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Pequeñas joyitas al lado de joyas grandes: el corazón y los ojos temblaban de emoción. Se compró dos armarios-biblioteca antiguos y los tenía llenos en dos hileras. Logró conseguir todo (hoy libros de mucho valor) lo del antiguo imperio. Adoraba a Barbey d'Aurevilly; y a Léon Bloy, aquel insolente genial y espléndido, dueño de la joyería de todas las injurias del mundo, lo tenía encuadernado en tafilete fino de color rosa.

Tal vez se podría decir que la profesión vital de Chlumecky fue la poesía. Le dedicó la mayor parte de su tiempo. El resto de tiempo lo pasaba en una oficina del ayuntamiento de Praga, donde estaba encargado de los impuestos de los perros pragueses.

No sólo le gustaba leer los poemas, sino que le encantaba recitarlos. Aunque no le fue dada una figura elegante, intentó al menos cultivar histriónicamente su voz un poco ronca. Y lo logró. Tuvo un gran ejemplo en Zdenék Stépánek. Y ese modelo lo eligió bien.

En su segunda visita en mi casa me dejó estupefacto. Aprendió de memoria mi colección de poemas Vestida de luz y me la recitó. Aunque no era bebedor de vino, aprendió de buen grado con interés todas mis romanzas del vino y las decía agradablemente.

El número magistral de su repertorio era un poema del autor inglés John Masefield: «El amor del capitán Stratton.»

Antes de la guerra se publicó en Zlín una pequeña antología de este poeta. En nuestro país fue, y me parece que sigue siendo, poco conocido, aunque Masefield era poeta laureatus. En Inglaterra siempre tienen a un solo poeta premiado de esta forma. No sé inglés ni conozco el original, pero puedo decir que lo que conozco es malo. Incluso muy malo, torpe. De todas maneras, el poema sobre el capitán Stratton es una pieza agradecida para la recitación. La antología fue seguramente un asunto puramente de Zlín, porque no recuerdo haber visto el libro en el mercado pragués. Así que no tengo ni idea de cómo lo consiguió Chlumecky. Fue precisamente aquel poema el que llamó la atención del recitador, aunque también era precisamente aquel poema el que estaba peor traducido. Aprenderlo era facilísimo. Le prometí traducirlo mejor. Pero no cumplí la promesa. Hoy esta traducción está marcada por la muerte de Chlumecky, al menos para mí. ¡Qué le vamos a hacer! Dejaré su versión.

¡Eh! -algunos quieren el vino tinto, otros lo quieren blanco, o están locos por el baile, cuando la luna brilla blanca, pero sólo el ron, cuando bebes ron, vives bien el tiempo, piensa el viejo y valiente capitán Stratton.

Estos versos los recitaba con un patetismo silencioso, pero creíble. Hasta hoy los oigo en la mente cuando le recuerdo. Ni estaba loco por el baile, ni bebía ron; sólo unas gotitas en el té por Navidad.

¡Eh! -algunos quieren el vino francés, otros el de la lejana España,

otros piensan -ay, qué tontos- que cada chica es un ángel, pero a mime gusta el ron -el ron de Jamaica, ¿quién se puede quejar de él? dice el viejo y valiente capitán Stratton.

Lo dice el poeta. Pero creo que si Chlumecky lo pudiera decidir, en vez de sentarse a la mesa con botellas de alcohol, preferiría arrodillarse delante de la imagen de una mujer e inventaría las palabras más hermosas en su honor. Aunque fuese sin esperanzas, aunque fuese en vano.

¡Eh! -algunos quieren lirios y otros quieren rosas,

pero yo quiero la caña de azúcar, sólo la isla de Jamaica puede

sacar tal flor que apreciará la piel morena de mi nariz,

dice el viejo y valiente capitán Stratton,

¡Eh! -algunos quieren el violín, otros prefieren canto, otros bonitas palabras para hechizar corazones de muchachas, pero los labios están hechos para el vaso y sólo el ron limpia la

sangre, opina el viejo y valiente capitán Stratton.

En su juventud Chlumecky había estado aprendiendo a tocar el violoncelo. Sabía bastante y seguramente habría logrado una cierta perfección. Tenía un buen sentido para la música. Pero no podía continuar con el violoncelo. Se lo prohibió el corazón. Escribía versos. Y no estaban mal. Cuando volvió con su amiga de un concierto donde habían tocado el cuarteto en do mayor de Dvoíák, escribió unos interesantes versos que llamó Cantabile. En este poema se habla de la música de violoncelo, que con su voz llama a los ángeles. Como entonces no podía tocar ese instrumento él mismo, tenía que ponerse de acuerdo con los ángeles directamente. Era católico.

Hay algunos obsesionados con las cartas mientras otros miran

allí donde se baila,

otros prefieren rojos labios y el encanto de unos ojos, pero sólo un litro de Jamaica es lo que me conmueve, dice el viejo y valiente capitán Stratton.

Algunos, que son buenos, piensan que es pecado

ver las copas y sus dólares en ellas;

yo quiero la armonía de la copa, ¿por qué vivir como un monje?,

dice el viejo y valiente capitán Stratton.

