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Vancura probablemente no hubiese hecho otra cosa al empezar a escribir sus Imágenes. Y aparte de la Historia de Palacky consultó también lo que le habían preparado los historiadores. Luego abrió la máquina de escribir y empezó a trabajar.

Y me gustaría añadir otra cosa más: igual que a Jirásek no se le ocurrió copiar pasajes enteros del libro de la historia, obviamente tampoco se le ocurrió a Vancura. Si Vancura hubiera tenido la sensación de que la obra que escribía no era suya hasta el último punto, nunca hubiese permitido que en la cubierta figurase solamente su nombre. Tal vez esta afirmación, para la cual teóricamente no hay testigos, no tiene valor judicial de cara a la ley. ¡Puede ser! Pero yo insisto en que esta demanda judicial es un insulto al escritor muerto. Evidentemente defender la autoría de Vancura me parece una cosa completamente absurda.

La gran personalidad de Vancura es, por lo menos para nosotros, sus amigos y lectores, más que la misma ley que puede ser utilizada. ¡Pues no se trata de una acusación entre tratantes de caballos!

Vladislav Vancura fue un magistral especialista e inventor -si se puede hablar de esta forma sobre literatura- de un estilo nuevo, absolutamente personal, impunemente inimitable. Era único y extraordinario.

¿Por qué entonces tendría que montar textos ajenos en sus escritos? ¿Es que lo necesitaba? Posiblemente el escribir no se le daba fácilmente. Su estilo no era sencillo. ¡Pero escribía perfectamente! Y estaba en la cima de su época creativa y de su vida. Cualquier lector un poco iniciado en su obra reconocería una intervención ajena en su texto. Si yo hubiese sido uno de los historiadores, habría considerado un honor poder colaborar con un autor de estas cualidades. Figuró entre los escritores más grandes, no sólo de la época de entreguerras, sino también en la literatura checa de todos los tiempos.

Basta con leer en su libro el capítulo sobre el cronista Kosma. ¿Qué podrían decirle al autor sobre este personaje los historiadores, aparte de unos datos secos que averiguó la historia? ¡Qué concierto de oraciones tan lleno de ingenio y de gracia supo escribir Vancura!

Acabaré esta declaración testimonial, esta defensa que ante mi conciencia considero superflua. Incluso me da un poco de vergüenza ante la memoria de Vancura. Defiendo una cosa bien clara y tendría que ser evidente.

Concluiré mi declaración en una sola frase. Los historiadores tal vez suministraron a Vancura el metal, pero nadie más que el propio autor hizo de él una joya.

Así suele ser la vida. Corre y, en su prisa, pierde muchas cosas, sólo para poder seguir avanzando, para continuar en sí mismo. Olvida mucho para renovarse. A muchas cosas les da la oportunidad de volver a brillar para que sea evidente la unidad y la sucesión de las cosas y los caminos del pensamiento humano. La lluvia de los segundos lava las señales blancas sobre el pavimento, pero los signos en el cielo siguen brillando; apaga las luces de las velas mientras los fuegos siguen encendiéndose y nunca dejan de arder.

Vancura fue uno de los grandes personajes checos que tuve la oportunidad y la suerte de tratar. Y cuando al respeto se le une el amor, lo único que falta es la fidelidad, que dura para siempre.

Fue un hombre con un gran sentido de la belleza y el esplendor del mundo, pero también de la grandeza y la fuerza de su arte. Era noble y valiente. Valiente por su nobleza de ánimo y su bondad. Fue un aristócrata con el corazón democrático.

Incluso a través de los anchos muros del palacio donde anidó la Gestapo, penetraron noticias. Vancura sufría, pero contestaba con un silencio que no tenía nada que ver con la pasividad. Hasta cuando le torturaban se comportaba valientemente.

Es difícil imaginarse sobre qué reflexionaban aquellas innumerables personas que iban a la muerte. En qué pensaban, qué es lo que hubieran querido decir aún en los últimos momentos de su vida. No sabría ni de mí mismo qué hubiera hecho y pensado sí me encontrara en una situación así. Pero me parece y creo que puedo asegurar lo que hacía Vancura. Ya lo había entredicho a través de toda su vida. Seguramente era en aquellos momentos tal como le habíamos conocido. Callaba y desdeñaba. Era honrado y valiente aun cuando veía cómo levantaban los cañones de los fusiles hacia su corazón.

Pero Vancura ni siquiera consiguió enseñarme ese gran gesto que es ser valiente siempre y bajo todas las condiciones, hasta cuando se acercó la misma muerte.

21. El último cuento de Navidad en Bohemia

Mientras estoy escribiendo estas páginas, la habitación se me está inundando de un cálido aire primaveral, lleno de toda clase de aromas, que entra por la ventana abierta de par en par. Florecen las lilas. Pero ni la alegre primavera me puede hacer desistir de este tema tan invernal. Muchos podrían pensar que tengo olas enteras de nieve en la ventana, la misma que en la calle produce crujidos bajo los zapatos, y que el termómetro está bajo cero. ¡Qué va! Precisamente ahora me acaba de traer mi hija unas cuantas enormes peonías chinas y me las ha puesto sobre la mesa. Me parezco a Vladímir Holán, quien en una de sus cartas revela que está esperando las Navidades desde el Año Nuevo. Me gustan esas fiestas. Y las agradables imágenes del idilio navideño, las puedo ver mentalmente, aunque sea sobre la arena caliente, al lado de un río estival. ¿Entonces por qué me tendrían que molestar las lilas en flor?

