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A veces ocurría que el tren se nos escapaba, y entonces teníamos que caminar hasta Smíchov para coger un tranvía, o esperar el tren de medianoche, que solía ir lleno de excursionistas. No tengo nada contra éstos, pero los vagones temblaban con sus canciones y, dicho sinceramente, no era nada agradable.

Una vez se me escapó el tren delante de las narices. Como Vancura me había acompañado a la estación, me invitó al restaurante de enfrente, donde tenía una cita con un ciudadano de Zbraslav, Hugo Marek, a quien yo conocía bastante bien de Praga. Era un alto funcionario de la dirección de ferrocarril y ex militar. Además, contaba con una cantidad innumerable de historias que había vivido en el servicio militar y en otras partes y que a Vancura le gustaba escuchar de vez en cuando. Y Marek las contaba de buena gana.

Al sentarnos a la mesa, topamos también con el maestro de natación Sura, que hacía un momento había cerrado la piscina en la otra ribera. Vancura le dio la bienvenida con toda la formalidad.

– Venga, maestro, siéntese con nosotros. Pero díganos antes, ¿qué significan las mesas en su piscina cuando las mesas en cualquier taberna de pueblo significan la salida en el mundo?

Entonces no existía aún la novela El verano caprichoso, pero dos de sus protagonistas estaban sentados con nosotros en la misma mesa. Vancura obsequió a Süra con una actitud hacia el mundo un poco filosófica y escéptica, pero el comandante de la novela es el retrato exacto de Hugo Marek, hasta con su quiste de sebo en la mejilla. Ambos protagonistas son un expresivo testimonio del bienestar del autor bajo el cielo de Zbraslav. Pero la historia sobre Arnostek y su bella Anna es una ficción de Vancura. El último de la trinidad de héroes vino de no sé dónde; no creo que proviniese de Zbraslav.

Estuvimos sentados durante mucho tiempo bajo los árboles. A través de los huecos de su bóveda caía la luz de la luna y añadía un color verdoso a la variedad de historias caballerescas que Marek gustaba sacar del profundo pozo de su memoria. Las breves experiencias de Sura en la piscina también eran dignas de ser oídas. Süra entendía bien a la gente y a los peces. Vancura decía de él que era un buen amigo de todos los peces que hay entre Zbraslav y Vrané; «si por la mañana le pedís una trucha, por la noche ya se estará dorando en la sartén».

Vancura también contaba a gusto sus historias. Pero esto no solía ocurrir con demasiada frecuencia. Había pasado una infancia feliz en la cercana Davle. Me acuerdo muy bien de una de las historias que narró aquella noche.

Fue en la época de la cosecha. El sol abrasaba con todas sus fuerzas. En aquel bochorno, llegó un carro lleno de trigo. Encima iba sentada una pareja de jóvenes campesinos que llevaban la corona del amo para la fiesta de la cosecha. Llegaron al patio y comenzaron a meter el trigo en el granero, mientras abajo esperaba la gente el momento festivo de la entrega. Cuando la chica pasaba el trigo con la horca, la gavilla le cogió el borde de la falda. Como hacía mucho calor, no llevaba mucha ropa. Esto sirvió de impulso al joven campesino para tirar de la horca y, ante los ojos de la gente, abrazó a la chica, que no se resistió demasiado. Y acompañado por la alegría de la gente, la echó sobre el trigo e hizo el amor con ella hasta que se le acabó la pasión. Después, terminaron de meter la carretada en el granero y el amo recibió su corona.

Para las cosas del ámbito amoroso, Vancura no sólo tenía una comprensión de médico de pueblo, sino también una más profunda, desde el punto de vista de un poeta. No obstante, él mismo fue una persona altamente moral y noblemente honrada. Era un personaje refinado hasta el último pliegue de su alma. Y de su abrigo también. Tenía el sentido de una agradable elegancia masculina, no ostentosa, sino natural. Una vez ocurrió que hasta despidió de su consultorio a una señorita que se desnudaba de una manera que no correspondía a la sala de consulta de un médico. Decía de sí mismo que podría ser el sirviente en un harén a plena satisfacción del amo.

Aquella noche del restaurante no fue de hecho más que unos momentos que pasaron de prisa, de esos que por desgracia no abundan en la vida. Pero precisamente por horas como aquélla amamos la vida. Cerca de nosotros se hizo su nido un ruiseñor. La luna brillaba de tal manera que hubiera sido posible localizar una aguja en la hierba. La corriente del río susurraba y era bella como la mujer de quien nos acabamos de enamorar.

En Vrané silbó el tren. Me quedaba aún un breve instante.

