y el barro de la periferia, caminaban zapatitos de mujeres, chicas guapas y apasionadas, con muchas flores, cintas y sonrisas en todas partes. Así que me veía muy a menudo atado por las miradas de aquellos bonitos ojos.

Acostumbraba a sentarme con un amigo en una valla metálica que rodeaba el pequeño parque de la plaza Kostnické. En la primavera, sólo crecieron allí unas pocas ramas de lila que los chicos cogieron antes de que tuvieran tiempo de florecer; y un mirlo. Pero por encima de nuestras cabezas flotaban unas nubes blancas y nos bastaba con poder respirar el aire perfumado de la primavera.

Siempre me ha gustado el perfume fuerte y espeso, como crema de leche, de las violetas nocturnas. En la colina de Zizkov había huertos enteros de ellas. Iba allá a sentarme a su lado y soñaba casi con furia. Y en un cuaderno apuntaba versos. De tanto olor de violeta, a veces me dolía la cabeza. El querer volver a esos lugares después de tantos años era inútil. Todo había cambiado. Quise acariciar el respaldo del banco, lleno de inscripciones escritas y raspadas con cuchillo y mirar si debajo del banco seguía habiendo horquillas perdidas; pero el banco ya no estaba allí.

Se aproximaba la hora de la detonación. Estaba observando las demás casas. Muy ajadas, eso sí, pero tengo la impresión de que hoy poseen una especie de amabilidad humana, como si durante aquellos largos años las hubieran acariciado muchas manos de hombres y mujeres.

Al cabo de unos segundos se oyó un estruendo y las casas se derrumbaron y se cubrieron con una espesa nube negra de polvo. Miré el rostro de mi compañero. Tenía lágrimas en los ojos.

– No te rías de mí -me dijo cuando subíamos al coche y chorros de agua derribaban al suelo las nubes de polvo-. Es que vi en la nube a mi madre que estaba untando una rebanada de pan con manteca y chicharrones.

Cuando construían en París la alta torre de hierro, el señor Paul Verlaine, que pasaba al lado, se tapó los ojos con el sombrero, para no entrever siquiera aquel monstruo. Y al cabo de poco tiempo, los poetas franceses enviaban a la To rre Eiffel sus besos entusiasmados en las puntas de los dedos y los acompañaban con los versos amorosos de sus poemas.

Y hoy en día, los turistas y los parisinos difícilmente podrían imaginar París sin esa torre.

Si llegase a vivir hasta el día en que nuestra calle de Zizkov esté rodeada de blancos edificios de panel, no me taparía los ojos, pero caminaría por esa calle como un extranjero por una ciudad ajena y absolutamente indiferente.

19. LOS AMORES DEL CAPITÁN STRATTON

Nos mudábamos al piso nuevo del barrio de Bfevnov cuando desde las ventanas abiertas de las casas vecinas se oía el ruido de los altavoces de la radio. Hitler gritaba y amenazaba. Era en junio del año treinta y ocho.

La alegría del nuevo ambiente, lleno de aire fresco y de sol, fue estropeada por las amenazas nazis. Una vez más se acercaba un desastre a nuestra nación, a través de aquellos campos que se veían desde las ventanas. El monte Bíla hora [En la batalla de Bíla hora (1620), al principio de la Guerra de los Treinta Años, Bohemia perdió su independencia y no la recuperó hasta trescientos años más tarde] no estaba lejos.

Al cabo de poco tiempo, y directamente delante de las ventanas, apareció un día una hilera de esbeltos cañones antiaéreos. Tenían un aspecto amenazador y estaban dirigidos contra el cielo occidental.

Pero todavía cantaban los pájaros y en los campos se bamboleaban con frecuencia las bandadas de perdices o saltaban las jóvenes liebres. ¡Aún era la paz! En Bfevnov, entonces, había más color verde que tejados y desde los bosques de Kfivoklát soplaba un aire perfumado.

Aunque no cuento algunas estancias cortas en otros barrios, de hecho cambié la vivienda de un barrio periférico oriental, que fue el lugar de mi juventud, por la residencia en la parte occidental donde hoy transcurre mi vejez. Pero mientras las demoliciones continuas se van comiendo a trozos mi Zizkov natal, Bfevnov se está volviendo un barrio más moderno y que va creciendo. No digo que sea hermoso. Por la época en que vivimos aquí, la mayor parte de las casas estaban en un lado de la avenida Bélohorska. En el otro lado había un anchuroso valle, cerrado por los terrenos de un monasterio. Así fue el Bfevnov antiguo. Era un idilio de verdad. Todavía queda allí una pequeña plazoleta en donde, hasta hace poco, tocaban el Ángelus. Actualmente, en aquellos sitios donde antes olía a eneldo y a comino, hay edificios modernos y largas calles bordeadas de hileras de coches de todos los colores. Y debajo de los coches, manchas de aceite. No siempre es una vista agradable. De todos modos, todavía se oye allí el canto de las alondras, aunque cada vez hay menos.

