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Cuando quiero recordar, tengo que desenterrar muchas cosas de la alta nieve en esta ciudad.

Antes que nada hay innumerables días y noches en la casa de solterón de Karel Kfízek. Es verdad que el protagonista de nuestras reuniones era Frantisek Hampl, quien había nacido junto al río Labe, pero se enamoró de esta ciudad sobre el río Berounka. Más tarde lo homenajeó en varios libros suyos. Karel Kfízek era el mayor y a él pertenecía el honor. Tiempo atrás había trabajado como revisor de ferrocarriles, más tarde dirigió un diario obrero en la ciudad y, al final, decidió ser un buen y fiel amigo de los que nos reuníamos de vez en cuando en su casita. El tiempo pasaba en una atmósfera agradable y amistosa y, cuanto mayores éramos, más cariñosa era nuestra relación.

Cuando llegó la ocupación, y después de ella la guerra, en los días de la desesperación, la tristeza y el hambre, Krízek era infatigable. Conocía a mucha gente en la región y en la ciudad. A los molineros y a los campesinos. Y muchos de ellos, sobre todo los que tuvieron un miembro de su familia detenido por los nazis, llegaron a conocer su noble y valiente corazón. En aquellos tiempos fue detenido Frantisek Hampl.

Ni yo mismo puedo imaginar cómo Krízek pudo encontrar todo aquello. Tenía una jubilación muy baja, era pobre, pero mucha gente llamaba a la ventana, siempre un poco cubierta de polvo. El mismo era un solitario, pero le daba a todo el mundo, de la misma manera que les damos migajas de pan en el invierno a los pájaros hambrientos.

Lo más curioso era que todo eso sucedía delante mismo de las ventanas de la Gestapo. Una vez se quedó enredado en sus dedos impertinentes, pero tuvo la suerte de poder huir.

A pesar de todo llegó a engordar a dos cerdos que luego regaló en su mayor parte. Tranquilamente, sólo un poco asustado. Los cerdos chillaban bastante. Después, cuando estaba ahumando la carne y el olor era penetrante, no hubo otro remedio que abrir el pozo de la letrina y esparcir su contenido por el desordenado jardincillo.

Un recuerdo enciende la mecha de los demás. Nos reuníamos en Beroun durante toda la guerra. Cuando detuvieron a Hampl, estas reuniones fueron más tristes. Pero la tristeza también refuerza la amistad.

Durante mis viajes a Beroun viví tres aventuras. Para mí, que no había visto la guerra de cerca, estas historias fueron emocionantes e inolvidables.

En principio conocí lo que era un ataque aéreo en profundidad. Por primera vez oí el silbar de las balas literalmente alrededor de los oídos. Esto fue en Dusníky, hoy Rudná. Al acercarse los pilotos el tren se detuvo y todos salimos hacia el bosque. La locomotora estaba totalmente agujereada de balas y por los agujeros salía vapor y agua caliente. El libro infantil que llevaba a Beroun estaba horadado también. Quería guardarlo. Pero lo vio un militar alemán, me lo arrancó y se lo llevó. A Beroun llegamos a pie.

La segunda vez, los guerrilleros del cercano pueblo de Dobfichovice hicieron saltar la locomotora y descarrilar el tren. La locomotora volcada yacía no muy lejos de las vías. Su parte inferior hacía pensar en un escarabajo panza arriba, intentando en vano darse la vuelta.

La tercera vez llegué a Beroun en el momento preciso en que los aviones bombardeaban la estación. El tren se quedó a una cierta distancia y vimos cómo caían las bombas. La estación se incendió en seguida, pero esto ocurría en el mes de mayo y en nuestros corazones había seguridad en vez de esperanza. Sólo faltaban unas cuantas lluvias primaverales para lavar las riberas llenas de polvo y las calles desordenadas, preparándolas para la celebración de mayo.

En el cementerio de Beroun está la tumba de Václav Talich.

Eran inolvidables aquellos momentos, cuando Talich llegaba a su torre del bosque en el que se quedó hasta su muerte. Por el camino a su casa iba a menudo a la de Krízek. Una o dos veces tuve la suerte de encontrar a Talich allí. Talich quería mucho a Krízek. Mientras Krízek buscaba en casa algún mantel limpio para la mesa desvencijada colocada al lado de la colmena en el jardín, Talich, con una sonrisa misteriosa, sacó de la cartera una esbelta botella y la sumergió en una artesa con agua fría. Luego, acompañados del silencioso murmullo de las abejas, bebimos el delicioso mosto de las uvas del Rhin. Y antes de acabarla, Talich hizo enfriar la segunda y la tercera, y sonreía cordialmente. Podía sonreír, por qué no, pero tal vez ya no tenía que haber bebido. No sé. Kíízek se negaba a abrir la segunda y la tercera botellas. Decía que era un vino muy caro y valioso, que Talich se lo había traído para el domingo, para bebérselo él. Y estaba dispuesto a ir a buscar otras botellas a la ciudad. ¡Pero Talich no quería!

– Tú calla -le decía-. Tú mismo sabes mejor que nadie que uno se lleva a la tumba sólo aquello que ha regalado en la vida. No hay otro remedio que beber las tres.

Talich, una persona extremadamente amena, siempre con un interés amistoso por las vidas de los que quería, que después regaba caprichosamente con sus ricos recuerdos. El único sitio donde se ponía estricto era cuando tenía la batuta en la mano. Una vez cuando el primer violinista protestó que tocar un cierto pasaje de la manera como lo quería él era absolutamente imposible, contestó tajantemente:

– ¡De un artista siempre pido lo imposible!