Poco tiempo después a los Vancura les nació una niña. Al principio les causó muchas preocupaciones. De pequeña había estado gravemente enferma; pero luego se convirtió en una niña preciosa que sembraba alegría a su alrededor. En medio de la sala de estar, los Vancura tenían una gran mesa en estilo imperio, cuya tabla era sostenida por patas con cariátides doradas. Esta palabra la pronunciaba la niña con un singular encanto infantil y, en general, su lenguaje parecía el balbuceo de esos pequeños angelitos que vuelan alrededor de las faldas de las vírgenes renacentistas. Así que ya por este diminuto miembro de la familia valía la pena emprender el viaje desde Praga a Zbraslav. Rek también la adoraba a su manera de perro, a pesar de que ella a veces intentaba tocarle los ojos salvajes con su dedito.

En una palabra, se estaba allí según cantan las ratitas en el estribillo de una canción escrita por el señor Kenneth Gráname:

«En alegrías se les pasaba el día.»

Vancura, liberado por completo de las preocupaciones médicas, se dedicó a escribir y lo hizo con extremada diligencia. Todas las obligaciones de médico en la región hospitalaria las llevaba a cabo la señora Lída. Nosotros testimoniábamos que lo manejaba, no sólo con coraje, sino incluso con sentido del humor.

A Vancura le daba lástima ver la sala de espera llena de gente; tenía remordimientos, pero creo que eran absolutamente infundados. La señora Lída no tenía otro deseo que verlo trabajar con tranquilidad.

Sí Vancura hablaba algunas veces de su mujer, no dejaba de expresar su admiración de lo bien que sabía tratar a la gente. Y, sonriendo, contaba sus milagros médicos.

Al consultorio vino un abuelito sordo. Una rápida inspección demostró que tenía el canal auditivo completamente lleno de cera. Cuando la médico acabó la intervención, se dio cuenta de la chispa que de repente le brilló en los ojos. El abuelito soltó con entusiasmo:

– ¡Señora doctora, oigo violines!

Luego caminaba por Zbraslav proclamando que la señora doctora tenía las manos de oro.

A estas alturas, el grupo Devétsil empezó a desintegrarse. Sus miembros, de las más diversas ramas artísticas, no necesitaban, en el frente cultural una defensa de la asociación. Y la disciplina, aunque con el tiempo más relajada, les empezó a molestar. De esta manera se iban silenciosamente arquitectos, artistas teatrales y cinematográficos, músicos y, al final, hasta los fundadores. Karel Teige dedicó todo su tiempo y la mayoría de sus intereses a la arquitectura y la teoría del arte.

El fin de esta asociación era lógico. Devétsil había cumplido su misión completamente. Por su atmósfera amistosa y artísticamente fructífera habían pasado la mayoría de los miembros de la generación de entre guerras y éstos llenaron el mundo cultural con significativas obras. Incluso los artistas mayores (como, por ejemplo, Josef Hora), estuvieron marcados, aunque por poco tiempo, por el poetismo. La asociación se desintegró, pero su influencia fue evidente hasta más tarde y, de hecho, es visible incluso hoy.

Poco antes de la Segunda Guerra Mundial nos vimos con Vancura otra vez en Praga.

La nueva guerra se acercaba a golpes rápidos. Hacía falta que los escritores se reunieran cada vez con más frecuencia y que demostraran su apasionado y firme rechazo del fascismo y la fidelidad a la democracia que, después de la invasión de Austria por los nazis, estaba peligrosamente amenazada. Vancura participaba en todas estas acciones y, en cuanto a su iniciativa, estaba entre los primeros.

Los hermosos días del bienestar de Zbraslav se acabaron y pronto llegó aquel día mojado, nevado, en que los ejércitos nazis llenaron Praga y toda la república.

Para Vancura y muchos otros, aquel día no sólo significaba una dolorosa humillación, sino también un reto a la esperanza y sobre todo una llamada a la lucha. La lucha fue difícil, cruel y larga, y Vancura no llegó a ver su final.

Nos encontrábamos bajo el amistoso techo de Druzstevní práce y en su consejo de redacción. Esta empresa pertenecía en su tiempo a las mayores casas editoriales y el resultado de sus intenciones modernas fueron sus publicaciones en los campos más diversos de aquellos años. La cooperativa contaba entonces con cincuenta mil miembros. Estas también solían ser las tiradas de los libros. Pero en las reuniones no se trataba sólo de los libros. También resolvíamos problemas económicos. En el consejo de redacción hubo también miembros que se ocupaban de la prosperidad de Krásná jizba en la planta baja de la avenida Národní. El escritor Jaromír John se expresaba acerca de ellos con desdén, pero no tenía razón del todo. En los momentos en que se discutían estos problemas, nos aburríamos un poco, como es lógico. Yo me sentaba al lado de Vancura y miraba cómo, en un instante, con la punta del lápiz, llenaba los agujeros de la mesa con trozos de papel arrugado. Le pregunté seriamente qué estaba haciendo. Me miró igualmente serio y contestó que empastaba los dientes.

Me gusta recordar aquellas reuniones. No era tiempo perdido. Y no eran nada aburridas. Más bien al contrario. Y no carecían de momentos alegres, como cuando el director Cerman ponía sobre la mesa algún libro nuevo de Druztevní práce, que todavía olía a imprenta.