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«Un poema no es una aparición, sino una obra difícil y no muy grande, igual que el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo, está empezando un nuevo orden de una creación nueva. La época retumba con el sonido de las guerras…»

Miraba hacia la ventana y esperaba de allí aplausos de un público invisible. En aquel entonces yo era muy joven y un poco ridículo. No, mejor tendría que decir un poco joven y muy ridículo. Espero que me disculpen después de más de cincuenta años. Se perdonan cosas peores.

Zbraslav en aquella época había sido como un ramo verde resplandeciente, lleno de luz y de bienestar. Desde el barrio de Smíchov se ve la iglesita sobre una colina, como símbolo de un tranquilo idilio campesino. Vancura quería mucho a Zbraslav; o digamos mejor que la amaba. El río estaba a sus pies como un broche de plata y nada estropeaba su felicidad. Para él, ésta era la felicidad del hogar. Algunas veces, sonriendo, recordaba las palabras de Václav, uno del linaje de los Pfemyslovci, quien había declarado que Zbraslav no se la daría a nadie. Sólo a la Virgen María, pero tendría que pedirlo mucho.

De su lugar de nacimiento en la región de Silesia no hablaba nunca. Seguramente no era su sitio preferido, debido también a la manera nómada de la vida de sus padres. En cambio hablaba mucho de la cercana Davle. Había pasado allí varios hermosos años de adolescente. ¡Pero Zbraslav era su favorita!

Estoy explicando los amores de Vancura, pero hay que decir antes que nada que, sobre todo, adoraba a su hermosa mujer. Esta se ocupaba de la mayor parte de los quehaceres y, con un gran sentido práctico ante las cosas necesarias de la vida, imprimía un orden a su existencia que su marido aceptaba y necesitaba; por eso la amaba aún más.

Que no se me olvide: también amaba al río, con su brillo y su sonido fluido que había oído desde niño. Y se sentía bien con los perros; también los necesitaba para su bienestar.

Un día laborable me fui por la mañana a Zbraslav con las pruebas de imprenta del libro El panadero Jan Marboul. La señora Lída tenía la sala de espera llena de enfermos y me mandó para que fuera al encuentro de su marido. Había ido al pueblo de Bañé, a visitar a un enfermo. Le vi por el camino, en la carretera, bajando en bicicleta desde Bañe a Zbraslav. Su perro Rek corría detrás de él. Cuando nos encontramos, bajó de la bicicleta y me preguntó si sabía montar en bicicleta. No, no sabía. Me aseguró que tenía que aprender. ¡Y en seguida! No tenía prisa para llegar al consultorio. Los enfermos preferían a su mujer y la esperaban. A veces hasta lo confesaban sinceramente. ¡Claro que no se ofendía! Al contrario. Se reía de ello de todo corazón.

En seguida me ordenó que subiera a la bicicleta. Al final lo conseguí, aunque con torpeza. El perro hacía unas diabluras terribles. Mientras Vancura me tenía cogido por el asiento, más o menos me aguantaba. Pero tan pronto como me soltaba, las barras empezaban a oscilar y yo me caía con la bicicleta en medio de la carretera. Subía otra vez y el perro Rek se ponía a ladrar de nuevo. Vancura me aguantaba pacientemente, pero, al soltarme, en seguida me encontraba en el suelo. Lo intenté muchas veces y al cabo de una hora hice unos metros en bici y rápidamente tuve que saltar abajo. Los tres estábamos cansados. Rek de tanto ladrar. Así que dejamos los demás intentos y nos fuimos en dirección a Zbraslav, a tomar un café preparado por la señora Lída. Rek corría tranquilamente tras de nosotros y de vez en cuando espantaba las ocas.

Vancura no logró enseñarme a montar en bicicleta.

El poeta Jifí Mahen y Vladislav Vancura eran parientes. No sé exactamente cómo, pero me parece que eran primos. Su linaje se originó en la ciudad de Cáslav. Jifí Mahen, antes de adoptar su pseudónimo, se había llamado Vancura, y un día de otoño llamó a la puerta de su primo.

