Una historia divertida pero seguramente no demasiado agradable le ocurrió al Dr. Kornalík cuando traía una caja llena de ratoncitos blancos para las víboras desde el Instituto de vacunación. En el tranvía se puso la caja sobre las rodillas y tranquilo inició su viaje. Pero las ratitas silenciosamente hicieron un agujero en la caja a base de mordisquearla y en poco tiempo se salieron todas afuera y alegremente corrían por el vagón. Entre los pasajeros estalló el pánico. Especialmente las señoras querían saltar del tranvía en marcha. Los demás intentaron coger a las ratitas. Los animalitos, además, estaban marcados con distintos colores para los diversos experimentos, cosa que seguramente era muy pintoresca pero aún reforzaba la alarma. Los pasajeros pensaban que estaban inyectadas con virus de enfermedades peligrosas. Al final todo se arregló. Las ratitas fueron recogidas y los viajeros se tranquilizaron.
Era interesante observar el comportamiento de las ratas entre las víboras. Las ratitas blancas tranquilamente corrían sobre las cabezas de las víboras; no las habían visto nunca. Y estaban absolutamente tranquilas. En cambio los ratones del campo, que ya tenían codificado el antiguo miedo de las víboras, estaban acurrucados con espanto en un rincón. Su desgracia venía cuando se encendía en el vivario una bombilla que irradiaba ondas calientes. Las víboras se despertaban en seguida de su letargo y luego todo era cuestión de un momento. Con un movimiento rápido como un relámpago y casi imperceptible la víbora picaba a la ratita, por unos momentos la dejaba retorcerse en espasmos y luego comenzaba a tragarla. Tengo que decir que esos instantes no eran precisamente agradables. ¿Pero con qué derecho podemos nosotros los humanos afirmar que una escena así es horrorosa y fea? ¿Con qué derecho?
Un donante solícito mandó una vez una serpiente a los Kornalík. Lo miré en una enciclopedia: se trataba de una culebra de Escolapio, a la cual se le llamaba dorada o amarillenta. Para los Kornalík era inútil y la soltaron en el jardín. Al día siguiente cundió el rumor de que a los Kornalík se les había escapado una víbora, y la gente apedreó a la pobre culebra indefensa. El doctor se lamentaba. Era un precioso ejemplar y le daba lástima.
Si los Kornalík eran inmunes contra el veneno de las serpientes, no lo eran en absoluto contra la música. A menudo visitaban los conciertos pragueses, bajo cuyo generoso techo se reunían los médicos del hospital de Motol y célebres músicos solían ser invitados con frecuencia. El pianista Jan Panenka y el violoncelista Josef Chuchro figuraban entre los amigos de la casa; pero, aparte de ellos, les solía visitar también el amable Ancerl y el inolvidable violinista Ladislav Cerny, de quien éramos buenos amigos. No sólo era un excelente músico, sino también un cocinero estupendo. Aparte de llevar muy bien la batuta, sabía manejar la cuchara a la perfección. Sus cenas tenían mucha fama. A casa de los Kornalík solían venir también otros músicos; entre ellos, los magníficos Dobiás y Smetácek.
Pero no fue este camino el que condujo allí al gran pintor Jan Zrzavy. Estaba preocupado (y hoy ya podemos decir que sus preocupaciones no eran infundadas) por una enfermedad mortal y fue allí para consultar un remedio a base de veneno de serpiente. Al cabo de tres días me contaba su visita y en los ojos le quedaba todavía algo del terror que había pasado y se le veía excitado.
Estaba sentado a la mesa, conversando amistosamente, cuando un repentino sobresalto le levantó rápidamente de la silla. A unos pasos de la mesa tomaba el sol un cocodrilo vivo.
Hablando de los animales en casa de los Kornalík, he olvidado el cocodrilo. También lo criaban en su casa. En la cocina, debajo de la mesa, tenían una gran caja de hojalata con agua dentro y allí vivía un joven cocodrilo. No era demasiado grande, pero sí lo suficientemente para aterrorizar al amigo Zrzavy. Habría salido de la caja atraído por el sol, que seguramente le faltaba debajo de la mesa.
Zrzavy contó esta historia muchas veces. Estaba seriamente convencido de que en casa de los Kornalík podía suceder una desgracia. Se le explicaba que el cocodrilo era aún muy joven y nada peligroso, pero el pintor no se dejaba convencer. Francamente, yo tampoco tendría demasiada confianza en sus hermosos dientes.
Y ahora, por fin, llego al punto de mi cuento navideño. No será largo. Se trataba de las segundas o las terceras fiestas navideñas después de la guerra y eran un poco extrañas. Dos días antes de la Nochebuena estaba yo plantando los bulbos de unos tulipanes y de unos narcisos en el jardín, porque un amigo me los trajo tarde. En la mañana del día de Nochebuena corté unos capullos de rosas un poco marchitos. Los tulipanes y los narcisos crecieron en la primavera con todo esplendor; las rositas, en cambio, tuvieron unas flores más bien tristes para las fiestas. Así eran las Navidades de aquel año: nada de frío, nada de nieve, un diciembre cálido, otoñal.
