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¡Ay, pero aquel perfume embriagador de la belleza y la juventud femeninas! Ya no me acuerdo qué poeta dijo que la mujer es más hermosa que el cielo azul.

Parece, sin embargo, que las mujeres de hoy desprecian el mito que habían creado ellas mismas, con una pequeña intervención de los hombres. Éstos les responden ahora con su rudeza y su grosería machista, y a veces hasta con cinismo. Es una lástima. ¡El mundo había sido antes, quizás, un poco más bonito!

Pero volvamos a Chlumecky, que respetaba a las mujeres profundamente. Seguramente mucho más que cualquier hombre normal. Y así encontró un sendero por el que se pudo acercar al corazón femenino. Sólo tenía que saber dónde estaba el límite que no podía ni tenía que traspasar. Las chicas se acostumbraron a su desafortunado exterior e intentaron no ver su lamentable aspecto. Eran muy buenas y lo lograron. No quiero afirmar que fuera feliz del todo. Le era bastante difícil y amargo moverse en un ambiente de tanto encanto femenino como un descalzo sobre el cristal roto. Una sala llena de mujeres jóvenes y alegres no es una silenciosa capilla para arrodillarse sobre losas frías.

Pero para Chlumecky lo era.

Creo que gasto demasiadas palabras para describir una cosa tan sencilla y evidente. Chlumecky se enamoró de las chicas. En principio de todas a la vez. A primera vista, esto fue más o menos platónico, y por lo tanto inocente y sin dolor. Querer a toda una clase de bellas jóvenes no es un gran arte. Pero fue peor cuando se enamoró de una tras otra.

Una cosa era segura para él. Si no quería estropear todo lo que había logrado, no debía demostrar sus sentimientos; ni con una mirada, ni con una palabra, ni con el más mínimo movimiento de los ojos. Pero el amor siempre ha sido muy ingenioso. Si existe la transmisión de los pensamientos en alguna parte, seguramente es en este ámbito, en el universo de las relaciones amorosas. Naturalmente, cada una de ellas reconoció su sentimiento en seguida, y tal como suele pasar, no lo guardó para sí misma.

Naturalmente esta clase de amor secreto no es cómodo ni, menos aún, feliz. Ni el mismo Dante supo callar. Pero Chlumecky tuvo que hacerlo. Y de esta manera las llamas de sus amores disminuían y palidecían cada vez más, aunque nunca se apagaban del todo y siempre estaban preparadas para brotar otra vez. Pero la razón suprimía constantemente el corazón y lo apretaba cuando el corazón no quería resistir de ninguna manera. Pero lo que la razón no pudo controlar fue el dolor del corazón.

Sin embargo, las chicas también eran un poco culpables, si es posible llamar culpa a la despreocupación juvenil y al encanto de la juventud. La verdad es que no se hubieran podido tapar las caras ni vestir las bonitas piernas con un saco.

¡Pobre Chlumecky! El corazón se le rompía. Me confesó que a veces le latía con tanta intensidad que lo sentía en la garganta. Pero las chicas se comportaban con él de una manera amable y gentil. ¡Tal vez eso era lo peor!

Con aquel constante fuego de sus ojos algunas veces llegó a tambalearse. No obstante, puso en su voz ronca tanto amor y cariño, tanto fervor sincero, que se ganó el corazón de todas las alumnas.

Vino a verme y me confesó que las chicas le habían pedido varias veces que les dijera qué es de hecho la poesía. Le di una definición de la poesía de la que yo sabía que no expresaba nada: «La poesía es belleza vestida de palabras y palabras vestidas de belleza.»

El se dio cuenta de que esta frase no quería decir nada y se mostró descontento.

En Bfevnov, allí abajo, en Na Petynce, vivía su amigo Albert Vyskocil. Él le dijo algo mucho más expresivo y le reveló su secreto:

Que nunca podemos llegar a descubrir lo que es la poesía, que nunca logramos apoderarnos de ella. Que nunca la podemos aprender. Que la poesía es algo que se nos aparece. Que sencillamente es una Aparición. Y que todo lo que tenemos que hacer nosotros es sorprendernos.

Estas palabras respondían mucho mejor al respeto que él sentía por la poesía y por el camino que conduce a ella, aunque este camino no se acabe nunca.

Tal vez la explicación era bastante incomprensible para aquellos espíritus tan jóvenes; pero no importa: se hicieron a la idea y siguieron escuchando y amando la poesía. Los poetas tenían en Chlumecky un fiel mensajero para el pensamiento y el interior de los jóvenes.

Cuando Chlumecky volvía por la noche a casa -eso me lo estoy inventando- abría las bibliotecas antiguas y buscaba en ellas los libros que más estimaba. Los acariciaba -con ellos sí le estaba permitido- y se ponía a leer. Luego cerraba el libro y los ojos. Svatopluk Cech escribió una vez un bello verso sobre su soledad:

Las sirenas de la vida me cantaban bellas canciones.

¿Qué clase de canciones habrá oído el valiente y pobre Chlumecky en su soledad? ¡Horror!

Durante la guerra, los alemanes cerraron Kosinka en 1942 y echaron a los profesores y a las alumnas. Algunas chicas empezaron a añorar la vida alegre del colegio. Kosinka se convirtió en una leyenda y las muchachas decidieron reunirse allí regularmente. Chlumecky, claro está, también acudió allí. Y desde entonces siguen reuniéndose.