Le gustaba narrar cosas sobre sus amigos. Casi todos habían muerto ya. Pero escuchando sus palabras animadas era como si los difuntos se unieran a la mesa con su sonrisa de antes; sus recuerdos creaban un agradable bienestar. Lástima, la etapa en aquella ciudad de Talich representaba ya el principio de su larga y triste partida desde un mundo lleno de música hasta el universo de silencio. Hubo bastantes iniquidades que las circunstancias le obligaron a experimentar en los últimos años. Luego vino una enfermedad grave, nuevos dolores y nuevos pesares.

Entonces éramos nosotros los que le íbamos a ver a él, en su torre, en lo que hoy se llama el Valle de Talich. Durante una de las visitas contó a Kfízek cómo se había topado en su jardín con un gran oso negro al que tuvo que echar con las manos vacías. Luego, ya sólo pasábamos bajo sus ventanas, donde el enfermo estaba tumbado, esperando la muerte.

Karel Krízek había pedido al sepulturero un sitio cerca de la tumba de Talich. Esto no se cumplió, pero no están lejos el uno del otro.

Aquella vez las tumbas estaban cubiertas con una capa de nieve tan alta que sólo las losas sepulcrales y las cruces sobresalían de ella. Mirando aquella sábana blanca me acordé de la antigua sabiduría popular: que en la vida no hay más que una única certeza. Llega, tiene que llegar un momento en que cesan todos los dolores y penas.

Y habrá un gran silencio y la nieve lo cubrirá todo. Una nieve blanca y sedosa, como la que hubo aquel día.

Segunda parte. EOS, LA DIOSA DELA AURORA

23. Introducción

Desde que era niño me apeno siempre por la calidad pasajera del tiempo. Esperaba con ilusión los alegres días del año y, cuando se acercaban, me ponía triste pensando en lo pronto que pasarían.

Ni siquiera hoy me puedo entregar despreocupadamente a la belleza amorosa de la primavera. Tengo miedo de que llegue el verano y de que el bienestar huya para siempre.

Me siento más feliz cuando, por debajo de la capa de nieve vieja, oigo el primer sonido del hielo que se derrite y que fluye a no sé dónde, junto a mis zapatos, cuando el velo de la nieve es horadado por las agudas puntas de las campanillas blancas. Son los momentos en que la primavera está a punto de comenzar, tiempo de esperanzas y de anhelos. Respiro con alegría el aire templado y húmedo que en febrero nos sopla en las ventanas desde los bosques que rodean el castillo de Kfivoklát, detrás de cuyos muros el joven Carlos IV abrazaba a la bella Blanca de Valois. En esos instantes pienso con ilusión en el primer trino del mirlo, ya preparado para romper a cantar.

¡Qué poco tiempo duran las flores violeta de los albaricoques! Antes de darte cuenta, su confeti blanco vuela alocadamente por el aire. Y luego, cuando florecen los cerezos, ¡qué pronto se derraman sus pequeñas alas rotas en la hierba!

Falta poco tiempo para que comience otro largo año antes de que los árboles vuelvan a florecer. El tiempo nos trata despiadadamente. En vano intentamos retener algo de su soplo; no detenemos nada, todo pasa muy de prisa y al curso del tiempo le importa poco nuestra tristeza. ¡Qué poco sonríe la rosa silvestre que habíamos traído a casa para alegrarla!

Únicamente cuando uno se enamora tiene la sensación de que el amor y los besos durarán siempre. ¡Qué embriagador suele ser este sentimiento! ¡Y qué corto, tantas veces! Al que se enamora, no se le ocurre, en principio, que en la mayoría de los casos, su amor no llegará más lejos que el agua que ha cogido en las palmas de las manos unidas.

Una calurosa tarde de primavera paseaba yo por los patios del Castillo. Por la puerta abierta de par en par de la catedral de San Vito entraba un aire frío, impregnado de los perfumes de las flores marchitas. Aquellas fragancias se habrían quedado allí después de una gran festividad eclesiástica. Entré y fui hasta la parte antigua de la catedral. La capilla de San Václav estaba abierta.

Hace mucho tiempo que la vida me disuadió de tratar de buscar una esperanza arrodillándome. No obstante, la antigua capilla me envolvió en su santidad. Estaba vacía. Me detuve al lado de la pared llena de piedras semipreciosas y su frialdad resplandeciente atrajo a mi rostro: lo apreté contra las piedras tal como lo juntamos con la mejilla de la mujer a quien amamos. En aquel contacto fresco también hubo amor.

Sí que hay cosas en nuestras vidas que podemos retener con las manos y con el corazón: amándolas. De esta forma será posible conservar su amor hasta la muerte.

No sólo se trata de las piedras de esta capilla, ni de los granitos de la Catedral, sino también de las antiguas murallas que ciñen el Castillo en la colina que está sobre el Moldava.

Aquellas murallas están fijadas no solamente por sus fundamentos, sino también por nuestras mentes y nuestros corazones. Para nuestras vidas, son eternas. Por eso las amamos. Y su belleza no huye como la fragancia primaveral de los árboles en flor.

24. Un anuncio íntimo

Hace años vino a visitarme una joven periodista de una revista semanal. Sacó de su bolso, sobre mi escritorio, una cajita de maquillaje, un lápiz de labios, las llaves, un cuaderno y un bolígrafo. Cuando lo volvió a echar todo dentro del bolso y sólo dejó sobre la mesa el cuaderno y el bolígrafo, empezó la entrevista antes acordada. Tenía que escribir un artículo sobre Praga para su revista. Su primera pregunta ya descubría su poca experiencia como periodista. Me miró en la cara con confianza y me preguntó inocentemente desde cuándo quería a esta ciudad.