De niño solía leer ávidamente los cuentos navideños, estuvieran donde estuvieran. En el suplemento dominical del periódico, en un calendario humorístico, o en las estampas del aguinaldo que antes de las fiestas solían traer los carteros. Estaba agradecido por cualquier poemita corto u otra pieza que me hiciera pensar en las Navidades.

Recuerdo todavía hoy uno de estos cuentos de estampa de un cartero. Y lo leí hace setenta años. ¡Dios mío! ¡Hace setenta años!

Era tan sencillo que hacía llorar, pero lo contaré igual. Un hombre a quien gustaba pasar el tiempo en las cervecerías, se olvidó hasta de la Nochebuena. En vano le esperaba su joven mujer en casa. Muy tarde, cuando regresó, estaba cayendo una nieve espesa que lo cubrió todo. El borracho vagó por la carretera blanca hasta que, cerca de uno de los palos telegráficos, se mareó de tal manera que se sentó y se durmió sobre la madera empapada. Pero al cabo de un momento oyó voces desde el palo. ¡Era la voz de su mujer! Hablaba con un joven ayudante del guardabosques. Que venga, sí, su marido no está en casa y tardará mucho en llegar. ¡Estarán solos! Se despertó de prisa, se puso de pie y según podía, se apresuraba a su casa. El final del cuento lo dejaba claro un dibujito. El borracho está arrodillado delante de su mujer, con la cabeza en su vientre, y la mujer, contenta, sonríe.

Pues, ¡felices fiestas!

Es tonto y primitivo, ¿verdad? Sí, realmente es así. Pero entonces me gustaba mucho por su final agradable y navideño. A menudo he recordado aquella estampita de aguinaldo. Algunas veces en unas situaciones bastante adecuadas. ¡Quizá por eso no lo he olvidado!

Hace tiempo que no se escriben cuentos navideños. Han pasado de moda. Es otra época. Pero las fiestas tampoco son las mismas de mis años jóvenes. La nieve ya no cae tan espesa, ni se va a la misa de adviento y las fiestas navideñas ya no son una oportunidad para una quieta meditación.

Todavía se encienden los árboles de Navidad, eso sí, pero ya no se cantan canciones navideñas delante de ellos. Se pone el tocadiscos y las parejas bailan danzas modernas. Tampoco se bebe el aromático y dulce ponche después de cenar, sino algo mucho más fuerte. ¿Y quién va ahora a la misa del gallo? Y por lo tanto, ¿quién leería los cuentos navideños hoy en día?

No obstante, yo he decidido escribir uno. Probablemente será el último cuento navideño de Bohemia. Algo parecido al último oso en las montañas. ¿Pero no soy algo vanidoso? Más vale que deje las reflexiones y empiece.

En nuestra calle del antiguo llano de Bfevnov hay una torre en la que hasta hace poco había una estación herpetológica. Eran nuestros vecinos de enfrente, así que no era difícil conocerlos. La torre estaba construida sobre dos parcelas, porque sobre una de ellas hay una capilla de peregrinos barroca, y está guardada. Por eso hay un jardín bastante grande al lado de la torre. En la estación herpetológica habían trabajado ya dos generaciones.

El Dr. Frantisek Kornalík con su hijo Frantisek. Les ayudaba la señora Kornalíkova, su mujer. Criaban víboras y les sacaban el veneno de los dientes, que entregaban al instituto farmacológico.

Ellos mismos llevaban a cabo experimentos con un medicamento contra el cáncer y utilizaban para ello veneno de serpiente. En el sótano luminoso y espacioso tenían unos veinte viveros con víboras.

La vista de las serpientes me decepcionó. Las víboras estaban inmóviles, dormían. Algunas veces miraba el trabajo de la familia Kornalík y no dejaba de maravillarme de la habilidad con que trataban a las serpientes. Las cogían en la mano y las forzaban a dejar el veneno en un platito preparado. Eran dos o tres gotitas de líquido amarillo que cristalizaba sobre el platito. Es verdad que Kornalík padre aparecía a veces con un dedo vendado, pero me aseguraba sonriendo que todos ellos eran inmunes contra el veneno de serpiente. Lástima de las gotas en el dedo, decía. El quería a las víboras.

Nuestros vecinos eran grandes amigos de los animales. Amaban extraordinariamente a todo lo vivo, con un sincero sentido para las necesidades de los animales. Delante de la puerta que daba al jardín muchas veces tomaban el sol dos bulldogs. Estaban tendidos como dos leones que guardaran el portal de un reino. Sacaban las lenguas rosadas de las bocas negras y eran verdaderamente hermosos. Dentro de la casa los Kornalík también tenían cosas vivas: peces exóticos en un acuario y unas graciosas tortuguitas con corazas de ámbar. Los perros tenían su pequeña madriguera en un rincón del recibidor, y como se agitaban y movían allí, lustraron un trozo de pared hasta ponerlo de un negro brillante.

Los muchachos del barrio cazaban en los cercanos campos pequeñas ratitas y se las traían a las víboras. Con este botín se compraban la oportunidad de ver a las serpientes. Los Kornalík no recibían solamente ratones, sino que la gente les traía también serpientes ordinarias. Una vez, cuando no estaban en casa, el cartero llamó a nuestra puerta para que les entregáramos un paquete con una inscripción que avisaba: «¡Cuidado, hay víboras!» Según nos aseguró, se sacaba este paquete de encima con mucho gusto. Nosotros también nos alegramos cuando los Kornalík lo recogieron.