En Navidad me gusta salir a pasear por las calles cubiertas de nieve. En nuestro barrio todavía suele haber nieve cuando en Praga hace ya tiempo que se ha fundido. Y por el camino me agradaba mirar las ventanas, donde por la noche resplandecen los árboles de Navidad. Son unos momentos agradables de última hora de la tarde y el corazón se me alegra. ¡Qué felicidad sentarse luego al lado de la estufa, con una gran taza de té y recordar las remotas Navidades en mi casa!
También había pocos peces aquel año. Al lado de las tradicionales artesas, había largas colas de gente.
Después de haber esperado bastante tiempo, la señora Kornalíkova había traído una buena carpa de tres kilos que, según la costumbre, soltó viva dentro de la bañera. En casa de mis padres en Zizkov no teníamos cuarto de baño, así que poníamos los peces en la cocina, dentro de una artesa. En la terraza se hubieran congelado. Entonces helaba mucho más. Matar a las carpas era una tarea de hombres. Mi padre lo hacía y yo también, con muy pocas ganas.
Así se acercó la Nochebuena. El señor Kornalík mató la carpa y la llevó a la cocina, donde su mujer estaba afilando el cuchillo para limpiar y cortar en porciones el pescado. En aquel instante se oyó un golpe sordo debajo de la mesa. El cocodrilo golpeó el suelo con la cola y rompió en ladridos, primero suaves y luego rabiosos.
Le dieron al compañero del Nilo unos restos de comida, como de costumbre; pero los ladridos no cesaron. A diferencia del cangrejo que el poeta Gérald de Nerval sacaba a pasear con una cuerda y sobre el cual afirmaba que no ladraba como un perro y en cambio conocía el misterio del mar, el cocodrilo de los Kornalík sólo conocía el misterio del Nilo, eso es verdad, pero ladraba como dos perros juntos.
Entonces se llevaron a la carpa fuera del olfato despierto del cocodrilo, pero fue inútil. Seguramente el ambiente de la cocina estaba tan lleno del excitante olor de pescado que el cocodrilo seguía ladrando.
Cuando esto duraba ya bastante tiempo, la señora Kornalíkova miró interrogativamente a su marido. El hizo una señal de que sí. Entonces la señora trajo la carpa y la tiró en la caja debajo de la mesa. Los ladridos terminaron en seco y se oyó un crujido de espinas de carpa entre los dientes del cocodrilo. En un momento se le acabó la cena al animal. ¡Pero a los Kornalík también!
Y por eso, ¡feliz Navidad!
22. LO QUE HAY QUE LLEVARSE A LA TUMBA
En Praga sólo volaba de vez en cuando algún copo de nieve, pero por el camino a la ciudad de Radotín el tren procedente de Praga entró en una espesa ventisca de nieve. Desde allí no se veía nada más. Ni los edificios del ferrocarril. Desaparecieron las colinas y el río debajo de las vías. En vano me hacía la ilusión de ver el castillo de Karlstejn a través de un espacio que limpiaba en la ventana con mi aliento. El castillo estaba completamente sumergido en la niebla de la nieve.
Cuando llegué a la ciudad de Beroun, la nieve cesó como si se lo hubieran ordenado y toda la ciudad estaba vestida de blanco. En aquel momento empezó también el conocido silencio de la nieve cuando lo único que se oye es el crujido de la nieve bajo los pies.
Durante todo el camino de la estación no podía dejar de recordar las cosas de mí vida que han quedado cubiertas de nieve, tanto en esta ciudad como en la región de alrededor.
Primero fue una excursión de verano, llena de perfumes de agua y de cálamo aromático, cuando, niños de diez años con nuestro profesor predilecto, Jaroslav Berger, nos apresurábamos a invadir con nuestros gritos y risas infantiles las murallas fortificadas del castillo de Karlüv Tyn. De esta alegre excursión del fin del año escolar no me quedó en la memoria más que un poco de brillo del oro imperial de la capilla y la inmensa felicidad de la hermosa infancia.
Me acuerdo mucho más exactamente de cómo fui errando en el frío crudo de las salas del castillo de Kfivoklát. Entonces era mucho mayor y durante la visita del castillo tenía una sola preocupación fija: cómo detenerme un poco y, al menos por un momento, huir del grupo numeroso. Lo conseguí bajo una pequeña ventanilla de la fría cárcel en que había pasado momentos amargos el obispo August con su escribiente.
Hasta aquel lugar inhospitalario no conseguí apoderarme de los labios de la chica a quien quería.
Entonces aún no sabía mucho de la tristeza de la bella princesa Blanca de Valois, que se sentía tan nostálgica en el castillo extranjero. Menos mal que su joven marido ordenó coger ruiseñores de los alrededores para que le cantasen bajo sus ventanas. Y estos trovadores hacían lo que podían para que su cara triste se despejase al menos por un instante. Lástima que cualquier ornitólogo pueda fácilmente refutar esta hermosa leyenda. ¡Es tan bonita y tan antigua!
Hoy ya conozco a aquella bella dama y no puedo apartar los ojos de su hermoso rostro.
Entre estos dos castillos famosísimos está situada la ciudad de Beroun, al lado del veloz río. Es callada, un poco ajada y, sobre todo, está cubierta de las cenizas blancas de la fábrica de cemento. Pero entonces, cuando yo caminaba por allí, estaba blanquita con puntillas de nieve en los campanarios y los tejados que parecían enagüillas de monaguillo recién planchadas.