Los años corrían de prisa. Ya tenían hijas mayores y éstas acompañaban a sus madres a las reuniones. Y de hecho, las hijas mismas tienen ya hijas y ocurre lo de la Canción del marinero de Paul Fort: «Eh, hija, prepárame a tu hija.»

Hasta hace poco Chlumecky les escribía invitaciones en verso. He leído un puñado de ellas. Son graciosas y agradables.

Delante del escaparate de la editorial Melantrich, en la plaza Václavské, encontré una vez al profesor V. V. Stech. Miraba con interés, detenidamente, la cabeza de una virgen gótica.

– Es una copia en yeso de la virgen de madera que está en el pueblo de Tismice. Se llama de los Claveles. Tiene claveles pintados sobre el vestido.

Le di las gracias por la información, entré en la tienda y compré la cabeza. Me gustó y no era cara. El día siguiente era el cumpleaños de mi mujer y así tenía un regalo. La puso sobre la biblioteca y allí está desde entonces.

Primero busqué en el mapa: Tismice, en Bohemia del sur, hogar de las vírgenes góticas más bellas, pero, para mi sorpresa, me enteré de que Tismice está muy cerca de Praga, a unos pasos de Cesky Brod. Me lo dijo Chlumecky, que conocía la virgen. Un día de otoño me fui a Tismice. La pequeña basílica románica está situada sobre una suave colina, en medio de unas cabañas rústicas. La estatua es verdaderamente preciosa. Esbelta, a la manera gótica, con un atractivo rostro de muchacha y unos menudos labios cerrados. Está sobre el altar mayor. El anciano párroco, para mezclar sus encantos y su santidad, había extendido encima de ella un baldaquino de tela celeste que además hizo bordar con rositas de papel. A decir verdad, no era de muy buen gusto, sino todo lo contrario. Pero ahora recuerdo un conocido cuento de Anatole France en que el malabarista homenajea a la Virgen en el altar enseñándole unos cuantos juegos de manos y trucos malabares. Pues, ¡por qué no!

Poco después de mi visita a Tismice me vino a ver un joven redactor del periódico Kulturní tvorba, para hacerme una entrevista. Cuando nos quitamos de encima la conversación, el joven miró la casa y decidió añadir a la entrevista la descripción del ambiente.

¿Cómo miró por la ventana? Se ve que se orientó mal y lo confundió todo. Luego, insultó a nuestra escalera. Dijo que rechinaba. Que yo sepa, una escalera de hormigón no puede rechinar. Luego miró la máscara del difunto F. X. Salda que tengo encima de la mesa y se la atribuyó a Josef Hora. Eso se lo perdonaría, porque no podía conocer ni a uno de ellos. Hubo algún otro error en el artículo, pero ya no me acuerdo bien. Lo peor fue cuando miró la cabeza de la virgen de Tismice y me preguntó qué hacía allí. Sin sospechar nada malo le describí sin ninguna mala intención mi viaje a Tismice. Hablaba con él como un viejo periodista lo hace con otro y me imaginaba que luego arreglaría todas las informaciones para presentarlas a la prensa. Le describí Tismice como un pequeño pueblo lleno de barro. ¡Si estaban en plena recolección de la remolacha! Incluso delante mismo de la basílica había un charco negro tan grande que costaba mucho atravesar. También le describí, con plasticidad, el gusto del señor párroco que decoró a la virgen con azul celeste, así que aquello parecía una casa de citas. Sí, desgraciadamente hice esta observación. ¡Y ahora ha empezado todo! Porque aquel hombre lo escribió todo, tal como yo se lo había dicho.

Primero recibí una carta enfadada de la cooperativa agrícola de Tismice. Decían que son una cooperativa ejemplar, cuya administración funciona muy bien y que se cuida incluso del buen aspecto del pueblo. Estaban ofendidos.

El señor párroco mandó una carta de queja. Me reprochaba que en la iglesia me había enseñado y explicado todo y que yo ahora se lo pagaba con desagradecimiento y mala educación. Y demostraba lo bien que cuidaba la iglesia.

También me escribió una carta de protesta un historiador del arte de la cercana ciudad de Cesky Brod. La virgen no se llama de los Claveles y consideraba mi afirmación un error grave. Yo dejé este error en los hombros de V. V. Stech. Lo habrá llevado con toda tranquilidad.

Recibí unas cuantas cartas llenas de sentido común de los habitantes de las cercanías. Opinaban, y creo que justificadamente, que no hace falta hacer notar una joya única de nuestro arte en una época en que ocurren tantos robos de objetos de arte en las iglesias y en otras partes. La virgen de Tismice no está bien vigilada y el párroco es ya anciano. No pude dejar de estar de acuerdo con ellos.

Primero me disculpé con la cooperativa agrícola enfadada. Luego escribí al historiador de arte de Cesky Brod y finalmente di la razón a los que habían expresado su preocupación por el peligro que corría la virgen. Sólo faltaba el párroco. Estuve vacilando. Y entonces apareció el sabio Chlumecky y me reveló que conocía un poco al párroco de Tismice y que lo arreglaría con él. Él mismo se ofreció. Junto con un amigo, tomaron dos bicicletas y el domingo siguiente se fueron a Tismice.

En el dispensario de Bfevnov teníamos un médico excelente. Desde sus comienzos en Bfevnov cuidaba de la salud de Chlumecky y curaba su enfermedad con mucho cuidado. Cuando le vio una vez en bicicleta cómo subía por la avenida Bélohorská, le llamó y le prometió entre amigos que si le veía otra vez en bicicleta, le daría un par de bofetadas en plena calle. Tenía razón.