Cuando habían conversado hasta la saciedad de sus antepasados -pero esto son conjeturas mías- ambos se fueron a pasear a lo largo del río hasta el pueblo de Vrany. Por el camino de vuelta Mahen se detuvo y Vancura siguió caminando lentamente. Era en el mes de octubre, hacía frío y sobre el valle del Moldava soplaba mucho viento. Pero no había hecho ni veinte pasos cuando oyó un fuerte chapuzón al agua y Rek se puso a ladrar. Vancura se volvió para ver qué hacía Mahen y le vio nadar en medio del río. Nadaba a favor de la corriente y resoplaba con placer como un contento dios de los mares y el agua le chorreaba de su negra barba. Rek, un poco sorprendido, miraba al nadador sin entender nada y estaba derecho, apoyándose sobre sus cuatro patas abiertas.

Vancura se divertía contándome esta historia y cuando acabó se dirigió a mí preguntándome si sabía nadar. Naturalmente, no sabía, en Zizkov no hay ningún río y entonces Praga estaba lejos. Al menos, de esta forma me justificaba. Vancura me prometió con entusiasmo que me enseñaría. Yo estaba convencido de que se olvidaría de su promesa porque el verano quedaba aún muy lejos.

Pero no se olvidó. Cuando el sol empezó a calentar un poco, nos fuimos a la piscina de Zbraslav, después del mediodía, cuando había menos gente.

En Zbraslav la piscina se encontraba cerca del puente. Sí, es la misma que más tarde se convirtió en escenario para las conversaciones de los tres protagonistas de la novela El verano caprichoso. En esta piscina estaban sentados el comandante, el canónigo y el maestro de natación Dura y en los días calurosos tomaban cerveza que les traía Dura. En este papel vistió Vancura al verdadero maestro de natación Süra.

Cuando llegamos el maestro estaba sentado sobre su silla verde y melancólicamente bebía. La piscina estaba vacía.

En seguida me tenía que poner en la piscina y Vancura me enseñaba expresivamente los movimientos: uno, dos, tres, uno, dos, tres. Luego me mandó que me tumbase sobre el agua, me cogió por la cintura y yo me puse a agitar los brazos y las piernas convulsiva e irregularmente. Al mismo tiempo tragaba agua. Entonces el río estaba todavía limpio. Pero al soltarme me caí rápidamente al fondo de madera de la piscina.

¡Uno, dos, tres! Me cogió otra vez y yo fingía nadar pero cuando me dejó pasé unos segundos el terror de una persona que se ahoga. Vancura era un buen nadador y, otra vez me forzó en nuevos intentos y no entendía cómo era posible que yo fuese tan torpe como para no poder nadar ni unos cuantos metros. ¡Uno, dos, tres! Pero todo era inútil. Siempre volvía a caerme al fondo.

Sura miraba desde arriba el bueno pero vano afán de Vancura y mi involuntaria impotencia. Esto duraba ya bastante tiempo y, como se aburría, nos llamó para que subiéramos arriba y tomásemos una cerveza.

Vancura saltó al río, seguramente para refrescarse después de tanto esfuerzo. Me saqué el agua de las orejas, en las que me resonaba aún el un, dos, tres amenazador, y me vestí de prisa. Y desde entonces nunca más he intentado nadar.

O sea, que Vancura tampoco consiguió enseñarme a nadar.

Todos conocimos los tres pisos del matrimonio Vancura en Zbraslav. El primero no era demasiado agradable, pero sí el más sencillo de todos, una especie de subarriendo. Estuvimos allí una sola vez. El segundo estaba en la calle mayor de Zbraslav y era algo más de lujo. Fue allí donde les visitamos más a menudo. Y luego el tercero, en la cuesta, bajo la iglesita, en una torre que les diseñó un amigo de Devétsil, Jaromír Krejcar. Esta casa era hermosa y perfecta. Estaba muy bien situada en un sitio desde donde se veía un amplio panorama, tanto desde la terraza como desde el estudio.