Conozco Bfevnov desde mi infancia. Caminábamos por aquí desde Pohofelec hasta el monasterio y, luego, por el camino de árboles de Zeyer hasta Hvézda. Para coger violetas y muguetes. Estos últimos ya no crecen allí. Por el camino, nunca dejábamos de parar delante del hostal Na Marjánce. En el portal de esta famosa sala de baile había un cuadro primitivamente expresivo de la Batalla de Bíla hora. Los días de baile en Na Marjánce eran célebres. El énfasis, la fama y la calidad pintoresca también procedía de los dos cuarteles que estaban cerca de allí, en Pohofelec. En uno de ellos había infantes, en el otro dragones. El toque de retreta se oía por todo Bfevnov.

Vivimos en la avenida Bélohorska, sobre el llano de Strahov, cerca de ambos estadios. En verano oímos los tiros de salida de las pistolas. Cuando acabábamos de llegar aquí, desde las ventanas se veía el monte Ríp. Eso era muy agradable. Y Milesovka y Kletecná, algunas veces. Al ampliar el hospital militar se acabó la vista. Ahora vemos el triste edificio del hospital, y del paisaje, nada en absoluto. Dicen que desde el edificio de la radio de la comisaría en septiembre se pueden ver las montañas de Krkonose. Cada año me prometo verlas pero de costumbre me olvido.

En la imprenta de Lidovy düm trabajaba el impresor Václav Chlumecky. Cuando se enteró de que me había mudado a Bfevnov, vino a verme.

– Tengo un hermano en Bfevnov. Está enfermo de poesía. Cuando sepa que estás allí, no tardará en asaltarte. Pero no te preocupes, es una buena persona. ¡Salvo en los poemas!

Tenía razón. Al cabo de un par de días vino. Y era una buena persona. Nos hicimos buenos amigos.

Bohuslav Chlumecky nació en el seno de la familia de un conserje de una nueva escuela de Bfevnov, todavía inundada por el verdor de los jardines. Tenía unos años menos que yo, pero era ya conocedor del barrio.

Más tarde, me hablaba algunas veces del antiguo Bfevnov y de su infancia. Antes había sido un pueblo independiente, sin relación con Praga. En la antigua fonda El castaño se había fundado el partido socialdemócrata. La gente que vivía allí era, en su mayoría, pobre: obreros, proletarios. Los habitantes, tal como suele ocurrir en los pueblos, se conocían de la tienda, de sus clubs y de sus bares. Praga, que estaba tan cerca, les parecía lejana. En aquella atmósfera de pueblo obrero se había formado Chlumecky. Por las ventanas de la escuela se olía a comino y a hojas de apio.

Digo que se había formado. Pero se formó mal. Aunque nació con la columna vertebral recta, desde la infancia se le iba torciendo perniciosamente. Creció pequeño. Me da vergüenza decirlo, pero me hacía pensar en las estatuas barrocas que hay delante de la entrada del castillo en la ciudad de Nové Mésto nad Metují. Era un poco más alto, eso sí, pero su cara se parecía mucho. Hasta que no le conocí perfectamente, me sentí cohibido en su presencia. Como había dicho su hermano, adoraba la poesía. Los poemas representaban para él lo que el aire representa para un árbol verde. Le hacía vibrar y vivía completamente sumergido en su ondear vivificante y en su música. Le devolvía lo que no tuvo en la vida. Al menos parcialmente.

No obstante, en aquel cuerpo torcido se albergaba un espíritu elevado y recto. Hacía tiempo que tocaba el violoncelo, pero más tarde se dedicó enteramente a la poesía. Cuando le conocí, ya tenía una rica biblioteca, poética de verdad. Sabía renunciar a casi todo en la vida con el fin de tener dinero para los libros. Se los hacía encuadernar en las pieles más preciosas. Estoy hablando de los mejores encuadernadores. Casi todos están muertos y con ellos ha muerto el hermoso libro cheko. A Chlumecky le encantaban los libros bien hechos, pero no era un bibliófilo esnob.