No, Chlumecky tampoco jugaba a las cartas, y naturalmente aún menos intentaba bailar. No obstante, tampoco vivía como un monje. Tenía bastante fuerza y creó su propio mundo. Y éste fue lo suficientemente bello para que pudiera vivir en él cuando el destino le privó de tanto.

¡Eh! -algunos que visten de seda no son más que gamberros, otros que parecen honrados son unos ladrones, yo bebo honestamente y moriré calzado como el viejo y valiente capitán Stratton.

Al final de esta estrofa, con un acento de cierto orgullo, el recitador daba un vivo taconazo. Sin embargo, no logró acabar calzado. Le hacía falta algo para un final así. ¡Un detalle! La mar tempestuosa.

Una amiga de Chlumecky, una joven profesora del Colegio femenino de Praga, Marta Husákova, se casó con el doctor Hodgkiss y se fue con él a Inglaterra. Apenas se encontró en tierra inglesa, escribió al poeta John Masefield: en la lejana Bohemia hay un joven que se ha enamorado de su poesía. Recita sus versos y los da a conocer a los jóvenes checos. El poema sobre el curioso amor del capitán Stratton figura entre sus poemas preferidos. El poeta invitó a la señora de Hodgkiss a su casa y se sintió muy conmovido con su historia sobre Chlumecky. Le escribió una amistosa carta. Desde entonces, entre las primeras felicitaciones navideñas cada año figura la de este poeta. Yo tampoco salí de aquella visita con las manos vacías. Recibí un ramito verde del laurel de su casa. Lo guardé detrás del cristal de mi biblioteca. Con el tiempo se secó y se volvió marrón. Cada vez que lo miraba no podía reprimir una sonrisa, acordándome de Svata Kadlec. Durante la guerra, cuando visitábamos a Jifí Mafánek, Kadlec nunca se olvidó de coger en secreto unas hojas de laurel de las coronas que colgaban de las paredes. Le gustaba cocinar y necesitaba las hojas para las salsas. En aquel entonces, no se podía conseguir laurel.

Hablando de la señora de Hodgkiss y Bohuslav Chlumecky, no puedo dejar de contar la historia del Colegio femenino de Praga y el de Kosinka, en el barrio de Liben. Bajo su techo hospitalario encontró Chlumecky su escenario y, ante él, un público femenino joven y curioso.

– Sólo después de ingresar en Kosinka empecé a vivir. Antes no hacía más que sobrevivir miserablemente -cometaba Chlumecky.

En Liben todavía existe la enorme torre. ¡Pero qué digo, torre! Es todo un palacete. Había pertenecido al industrial Grabe, quien se mudó a Viena antes de la guerra. La torre se llamaba Kosinka y las muchachas que encontraron en ella un pasajero hogar feliz se llamaban a sí mismas Kosinkáfky. La torre fue alquilada por la directora del Colegio femenino de Praga, montado aquí según el modelo del colegio parisino del Sacré-Coeur. La torre fue rodeada de jardines franceses y de pistas de tenis.

No he preguntado cómo fue que Chlumecky cayó entre estas chicas; pero, en realidad, no se trata de eso. Los que le vieron allí hablan de él con entusiasmo.

«Chlumecky se convirtió en el alma de los programas culturales y esa acción fue muy amplia e importante. Estaba en su salsa, buscaba, organizaba, preparaba, negociaba con entusiasmo inapagable los proyectos culturales.»

Esto cuenta de él su amigo J. V. Viktorin. Un ambiente único de amistad lo creaba en Kosinka la frecuente presencia de artistas jóvenes. El contacto con los universitarios y alumnos del conservatorio se hizo una regla. Los jóvenes estaban entre ellos. Los artistas, actores y músicos que empezaban necesitaban probarse a sí mismos en una actuación delante del público. Allí iba E. F. Burian con M. Buresova y con su conjunto teatral. Chlumecky llevó a muchos invitados célebres a aquel ambiente agradable y animado de muchachas inteligentes. Las escritoras M. Majerova y J. Glazarova estuvieron allí. Majerova me había hablado de la escuela con sincero interés. Los poetas Nezval y Halas también. B. Mathesius solía ser un invitado frecuente, al igual que Jan Drda y Albert Vyskocil. Hasta el interesante Max Brod visitó el Colegio. Pero es difícil recordarlos a todos.

En Un verano caprichoso el señor Dura, propietario de una piscina, observa: «Hay pocas chicas guapas en el mundo, pero algunas sí hay.» Si tuviera razón, aunque yo no lo creo, en Kosinka habrían estado todas las muchachas bonitas de Praga.

Chlumecky recitaba versos a las jóvenes bellezas y las chicas escuchaban con interés. Creó una buena atmósfera y gracias a él la poesía estaba allí en su casa. Y él era feliz.

Varias veces en su vida Chlumecky intentó acercarse a las mujeres, pero siempre fue rechazado y cruelmente burlado. Se dio cuenta de que tendría que conformarse con su soledad. Ninguna mujer quiso unir sus pasos a los de él. Tal vez no haya que extrañarse. La puerta en el deseado jardín del amor le fue cerrada con cadena y estaba guardada por un perro rabioso.

En Kosinka se vio de repente totalmente rodeado de mujeres jóvenes, que le sorprendieron y alegraron con su interés y su amistad. Se podría decir que era directamente mimado por su atención.