También he conocido a todos los perros de Vancura. No lo sé exactamente, pero creo que el que más tiempo habían tenido era el barbudo y despeinado Rek, a quien Vancura quería más que a ninguno.

Una vez, al llegar, encontramos a Vancura luchando con Rek sobre el sofá.

– ¡Si tiene pulgas! -exclamó con sorpresa el compañero Vladimír Stulc con quien había venido.

– ¿Y qué? -contestó Vancura-. Yo también las tengo.

Probablemente no hubiese podido existir sin un perro y una vez pidió a su mujer que, cuando él muriera, le pusiera en la mano un cachorro. Pero entonces la señora Lída pensó seguramente que la muerte estaba aún lejos.

Al estudio de Vancura en la torre se subía por una cómoda escalera. El estudio daba a la terraza. En aquella época Vancura había dejado el trabajo de médico y la bata blanca, que tanto le pesaba, la colgó alegremente sobre un clavo, abandonando así el gremio. Desde entonces se dedicó plenamente a la tarea literaria y le salía un libro tras otro.

He mencionado la escalera de su estudio porque aquí había pasado algo increíble. Una noche, en medio de la tranquilidad nocturna, sonó un golpe. En el rellano de la escalera había una pequeña biblioteca. Cuando se levantaron por la mañana, encontraron sobre un escalón la Biblia abierta, con la portada hacia abajo. El libro, pesado y enorme, cayó de la biblioteca de una manera inexplicable. Cuando, al cabo de una semana volví a Zbraslav con Nezval, éste soltó lamentos apasionados porque a nadie se le había ocurrido leer el texto en ambas páginas abiertas. ¡Seguramente allí había un signo o un aviso! O tal vez una señal, buena o mala.

¡Allí habría habido una mala señal!

El jardín de encima de la torre estaba construido sobre una empinada cuesta. Los huertos eran soportados por las terrazas de abajo. En la terraza más alta, Vancura había improvisado un pequeño campo de tiro. Durante una visita le encontré cuando insistentemente daba en el blanco con su escopeta de aire comprimido. Después de estrecharnos la mano mi amigo me puso inmediatamente en las manos su ligera y elegante escopeta. No he ido al servicio militar y nunca he tenido entre las manos un fusil, ni siquiera tan inocente como aquél. Me enseñó cómo se cargaba y se apuntaba.

Intenté apuntar y el tiro fue lejos del centro del blanco. El brazo me temblaba y otra vez apunté mal. Me volvió a explicar cómo se tiene que apuntar. Al cabo de un rato, aburrido, dejé el fusil, con gran pena por parte de Vancura.

Desgraciadamente, tampoco tuvo suerte Vancura al enseñarme a tirar en aquella hermosa tarde de verano.

La estación de ferrocarril de Zbraslav está en el otro lado del río, atravesando el puente. A menudo nos apresurábamos para tomar el tren, cuando éste ya estaba silbando en el cercano Vrané. Sin embargo, tenía un mal recuerdo de este pueblo.

Durante su estancia en París, Karel Teige conoció al pintor moderno Foujita. El artista le había regalado un dibujo bastante grande, que representaba una mujer desnuda, dibujado en la línea japonesa, pero ya con el espíritu de la escuela moderna parisina. El cuadro era precioso y la japonesa también. Los ojos no podían dejar de sonreír y el corazón de temblar. Al ver mi explosión de entusiasmo y habiendo reflexionado unos momentos, Teige me lo regaló. Era muy bueno. Sin embargo, yo no tenía en casa espacio donde ponerlo y lo guardé enrollado sobre el armario. Pero como Vancura estaba arreglando su piso y tenía las paredes vacías todavía, decidí regalárselo. Al llegar a Zbraslav olvidamos el dibujo en el tren, en una estantería para las maletas. La señora Lída en seguida saltó en el coche y se fue a Vrané, la última parada. El tren estaba allí, pero el dibujo había desaparecido.